Ensayo de José Fermín Garralda Arizcun en el que habla del Magisterio Pontificio y la resistencia y la sumisión ante el poder.
3. El origen del Poder y la Sumisión. 3.1. Magisterio de la Iglesia.
Nos referimos al Magisterio de todos los Papas, especialmente los de los s. XIX y primera mitad del XX.
Omito el magisterio ordinario de los obispos en cada diócesis o bien los textos de varios obispos juntos. Todos los Pontífices recuerdan la doctrina en las encíclicas recogidas en los documentos politicos, jurídicos y sociales editados por la BAC. También hay manuales que recogen los textos más sobresalientes; por citar algunos mencionemos los de Herrera Oria (14), y más recientemente –por poner unos ejemplos- de Daniel Boira (15), José Ricart Torrens (16) etc. (17).
Los Pontífices insisten en los temas más candentes del momento, como eran: El sometimiento a la autoridad superior, el origen divino del poder, que toda potestad viene de Dios, que no se puede resistir a la autoridad, que la autoridad no es enemiga de los buenos, y que hay que someterse a ella por deber de conciencia (18).
Todo gobernante legítimo es ministro de Dios (Rom. 13, 1-4) y como tal se le debe de obedecer en conciencia.
La dignidad del poder político es mayor que la meramente humana (León XIII, Diuturnum Illud, nº 8).
El que manda lo hace como cosa propia, como derecho propio, sin que el pueblo pueda revocar la entrega del poder a su antojo en el caso de haberle transmitido la autoridad y elegido (Diuturnum Illud, nº 3).
Para la Iglesia, el pueblo que traspasa la autoridad o poder al gobernante, no permanece como sujeto detentador del poder, pues en tal caso “¿en qué queda convertida la autoridad? Una sombra, un mito; no hay ley propiamente dicha, no existe ya la obediencia…”. Así rechazó Pío X las tesis de Le Sillon en Notre Chargue apostolique (nº 22).
El origen divino lo afirma desde N. S. Jesucristo a Pilato (“No tendrías poder alguno sobre mí, si no te fuera dado de arriba”, Juan, 19,11), San Pablo (Rom 13,1-4) y la Iglesia universal durante todos los tiempos.
Luego es errónea, una herejía, la doctrina rusoniana del “contrato social” que establece la llamada “soberanía nacional” o “soberanía popular” sostenida por el “derecho nuevo” liberal, por la que se afirma que el poder político emana de la nación, del pueblo, de la multitud. También es herética la doctrina, consecuencia de la anterior, por la que se concede a la muchedumbre el “derecho de rebelión” contra los poderes legítimos (19).
Destaca por su importancia –y por ser arrinconado o atacado por todo tipo de liberales- el Syllabus de Pío IX, que rechaza decir que “Las leyes morales no tienen necesidad alguna de sanción divina; ni es tampoco necesario que las leyes humanas se conformen con el derecho natural o reciban de Dios su fuerza obligatoria” (prop. 56), o bien que “La autoridad no es otra cosa que la mera suma del número y de las fuerzas materiales” (prop. 60). También rechaza afirmar que “La injusticia de un hecho coronada con el éxito no perjudica en nada a la santidad del derecho” (prop. 61), o bien que “Hay que proclamar y observar el principio llamado de no intervención” (prop. 62) o que “Es lícito negar la obediencia a los gobernantes legítimos, incluso rebelarse contra ellos” (Prop. 63).
Herrera Oria recoge los documentos pontificios que demuestran que:
“las dañosas novedades del siglo XVI trastornaron el orden cristiano, creando a la larga un derecho nuevo; sus principios supremos son la igualdad, autonomía y libertad de todos los hombres; se prescindió, por tanto, de Dios en la sociedad; y los Estados se sintieron desligados de toda relación sobrenatural, con lo cual la Iglesia quedó reducida a una deplorable situación, y se minaron las mismas bases sobre las que se apoyan los Estados” (20).
El Magisterio no señala si Dios delega directamente la autoridad al gobernante o bien la entrega a la comunidad para que la traslade al titular del poder, aunque en una encíclica León XIII (Diuturnum Illud, nº 4) parece apostar por la primera solución.
En general, los autores hablan del poder a través del pueblo. En tal caso, el pueblo conserva siempre una habitual facultad constituyente, en el sentido de una potestad habitual y radical para cambiar de régimen cuando el orden y la paz lo exijan (lo recuerda Pla y Deniel en 1936) (21).
En realidad, la cuestión del origen mediato o inmediato del poder no es cuestión principal, porque el origen divino del poder muestra que Dios y el Bien Común originado en Él (la Ley y el Derecho Natural) obligan al Estado y al gobernante, y que el Estado y la ley positiva no se deben deificar.
Por un lado, la Iglesia se inhibe en las concreciones que cada pueblo tiene para transmitir el poder (León XIII, Notre Consolation, nº 13). Así, la Iglesia también se inhibe en los posibles pleitos “domésticos” sobre la legitimidad de los poderes nacionales, pues las reglas de transmisión del poder es una cuestión que Dios deja al arbitrio de los hombres. Por eso, la conducta de la Iglesia con uno u otro Gobierno no implica ni aprobación, ni reprobación de tales poderes (22).
Por otra parte, la Iglesia admite todas las formas de Gobierno, siempre que sean justas. Ahora bien, no por eso la Iglesia es accidentalista, ni indiferente, sino que es inhibicionista al dejar a los hombres las aplicaciones concretas en estos temas. No enseña la indiferencia de las formas de Gobierno desde un punto de vista práctico y político, pues indica la posibilidad de discernir si a un pueblo le conviene más una forma que otra, pues cada pueblo tiene su carácter y circunstancias propias (León XIII, Au milieu des sollicitudes, nº 16) (23).
Basta mostrar el origen divino del poder para justificar el derecho y a veces el deber de la resistencia al poder ilegítimo y/o tiránico, y para responder satisfactoriamente a cuales pueden ser las formas de resistencia.
El pueblo honrado y sufrido tiene mucho que decir al gobernante, debido al origen divino del poder, a la naturaleza de la autoridad, a que Dios comunica el poder a través del pueblo, a la existencia del Bien Común, y, a que –por ejemplo- en la monarquía tradicional (aportación de la Corona de Aragón y Navarra) el rey y el pueblo realizan su propio pacto político. El rey era rey en su Derecho y el pueblo tenía algo de rey (24).
En consecuencia de todo lo dicho, la potestad ilegítima no es potestad (Balmes) (25). El gobernante ilegítimo de origen ataca al soberano legítimo si lo hubiere, a la sociedad, a los súbditos, y a los soberanos legítimos de otros países que pueden socorrer al soberano legítimo. El gobernante ilegítimo de ejercicio o régimen atenta directamente contra el Bien Común.
3.2. Las Normas prácticas de León XIII para Francia
León XIII, que es el Papa de la defensa de la autoridad y el poder legítimo, de la obediencia a la legítima autoridad, condena el desenfreno, la demagogia y las rebeldías contra la autoridad, pero no condena las defensas legítimas y las resistencias justificadas.
En ningún momento abandona el rumbo tradicional de la doctrina católica. Por un lado León XIII especifica no pocas veces con el término legítima cuando habla de la humana potestad (Inmortale Dei, nº 2; Libertas, nº 10; Au milieu des sollicitudes, nº 17 etc.).
Por otro, dirá que “es justo no obedecer a los hombres cuando falta el derecho a mandar” (Libertas). Así mismo, “cuando no existe el derecho de mandar, o se manda algo contrario a la razón, a la ley eterna, a la autoridad de Dios, es justo entonces desobedecer a los hombres para obedecer a Dios.
Cerrada así la puerta de la tiranía, no lo absorberá todo el Estado” (Libertas, nº 10).
En su encíclica Au milieu, León XIII insiste en que a veces los gobiernos distan mucho de ser legítimos en su origen (Au milieu… nº 18-24; Notre consolation nº 15), pero sin embargo “cuando de hecho quedan constituidos nuevos regímenes políticos (…) su aceptación no sólo es lícita, sino incluso obligatoria, con obligación impuesta por la necesidad del bien común” (Au milieu, nº 23).
Esta encíclica ha hecho correr ríos de tinta, como si el Papa prohibiese oponerse a la usurpación y no sólo a las leyes injustas. Nada de eso. Habla para Francia, 23 años después de la caída del IIIer Imperio y 20 años del advenimiento de la III República anticlerical. Además, la legitimación de la República podría no ser definitiva sino tan sólo provisional (26); en realidad sería provisional pues “quedan en suspenso las reglas ordinarias de la transmisión de los poderes y aun puede ocurrir que con el tiempo se encuentren abolidas” (Carta de León XIII a los Cardenales franceses).
También dirá León XIII que “jamás hemos querido añadir nada, ni a las apreciaciones de los grandes doctores sobre el valor de las diversas formas de gobierno, ni a la doctrina católica y a las tradiciones de esta Sede Apostólica sobre el grado de obediencia debido a los poderes constituidos” (Carta de León XIII a Mgr. Mathieu” (27).
El principio clave es el Bien Común, como tal objetivo, conforme al Derecho Natural y según lo declara la Santa Madre Iglesia, sabiendo no obstante que no sólo importa cómo es la legislación, sino también la legitimidad e ilegitimidad del que ocupa el poder.
Añadamos la opinión del jurista Víctor Pradera que interpreta a León XIII de esta manera:
“De modo que el gobierno constituido no es el gobierno de bandoleros; de modo que el gobierno de hecho o constituido no es el gobierno que contra el sentir de la nación va a derrocar un poder legítimo, que existe, sino es este otro completamente distinto. Es un gobierno que viene a remediar un estado de anarquía por la falta en la nación del poder legítimo; es un gobierno que va a llenar una necesidad social.
No es un gobierno que venga a producir la anarquía y que venga a causar multitud de necesidades” (Discurso en el Monumental Cinema, Madrid, 5-II-1933 (28). Las palabras de Pradera se corresponden con lo que León XIII dice en Au milieu… nº 21 y 24.
Si se retoma la doctrina o los principios, digamos que según los textos pontificios el poder de mero hecho no es autoridad legítima. El poder ilegítimo no tiene autoridad y puede ser y a veces debe ser combatido. La potestad ilegítima no es potestad, pues la idea de potestad supone el derecho, de manera que sólo se rinde obediencia a las potestades legítimas (Balmes) (29). El poder ilegítimo carece de verdadera autoridad y de verdadero poder y no debe ser aceptado. Todo en él es tiranía, tanto su origen como su ejercicio, por lo que nadie tiene obligación de verdadera obediencia a un poder ilegítimo. No todo poder constituido de hecho debe ser admitido ni aceptado , porque –según León XIII- no todo poder de hecho está unido al bien común: a unos poderes de hecho está unido el bien común, con otros está reñido y divorciado. No se puede atribuir verdadera autoridad a los poderes de hecho mientras sean ilegítimos.
La regla moral no son los hechos consumados ni la fuerza sobre el derecho (30).
Otra cosa son estos tres temas: uno, la necesidad de obedecer al poder ilegítimo de origen y ejercicio en lo que sea justo y necesario para el bien común; dos, el tema de la prescripción de los derechos del poder legítimo; y tres, la legitimación del poder ilegítimo de origen -legitimación temporal o definitiva- precisamente por su buen gobierno y consolidación social.
Queda pendiente saber si pudiera legitimarse el poder ilegítimo de origen porque está más consolidado en la sociedad que el poder legítimo desterrado, a pesar de su pésima legislación o ejercicio.
En tal caso parece que la oposición social se justificaría por el mal ejercicio.
En otro orden de cosas, aunque relacionado con lo anterior, Castro Albarrán (31) sintetiza así la práctica de la Iglesia ante los poderes temporales:
“La Iglesia trata con los poderes establecidos de hecho.
La Iglesia, con su conducta, no prejuzga la cuestión de la legitimidad de estos poderes.
La Iglesia, cuando prescinde de la legitimidad o ilegitimidad de un poder, prescribe la sumisión exigida por el bien común; cuando le da por ilegítimo, no impone, ante niega, la obligación de obedecerle”. (continúa)
Fuente: arbil.org y Catholic.net.
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