Cuando los gobernantes se dedican a exaltar el mal, a propagar el error, a saquear los bienes morales que constituyen la principal riqueza de un pueblo, es natural que acaben organizándose como bandas de ladrones, mientras el pueblo chapotea en la sentina de los vicios. Juan Manuel de Prada
sábado, 9 de febrero de 2013
De no creer ¡Hay que congelar la protesta social ya!
Por Carlos M. Reymundo Roberts | LA NACION
Twitter: @Crroberts
La Presidenta quiere una solución inmediata. Ya. Es evidente que está preocupada por los abucheos a Boudou y a Kicillof. Alarmada, diría yo. Se ha acostumbrado a la música de los aplausos y no al ruido de la rechifla.
Ojo: no es que Boudou y Kicillof no sean queridos. Nada que ver. En el caso del vice, estoy seguro de que la gente se ha terminado encariñando con ese muchacho simplote, laburador incansable de su destino, que todos los días intenta aplaudir más y mejor a la señora. Últimamente, al batir de las palmas y a su sonrisa franca y sincera ha agregado un movimiento aprobatorio de cabeza, con lo cual destina al menos la mitad de su cuerpo a demostrar su inquebrantable adhesión. Verlo así, leal y sumiso, resulta conmovedor.
Lo mismo Kicillof. Siempre me molestaron los tipos que leen a Marx y además quieren vivir como marxistas. Gente así te interpela. Pero revolucionarios que se llevan sus dólares a otro país, me encantan. La verdad, a todos nos gustaría tener una buena casa en Colonia. Él pudo hacerlo y lo hizo, y prefiere descansar allí y no en una Argentina de precios por las nubes. ¿Es tan terrible?
Detrás de los silbidos a Amado y a Kichi no hay bronca ni reclamos. Hay militantes a sueldo, golpistas, la cadena del desánimo. Boudou puede ser chiflado cuando canta o toca la guitarra, pero nunca cuando hace patria desde una tribuna. Caer vencido en San Lorenzo, donde se inmoló reemplazando a la jefa ausente, lo eleva, pienso, a la estatura heroica de un Sargento Cabral.
De todos modos, es obvio que algo debemos hacer. Parece que la señora se quedó muy mal con lo de Kicillof. ¿Por el llanto de sus dos hijos?, pregunté. "No -me contestaron-. Porque fue en Buquebus y no en avión. Dice que hay que viajar en avión siempre. Que ella va en avión a todos lados, salvo que sean unas pocas cuadras. En ese caso va en helicóptero.
También consideró que fue una tremenda equivocación haberlo dejado solo a Boudou en el acto. Nos dijo que todos los asistentes deberían haber sido de La Cámpora. "Pero señora, eran 50.000." "Entonces hubiesen llevado a Unidos y Organizados", refutó. Nunca se queda callada.
Razón no le falta: hay que ser creativos. Una propuesta fue: si cada vez va a haber más gente que nos silba, cambiémosles el ADN a los silbidos hasta convertirlos en algo simpático y no reprobatorio. Por ejemplo, que cuando hable la Presidenta, la corte que la acompaña a todos los actos no sólo aplauda, sino que también silbe, como señal de adhesión. La propuesta fue rechazada por improcedente: la corte está programada sólo para aplaudir. No sabe hacer otra cosa.
Otra idea: mandarles inspectores de la AFIP a los que nos escrachen. Bochada. No hay tantos inspectores.
Otra (en este caso, mía): llevar a los actos a tipos algo más entradores que Boudou y Kichi. Por ejemplo, Moreno y Aníbal Fernández, que además tienen carácter y temple. Me la bocharon Moreno y Aníbal. Parece que frente a gente que reprueba no tienen ni tanto carácter ni tanto temple.
También se sugirió la posibilidad de hacernos acompañar por Oyarbide y mostrarlo primero a él. Cuando la gente quede afónica de gritarle e insultarlo, como pasó en el partido de Del Potro y Federer en Tigre, en ese momento aparecen los nuestros. Se parte de la convicción de que toda persona puesta al lado de Oyarbide resulta querible.
Una moción audaz fue que Timerman negocie con los silbadores. Si lo hizo con Irán, contra todas sus convicciones, cómo no se va a animar con unos señores que no se proponen usar armas nucleares ni borrar a nadie de la faz de la Tierra, sino simplemente emitir un sonido agudo. Hay que aprovechar el estado de gracia de don Héctor. La Presidenta lo mandó a Inglaterra a hablar mal de los ingleses, y ya vimos el entusiasmo que puso en la faena. Alguna vez pensé que tenía un estilo demasiado frontal (como cuando lo vi trabajar para la oprobiosa dictadura desde el diario La Tarde), pero si se trata de pelearse con medio mundo y no temerle al ridículo, hemos dado con un gran canciller.
Otra posibilidad que barajamos fue sacar una ley que prohíba los escraches. Se opusieron terminantemente Hebe ("Turros, no me dejen sin laburo y sin sueldo"), Luis D'Elía ("¿Qué pretenden, que vuelva a ser maestro?") y la propia Presidenta, preocupada porque las cadenas nacionales ya no serían lo mismo.
Tampoco se pueden prohibir los silbidos: imagínense la indignación de los hinchas que van a las canchas. Además, entraríamos en una espiral infernal. Después tenés que prohibir los gritos, los cacerolazos, los bocinazos, los matracazos, las pancartas y hasta las marchas del silencio.
Una posibilidad es democratizar la protesta. Es decir, regularla, controlarla. Habría que darle un buen nombre a la iniciativa -por ejemplo, "protesta para todos" -, ponerla en manos de Sabbatella, pedirle letra a Carta Abierta, debatirla en foros de todo el país organizados por La Cámpora y aprobarla a libro cerrado. El resultado se me hace agua la boca: un país donde los reclamos pasarán a ser apenas un mal recuerdo de expresiones burguesas del poder concentrado. En ese momento podremos volver a las calles y dejarnos ver en los actos. Sólo quedará una forma de protestar. En las urnas. De eso ya nos ocuparemos..
La Nación, 9 de febrero de 2013.
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