Mons. José M. Arancedo, Presidente de la CEA.
Queridos hermanos:
La fe cristiana nace y se alimenta de ese diálogo de amor de Dios con el hombre en el que Jesucristo es, de parte de Dios, su Palabra definitiva pero siempre actual.
Esta actualidad de Cristo es el fruto de su Resurrección, que se nos comunica como gracia por el don del Espíritu Santo. Pascua y Pentecostés son la fuente y la actualización de su promesa: “Estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt. 28, 20). La primera consecuencia de esto es que la vida de fe no es recuerdo del pasado sino la celebración de un acontecimiento que actualiza la presencia viva de Jesucristo. Esto es lo que hoy celebramos con gozo en la Fiesta del Corpus Christi.
La Vida de Jesucristo se nos comunica por medio de su Palabra y los Sacramentos. El lema de este año, tomado del relato de Emaús, nos habla de esta realidad al decirnos que Jesús: “les explicó las Escrituras y les partió el Pan” (cfr. Lc. 24). En el gesto de la fracción del pan los discípulos reconocieron las palabras con las que el Señor les dejó el sacramento de su presencia. La Palabra nos lleva a la Eucaristía, que es su plenitud. Este acontecimiento, que es el centro de la vida de la Iglesia es, para san Pablo, el fundamento de su ministerio: “Lo que yo recibí del Señor, nos dice, y a mi vez les he trasmitido, es lo siguiente: El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: Esto es mi Cuerpo que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía” (1 Cor. 11, 23). Hoy venimos a dar nuestro testimonio de fe y gratitud.
En esta doble dimensión de gratitud y testimonio se expresa y se vive la fe católica. La gratitud es conciencia del don recibido, el testimonio, al tiempo que es un acto de alabanza a Dios es, también, un tomar conciencia de que Jesucristo no es sólo algo para mí, sino la Vida de Dios hecha sacramento de su presencia para el mundo. No comprenderíamos la Eucaristía sino la viviéramos en una dimensión personal y misionera. Siempre recuerdo aquella frase de los primeros cristianos cuando testimoniaban su fe: “no podemos vivir sin la Eucaristía, sin la Misa del Domingo”. Además de ser un deber y una necesidad nuestra participación en la Misa dominical, es una exigencia moral de la fe recuperar el sentido que tiene el domingo como día de descanso y de encuentro familiar, y que hacen a una cultura verdaderamente humana. Señor, que sepamos vivir la riqueza de esta verdad del diálogo entre Dios y el hombre, en la celebración de la Santa Misa y en la recuperación social del domingo.
La dignidad del hombre es la gloria de Dios. El camino de Jesucristo es el hombre y lo debe ser de la Iglesia. No podemos dejar de pensar, por ello, desde nuestra fidelidad al Evangelio y frente a la presencia de Jesucristo en la Eucaristía, en las muchas y trágicas condiciones en las que se desarrolla la vida del hombre y que atentan contra su dignidad. Hoy no discutimos la necesidad de una ecología que preserve la naturaleza, pero qué poco cuidado se le presta a esa obra mayor de la naturaleza que es el hombre, creado a “imagen y semejanza de Dios”. Cuánta necesidad tenemos de hablar y de recrear las condiciones de una “ecología del hombre”, como afirma el Santo Padre. La dignidad de la vida del hombre como su desarrollo integral, reclaman del compromiso de todos, especialmente, de quienes tienen una responsabilidad política mayor.
Este año vamos a asistir a una obra trascendente, por su significado modélico para la vida de la sociedad, me refiero a la Reforma del Código Civil. La verdad del hombre, desde Jesucristo, tiene una dimensión social que nos compromete. El verdadero cuidado del hombre comienza por su primer derecho que es el derecho a la vida desde la concepción. Debilitar este principio es disminuir la base jurídica de un sistema y dejar a la vida naciente sin la justa tutela que ella necesita. No se trata de un tema sólo religioso sino científico y moral. La palabra y reflexión de la Iglesia es un servicio que busca enriquecer la tarea legislativa. En esta misma línea de servicio a la sociedad debemos denunciar aquellos signos de muerte que atentan contra su dignidad, pienso en la violencia y la droga, en el desprecio por la vida, la inseguridad y la trata de personas, en la inequidad social y la marginalidad. No debemos acostumbrarnos al aparente triunfo del mal que se vale de una pasiva complicidad, que le permite avanzar en el deterioro del nivel de la vida humana. Cuando los valores morales pierden la fuerza de ideales que dan sentido a la vida y nos movilizan, se empobrece el hombre y se deteriora la vida de la sociedad. De esto todos somos responsables.
Finalmente, y a la luz del designio del amor creador de Dios debemos proclamar el valor de la familia fundada sobre el matrimonio, como relación estable del hombre y la mujer y ámbito primero en la educación de los hijos. La familia es una realidad con profundas raíces en el pueblo argentino; por su riqueza e historia es un bien que es garantía para la sociedad. El Santo Padre la acaba de llamar: “patrimonio principal de la humanidad, coeficiente y signo de una verdadera y estable cultura a favor del hombre” (Milán, 1/6/12). Sería una grave omisión de nuestra fe, que siempre debe estar al servicio del hombre y de la sociedad, no proclamar esta verdad de la familia. Por ello, cuando vemos que las relaciones familiares de paternidad, maternidad y filiación, tan necesarias para la identidad del niño y su educación, se diluyen en una pretendida “voluntad procreacional”, no podemos no elevar nuestra voz. Parecería que nos movemos en una cultura “adultocéntrica”, de solo derechos individuales, que nos termina encerrando en un individualismo que desconoce el derecho de los demás. En este caso, en cambio, cuando partimos de los derechos del niño el adulto tiene más obligaciones que derechos.
Queridos hermanos, esta presencia de Jesucristo en la Eucaristía que hoy venimos a adorar y agradecer, nos compromete, también, a ser testigos de nuestra fe en todo aquello que hace a la verdad del hombre. Una fe que no se haga cultura y servicio, es una fe que no ha sido plenamente asumida ni vivida. El mundo necesita ver en nosotros el rostro de una Iglesia servidora y misionera, y que viva con alegría, humildad y esperanza el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. A esta verdad y compromiso de nuestra fe la ponemos en manos de nuestra Madre de Guadalupe. Amén.
Homilía de Corpus Christi -
Santa Fe de la Vera Cruz, 9 de junio de 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario