Por Agustín Laje (*)
Todo momento histórico podría caracterizarse en virtud de las ideas que en su seno compiten por instalarse socialmente. De toda puja ideológica, cuando la brecha de aceptación social que separa a un conjunto de ideas respecto de otras opuestas aumenta considerablemente, vemos surgir como categoría aquello que llamamos “lo políticamente correcto”.
Dado que se trata de una construcción social, y por lo tanto se encuentra en constante cambio, lo que hoy puede resultar “políticamente correcto” mañana bien puede ser “incorrecto” (y viceversa), por la esencia misma de estas nociones, más vinculadas a una idea de cantidad de adeptos que de calidad de postulados.
De forma breve y simple, lo políticamente correcto deriva de la adhesión masiva, y la mayoría de las veces irreflexiva a una idea que es en el imaginario social buena por antonomasia. Por contrapartida, lo políticamente incorrecto es la negación de esa misma idea, generalmente de manera más reflexiva (dado que “nadar contra la corriente” siempre requiere esfuerzo adicional) y, en el mismo imaginario social, malo por antonomasia.
Hay en sendas definiciones una cuestión importante a destacar: la ausencia de principios de verdad o mentira, acierto o error. Y esto es porque tanto lo correcto como lo incorrecto políticamente, pueden ser correctos o incorrectos en la realidad.
Ahora bien, lo políticamente correcto puede o no ser hegemónico. Ello es determinable en función del papel que juegue lo incorrecto políticamente: allí donde su papel es prácticamente imperceptible, lo políticamente correcto se vuelve hegemónico y, a la postre, el debate virtualmente se anula.
En la Argentina esta última situación es la que se reproduce. Más que una cuestión de partidismo, es una cuestión de ideología: el estatismo ha hegemonizado la opinión pública a tal punto, que hemos inconcientemente aceptado la idea según la cual el Estado es una suerte de dios moderno facultado para dirigir a su antojo la vida de la gente; que sus burócratas son ángeles caídos del cielo dispuestos a hacernos la existencia más feliz; que el conocimiento que éstos tienen sobre los intereses de la gente es aún más profundo que el que esa misma gente tiene sobre sus propios intereses.
Y de tal magnitud es la hegemonía estatista, que incluso quienes no comulgan con el gobierno kirchnerista, la mayoría de las veces se quejan únicamente de consecuencias evitando ir a las causas: que “la inflación en Argentina es inaguantable” (pero nada dicen sobre la necesidad de una política monetaria sana que ponga fin a la maquinita de imprimir moneda espuria); que “la inseguridad es infernal” (pero no caen en la cuenta de que, mientras más distraído esté el Estado en jugar a ser Dios, menos capacidad tendrá para cumplir sus funciones esenciales: proteger a los ciudadanos); que “los políticos se roban todo” (pero seguimos dándoles más y más poder de acción, menos y menos república); que “pagamos demasiados impuestos” (pero no nos atrevemos a cuestionar la ineficiencia empresarial del Estado y sus despilfarradores subsidios soportados por esos mismos impuestos).
El comienzo del fin de una hegemonía tiene lugar cuando se le pierde el temor; cuando se la desnaturaliza y se intenta ver qué le subyace realmente. Dejar de aceptar de forma acrítica lo políticamente correcto, implica comprender que la fuerza de sus postulados reside más en la cantidad de adictos y repetidores compulsivos, que en su razonabilidad y veracidad.
(*) Es autor del libro “Los mitos setentistas”. agustin_laje@hotmail.com | www.agustinlaje.com.ar
La Prensa Popular | Edición 134 | Viernes 24 de Agosto de 2012
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