martes, 19 de febrero de 2013

Messori señala luces y sombras de la Iglesia y sugiere un programa al nuevo Papa: confirmar en la fe.




por Vittorio Messori / Corriere della Sera   
Dicen que no fue en Sicilia, sino en Torbole, en el Lago di Garda, donde a Goethe le surgieron del alma los famosos versos: «¿Conoces la tierra donde florecen los limones (...) donde un viento suave sopla del cielo azul?». 

La mañana del lunes 11 de febrero, pensaba un poco irónicamente en Goethe —y en algún talibán del «calentamiento global»—, mirando por la ventana de mi estudio, en la milenaria abadía benedictina, cómo la nieve descendía por los olivos, los cipreses, los laureles. No era aquel un día como los demás —ni para la Iglesia entera, menos aún para mí—: la liturgia recordaba la primera aparición de la Virgen Inmaculada, en Lourdes, a una pequeña y miserable analfabeta, hija de un molinero fracasado que había estado también en prisión. El Dios del Evangelio visita con gusto a los pobres, los ignorantes, los despreciados. Saboreaba el día que tenía por delante, libre de cualquier trabajo externo, y gozaba con la perspectiva de la soledad, también envuelta por el silencio del manto de nieve ya alto. De hecho, contaba con continuar —curiosamente— la redacción de un segundo libro de Lourdes, después del de Bernadette publicado hace pocos meses. ¿Qué día podía ser más propicio que un 11 de febrero?
Parecía una bravuconada...
A mi lado suena el teléfono móvil, el único vínculo con el mundo que había admitido en la abadía. Era mi mujer, desconcertada: «¡En la televisión aparece un titular, dice que el Papa ha anunciado su dimisión!». Lo confieso: al principio pensé en una bravuconada de hackers que habían entrado en las frecuencias televisivas. No era el único que dudaba: en aquellos mismos momentos, en los cinco continentes, a 117 cardenales, incluidos los más cercanos a Benedicto XVI, les costaba trabajo creer que tendrían que participar en un cónclave en poco tiempo. 
Un móvil que no para de sonar
Terminé la llamada, pidiéndole obviamente que me informara en caso de una poco probable confirmación. Pero no tuve necesidad de ello: el móvil comenzó a sonar y no cesó durante un par de días y de noches; cuando llegué a casa (con trabajo, la nieve continuaba cayendo), al sonido incesante del móvil se añadió el constante timbre de la línea fija y el ordenador comenzó a descargar sin pausa mensajes del mundo entero que pedían entrevistas, intervenciones y artículos al cronista del que era bien conocida su cercanía a Joseph Ratzinger y el conocimiento concorde a su pensamiento.
¿Por qué contar esto? ¿Por qué esta concesión al testimonio personal? Pues porque yo mismo fui sorprendido por el inmediato, arrollador y planetario tsunami mediático provocado por unas pocas palabras leídas en latín por sorpresa, en voz baja, como si fueran rutinarias, por un viejo, rodeado de otros viejos, en una sala vaticana aún más vieja e inaccesible. Un ciclón que llegó instantáneamente a todos; incluso a mí, aislado entre la nieve en un rincón de la provincia, desbaratando toda mi programación del día. 
Un interés por la Iglesia
Haciendo clic en el elenco de «favoritos», en las páginas web de los periódicos más importantes del mundo, constataba la extraordinaria importancia que se había dado al Pope resigning from his charge (El Papa renuncia a su cargo, N. de la T.) expresado en cada idioma. En casos como éste, es donde se manifesta una singular paradoja: a la disminución progresiva, que lleva ocurriendo décadas, del número de practicantes católicos (al menos en Occidente) y de la influencia social, moral y política de la Iglesia romana, parece corresponder un aumento del interés por ella, por sus vicisitudes, por su Pontífice. 
Nadie renuncia a tener un vaticanista
Al mismo tiempo que los medios de comunicación internacionales, también los nuevos periódicos nacidos en Internet no renuncian a tener un «vaticanista» o, al menos, algún experto no de cuestiones religiosas, sino específicamente católicas. ¿Habrían tenido el éxito que conocemos las novelillas de Dan Brown o de sus infinitos imitadores si no tuvieran como fondo la Iglesia, precisamente la que tiene su centro en El Vaticano? Una Iglesia, por añadidura, no como residuo arqueológico, como pintoresco set histórico, del tipo de la abadía de Umberto Ecco, sino viva, presente, intrigante. Quizá embrollona o incluso asesina: pero, también por ello, peligrosa porque es todavía potente.
La imagen, aunque a menudo deformada, de la Catholica et Apostolica fascina o inquieta al imaginario de la humanidad. Y su Jefe, con vestidura blanca, es la única autoridad moral escuchada siempre y en todo lugar: para aceptar o para rechazar, para amar o para detestar.
¿Debacle católica?
Y aún así, en realidad suena sarcástico el adjetivo «catolicísima», unido durante siglos a España, a Irlanda, a Austria; y, dentro de poco tiempo, quizá no sea tampoco adecuado ni siquiera para Polonia, que parece querer recuperar a grandes pasos el «retraso» hacia el laicismo liberal. 
Ahora se han convertido en multicines, outlets, estudios de arquitectos, salas de juego o, en algún caso, sex-shops, buena parte de las iglesias de Holanda, hasta hace un tiempo mitad católica y famosa por el devoto fervor de los feligreses. Precisamente, en los Países Bajos existe un gigantesco almacén que es una especie de signo concreto —y es duro, para un creyente, visitar su sitio web— de la debacle católica, no sólo en la Europa nórdica, sino en todo el continente: aquellos cobertizos son un amasijo (malvendido a precios ridículos, vista la exigüidad de la demanda) del contenido de lugares de culto abandonados o transformados. 
Es un trágico cúmulo de estatuas, de cuadros edificantes, de Vía Crucis, de tabernáculos, de campanas o campanillas, de fuentes bautismales, de altares enteros, de custodias, de candelabros, de confesionarios, de reclinatorios, de vidrieras, de muebles de sacristía, de vestimentas litúrgicas. 
Un vertedero para clientes católicos
A los improbables compradores se les ofrece incluso las veneradas reliquias de santos, encerradas en artísticas cornisas. En resumen, un vertedero para todo aquello que fue «católico», donde los clientes parecen ser escenógrafos cinematográficos o teatrales, o excéntricos interioristas en búsqueda de la pieza perfecta para alguna blasfema decoración de bares, discotecas, garçonnières. 
¿Agotamiento a un tipo de devoción?
No es casualidad que quien ha tenido la idea de este depósito haya elegido un nombre latino para su tienda: Fluminalis. Como un río, es decir, que se lleva los escombros del catolicismo. Aunque cabe preguntarse si se trata realmente del fin de un catolicismo; del adiós a una fe, o sólo del agotamiento de un modo de devoción vinculado a un tiempo que ya ha terminado.
Antes del Cónclave
Pero, ¿qué Iglesia es, realmente, ésta que durante ocho años ha presidido Benedicto XVI y a cuyo peso, unido al de la edad, ha cedido finalmente? ¿Qué es, a día de hoy, esta Iglesia católica, apostólica, romana, que será «guiada» (el verbo parece quizá, en la situación actual, un poco pretencioso) por quien será elegido en el Cónclave de marzo? 
Descripción del "cuadro" del catolicismo actual
El espacio nos obliga sólo a realizar unas pinceladas, una pequeña luz sobre la situación objetiva: claramente sería necesario más tiempo para un cuadro completo. Un cuadro que —siendo claros— no solamente tiene los puntos de conflicto que aquí señalamos, sino que presenta también no pocos aspectos positivos, lugares de resistencia, sólidas renovaciones, fundados motivos de esperanza. 
La doble naturaleza, al mismo tiempo humana y divina de la Iglesia (a imagen de su Señor: Dios y hombre; crucificado y resucitado) provoca siempre que, a lo largo de los siglos, haya aparecido sufriente, cuando no agonizante; y quizá siempre, al mismo tiempo, llena de vida, aunque a veces sólo visto con ojos de la fe. 
Una energía vital capaz de manifestarse y de reanimarla incluso en el fondo de las peores crisis. Jamás, ni siquiera en los siglos más oscuros, jamás esta Iglesia ha dejado de ser madre de santos, nunca le han faltado —a pesar de todo— hombres y mujeres que han hecho del Evangelio carne y sangre de su vida. 
Santos que aparecen en momentos de crisis 
El Papa Borgia es contemporáneo del más penitente y austero de todos los santos, Francesco da Paola, que fue apreciado por aquel Pontífice, símbolo de la mayor decadencia eclesial, y que aprobó su durísima Regla. 
Tempestades que parecían señalar el final, como aquellas que siguieron a la Reforma o a la Revolución Francesa, la era napoleónica, la ocupación italiana de Roma, fueron superadas más que por el valor de jerarcas y fieles, por la imprevisible aparición de una formación de santos. 
Prudencia para juzgar a la institución más antigua
El estudioso serio sabe que es necesaria una gran prudencia a la hora de juzgar la institución más antigua, vasta y abigarrada de la Historia: ya existía cuando el Imperio romano estaba en su apogeo, sus vicisitudes han recorrido veinte siglos, han visto surgir y morir todos los reinos y desvanecerse a todos los potentes y, a pesar de todo, ha llegado a nosotros, y no tiene intención alguna de despedirse del mundo. 
Su pueblo y sus pastores —cardenales y obispos— pertenecen a todas las estirpes y todas las culturas, como no sucede en ninguna otra parte ni lugar. Último Estado teocrático, última Monarquía absoluta, es al mismo tiempo el lugar más democrático: todo seminarista, por pobre y oscuro que sea, sabe que tendrá en su alforja de sacerdote una posibilidad de ser papa, o al menos cardenal u obispo. 
El más oscuro de los bautizados tiene —en el interior de sus muros espirituales— los derechos y los deberes del más rico o potente de la tierra entera. Es más, en la óptica que sirve aquí, su posición es privilegiada. La última entre los últimos, aquella Bernadette ignorante, enferma, miserable sobre la que estaba escribiendo aquella mañana, tendrá la gloria de los altares, retratos venerados en todo el mundo, una estatua de mármol en la nave misma de San Pedro, peregrinaciones ininterrumpidas a su tumba de Nevers.
Las «sombras de gris»
Quede claro, por tanto: las «sombras de gris» que aquí apuntamos, con su debido realismo, conviven con amplios espacios por los que se filtra la luz. No olvidemos lo que el mismo Benedicto XVI nos ha recordado, también con su despedida: sólo quien no comprenda que la Iglesia no es nuestra, sino de Cristo, puede preocuparse por ella, por su futuro. 
Un balsa con pobre gente
A los fieles, el Papa incluido, no se les pide más que realizar, cada uno en su lugar, el propio deber: el resto no es asunto de los hombres. La barca, en cualquier caso, llegará al puerto del fin de la historia, aunque si fuese reducida a una miserable balsa cargada sólo de pobre gente. No pudiendo alargarnos al mundo entero, concentrémonos, como hemos comenzado antes, en la Europa que, a pesar de todo, es y seguirá siendo el centro, y no sólo porque el Papa es el obispo de Roma. 
Las comunidades católicas de los demás continentes son todas sus hijas, han sido fundadas por misioneros españoles, portugueses, franceses, holandeses, austríacos, bavareses, italianos, y aún llevan este signo indeleble. E, incluso a día de hoy, a pesar de que el centro de gravedad numérica de los bautizados se haya trasladado al otro lado del Atlántico, es de Europa de donde llegan las orientaciones, también culturales, para la Iglesia entera. Sólo un pobre simple puede creer, por ejemplo, que la más conocida de las teologías «exóticas», la llamada «de la liberación», haya nacido por el sufrimiento y el anhelo de los explotados en la América que habla español y portugués. En realidad, ha sido elaborada en los laboratorios teológicos de Francia y Alemania, con una robusta aportación holandesa: por tanto, por los mismos hombres y por los mismos círculos que han inspirado y guiado, en los hechos, el Vaticano II. Concilio más de teólogos que de obispos. Todos europeos. La misma superpotencia económica y militar de los Estados Unidos no ha dado todavía a la catolicidad ningún santo realmente popular ni tampoco una idea original al pensamiento eclesial, salvo por aquel «americanismo», una aplicación un poco naif del pragmatismo yanki al Evangelio, que León XIII se apresuró a condenar en 1899.
Por tanto, como pertenece a Europa, umbilicus Ecclesiae, la situación no parece, humanamente, tranquilizadora: la disminución, a menudo desaparición de las vocaciones al sacerdocio secular, podrá disolver en breve buena parte de la milenaria red de diócesis y parroquias, por falta de personal eclesiástico. Ahora mismo ya, en Francia, en el área alemana y en otros lugares, las unificaciones son la norma, pero cada vez son menos necesarias. En cuanto a las vocaciones a la vida religiosa, muchas congregaciones (sobre todo femeninas, aunque no sólo) están predestinadas estadísticamente a la extinción: en el mercado de la venta inmobiliaria de Roma están apareciendo las sedes, a menudo imponentes, de las Casas Generalicias ahora desiertas. Los colegios que fueron para los novicios se han transformado hoy en asilos para los religiosos ancianos y enfermos: muchas congregaciones establecen acuerdos para unir a sus inválidos, no teniendo ya personal ni fondos suficientes para hacerlo solos. La esperanza de llenar los vacíos europeos con los jóvenes africanos y asiáticos se ha mostrado a menudo ilusoria o, al menos excesiva. Son demasiadas las diferencias culturales, demasiada la distancia de mentalidad, demasiadas las motivaciones sospechosas en el ingreso en seminarios e institutos. Ciertamente, no son sólidas tantas «vocaciones» tercermundistas determinadas por (como un tiempo en la Europa de los campos miserables) razones de supervivencia, o de búsqueda de ascendencia social. No todos los casos, gracias a Dios, terminan como el de monseñor Milingo, el prelado negro que tantas simpatías y esperanzas había suscitado; no faltan buenos éxitos, pero muy por debajo —al menos cuantitativamente— de lo que esperaban los obispos diocesanos y los superiores generales de las congregaciones.
Una creciente «cristianofobia»
En cuanto a los laicos, el abandono en masa de la práctica incluso solamente dominical, ha llevado a algunos a la indiferencia y a la lejanía, y para otros se ha transformado en hostilidad, tanto como para empujar a los sociólogos a acuñar un triste neologismo: «cristianofobia». Nadie es más rencoroso que un «ex» decepcionado. 
¿Un cisma silencioso?
A pesar de la alternancia de gobiernos de izquierda y derecha en Europa, una tendencia histórica que parece por ahora irrefrenable conduce a costumbres morales, antes o después reconocidas por las leyes estatales, que contrastan frontalmente con la ética católica. Y esto incluso entre los aún practicantes, tanto es así que alguno ha hablado de «cisma silencioso»: es decir, una práctica de vida, que no tiene en cuenta (aún sin proclamación externa y, al parecer, sin crisis de conciencia) los preceptos eclesiales. 
A día de hoy, incluso entre aquellos que se definen como católicos y que se acercan a los sacramentos, ¿quien se plantearía excluir de su vida conyugal los anticonceptivos; o disuadir al pariente divorciado de casarse; o advertir al amigo gay practicante; o prohibir a la hija que se acueste con su novio; o disuadir a las parejas de convivir antes del matrimonio, animándoles a casarse? Parece que se pueden verificar también fuertes desavenencias con respecto al aborto y la eutanasia. El practicante católico medio europeo parece coincidir, en la praxis moral, con el laico medio de la posmodernidad, sin diferencias relevantes.
Los sacerdotes: tanto los diocesanos como los religiosos
No hay que creer (lo han denunciado muchas veces tanto Benedicto XVI como Juan Pablo II, pero las advertencias comenzaron ya con Pablo VI) que la enseñanza de teólogos y biblistas, en los seminarios que aún quedan y en los ateneos que aún se hacen llamar «católicos», sea siempre respetuosa con las indicaciones que vienen de Roma. A menudo, al clero que sale de ellos le falta, más que las nociones, aquello que los alemanes —todavía durante la juventud de Joseph Ratzinger- llamaban die Katholischeweltanschauung, la perspectiva, el punto de vista católico. 
No es raro que a menudo la óptica de cierta parte del clero y de cierta parte de la prensa confesional parezca ser la de la ideología hegemónica en ese momento: durante más de veinte años después del Vaticano II, fue el amasijo —con diferentes dosis dependiendo de los lugares y de los teólogos— entre cristianismo y marxismo.
Se ha infiltrado lo políticamente correcto
Ahora bien, se ha infiltrado profundamente el relativismo liberal, el liberalismo ético, y sobre todo la political correctness, esta ideología diabólica porque, con apariencia casi cristiana, está fundada sobre lo que Cristo detesta más: la hipocresía, el eufemismo rufián, la manipulación de las palabras para esconder la realidad en su verdad.
El hábito del sacerdote
A propósito de clero, de disciplina, de la que fue hace tiempo la virtud de la obediencia: hablemos de un aspecto que parece menor —el del hábito eclesiástico—, pero que en realidad tiene un significado ejemplar. 
El nuevo Código de Derecho Canónico, reescrito según las indicaciones del Vaticano II, recita, en el cánon 284: «Los clérigos han de vestir un traje eclesiástico digno, según las normas dadas por la Conferencia Episcopal del lugar». Y, para los miembros de órdenes y congregaciones, prescribe en el cánon 669: «Los religiosos deben llevar el hábito de su instituto, hecho de acuerdo con la norma del derecho propio, como signo de su consagración y testimonio de pobreza». 
El Concilio mismo había advertido de no abandonar este «signo» de consagración sobre el cual, por cierto, Juan XXIII era rigurosísimo, imponiendo a su clero, en el Sínodo Romano que precedió al Vaticano II, el hábito talar negro y prohibiendo incluso el clergyman. Pues bien: primero Pablo VI, después Juan Pablo II, finalmente Benedicto XVI, han multiplicado las exhortaciones, las invitaciones, las órdenes, las reprimendas, pero el resultado es siempre la Armada Brancaleone (película italiana de los años sesenta, N. de la T.) de los sacerdotes (obispos incluidos, y no raramente) vestidos cada uno según su antojo. Del traje completo de manager, al abrigo de mecánico, hasta llegar a los trapos bien estudiados de mendigo-filósofo: siempre indistinguibles de los laicos igualmente. 
La recomendación de un Concilio Ecuménico y las repetidas disposiciones disciplinarias de cuatro papas no han conseguido obtener ninguna escucha, a menudo ni siquiera por parte de la jerarquía episcopal. La cuestión parece secundaria, pero no lo es: detrás del rechazo al hábito religioso existe una teología, existe la negación protestante de un sacerdocio «sacro», que distinga al sacerdote del creyente común; existe el rechazo a la perspectiva católica que, con el sacramento del orden, convierte a un bautizado en alguien «diverso», «aparte». El sacerdote no como testigo de lo Sagrado, no como «atleta de Dios» (la imagen es de san Pablo) luchando por la salvación de la propia alma y de la de sus hermanos contra las Potencias del mal, sino más bien como de un hombre como los demás, distinto si acaso por su mayor empeño socio-político.
¿Una ONG de filántropos?
Existe aquí quizás la mayor de las deformaciones actuales, insidiosa por su apariencia meritoria: es decir, la Iglesia como la mayor de las ONG, una organización de voluntarios, de filántropos dedicados a socorrer a aquellos que tienen necesidad de asistencia material y, al mismo tiempo, a denunciar con tono profético injusticias, disparidades, violaciones de los derechos humanos. Sacerdotes y monjas como militantes socialistas y como sindicalistas, unidos en la lucha, sin diferencias de religión, a todo hombre de buena voluntad. Un ideal noble, reconozcámoslo, pero que no puede ser suficiente para un cristiano. Aunque generoso, en este esfuerzo por ayudar que es sólamente humano existe una inversión radical de la perspectiva de la fe: el «cristianismo secundario» —el del trabajo social y político— no puede ni debe ser antepuesto al «primario» que es el anuncio del Evangelio de la salvación eterna, es la «caridad de la verdad» antes incluso de aquella (aunque loable, derivada) del pan, la administración de los sacramentos que sostienen en la fe y conducen hacia la meta más allá de la muerte, la oración individual, pero más aún aquella pública, incesante, renovada cada día, de la liturgia. La fe sin titubeos en la verdad del Evangelio y el anuncio de éste a los hermanos (el kerygma) es el prius, la caridad material no es sino su consecuencia lógica, instintiva pero subordinada, al anuncio de que «Jesús es el Cristo». Aquel renovado Código Canónico que decíamos, esta colección de leyes que rigen la institución eclesial, al final muestra el fundamento de siempre, la razón misma de ser de la Comunidad cristiana: Salus animarum suprema lex Ecclesiae esto, que la suprema ley de la Iglesia (y de todo hombre de Iglesia) sea la salvación de las almas. La Iglesia existe por esto: para anunciar al Vida más allá de la vida y para acompañar a los hombres hacia este objetivo final. No es espiritualismo desencarnado, al contrario, es conciencia de la palabra de Cristo, por el cual «no sólo de pan vive el hombre» y por el cual no hay vida humana sin una perspectiva de eternidad. Aquel Jesús que predicaba la Palabra que salva y después, solamente después, después de haber nutrido a las almas, las mentes, los corazones, pensaba en los panes y en los peces para saciar también los cuerpos. Aquel Jesús que miró con agradecido afecto a Marta que se afanaba por la casa «atareada en muchos quehaceres», como escribe Lucas. Pero que le recordó que era su hermana, María, recostada en silencio a sus pies, quien «había escogido la mejor parte, que no le será arrebatada». Es decir, la parte de quien da el primer lugar a la escucha de la Palabra de Dios, a la meditación, a la oración, que es el trabajo más valioso incluso socialmente, incluso aunque sus efectos concretos se escapen a menudo ante nuestra miopía. No es casualidad que la Iglesia siempre haya aprobado, animado y bendecido a las familias religiosas de «vida activa», dedicadas sobre todo a la caridad corporal, pero siempre ha considerado más elevadas —por tanto, más raras— las vocaciones a la «vida contemplativa», en el silencio y en el aislamiento del claustro.
Conceptos que en su momento eran elementales para un católico y, sin embargo, parecen escapárseles a muchos, también entre los mismos fieles. No es coincidencia que Benedicto XVI haya vuelto a dar un ejemplo: en su deseo de continuar sirviendo a la Iglesia, ha escogido el ministerio de la oración en la soledad y el silencio, es decir, el compromiso más concreto que, no obstante, sólo la fe puede comprender.
¿Qué hacer?
Pero, ¿qué tendría que hacer el Papa que saldrá del próximo cónclave, a la luz de los puntos de crisis que se ha tratado de indicar, aun con pocos, poquísimos ejemplos? Nosotros no somos Hans Küng que, desde hace décadas se ha nominado anti-papa y que, en una entrevista durante estos días, rayaba lo grotesco: alababa la renovación de la Iglesia, quería que los ancianos desaparecieran del mapa, decía que su colega Ratzinger había esperado demasiado para irse. No recordaba al lector que, sin embargo, con sus 85 años, es coetáneo de Benedicto XVI (apenas unos pocos meses menos), y aún así no parece querer dejar los encargos adquiridos. ¡Que se jubilen los Papas, qué diablos, no los anti-papas! Pero, sobre todo, nosotros no somos Küng porque nos parece un delirio egocéntrico, de negación de toda perspectiva cristiana la respuesta a la pregunta «¿Qué espera del próximo Cónclave?». 
Respuesta que, por desgracia, suena así: «El Cónclave podrá dar un impulso sólo si los cardenales aceptasen el análisis expuesto en mi libro Salvemos la Iglesia». 
Porque, como ya se sabe, en una perspectiva de fe es el Espíritu Santo quien inspira a los electores en la Sixtina, y el Paráclito tendrá que darse prisa: es necesario hacerse con dicho libro y estudiárselo bien para encauzar a los cardenales no como Dios manda, sino como el profesor Küng manda. El Espíritu, en el Cónclave, no es más que un transmisor del Mensaje redentor, el que está sobre las mesas de bronce, con incisiones en caracteres góticos, de Salvemos la Iglesia, escrito por aquel a quien le fue prohibido llamarse «teólogo católico».
«Mi programa es no tener programas»
Analizando las cosas con menos seriedad, nosotros creemos que la Iglesia, el Cuerpo mismo de Cristo, Su propiedad exclusiva, está ya salvada, sin necesidad de nuestros análisis y nuestros libros que, más bien, corren el riesgo de almidonar la abundancia de vida del Evangelio en un esquema ideológico muerto. «Mi programa es no tener programas», dijo Benedicto XVI en su discurso de inicio del Pontificado. 
Si es lícito, sin embargo, un auspicio, es el de que el Papa que saldrá del próximo Cónclave asuma como prioritario un compromiso. Aquel que me resumió, en una entrevista que hizo mucho ruido que tuvo mucho eco, Hans Urs von Balthasar, uno de los mayores teólogos del siglo pasado, que no llegó a cardenal por su improvisada muerte. Me dijo: «Tout d’abord, il faut remettre le christianisme debout», por encima de todo, es necesario poner el cristianismo en pie. Es decir, es necesario, volver a ponerlo derecho sobre la base en la roca de la fe: una fe firme, como fuente originaria y primaria, de la que todo derive. De este modo, continua con el trabajo de quien deja ahora el pontificado. 
En efecto, la herencia más significativa que Benedicto XVI nos deja es la del Año de la fe, para el que nos ha dado también el texto de referencia: aquellos tres libros, aparentemente divulgativos, en realidad calibrados palabra por palabra, fruto de una vida entera de reflexión, que nos muestran como Jesús es el protagonista de una historia verdadera, no de un oscuro mito judaico-helenístico. Como docente primero y después obispo, más tarde como Prefecto de la Doctrina de la Fe, y finalmente como Papa, Joseph Ratzinger ha querido siempre y solamente darnos testimonio de que tomar en serio los Evangelios, apostar nuestra vida y nuestra muerte a su autenticidad es todavía posible, no es ingenuidad o carencia de información. Creer que Jesús es realmente Cristo puede hacerlo también el especialista más informado, más astuto (como Ratzinger) en cuanto a la exégesis y a la teología más reciente. En definitiva, para decirlo rápidamente: confirmar al pueblo de Dios que le chrétien n’est pas un crétin (el cristiano no es un cretino, N. de la T.). Ha escrito en el texto con el que convocó el Año de la fe: «Sucede hoy con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común».
Pues bien —aún convencidos de que la decisión de la Sixtina será de todos modos la mejor si los venerados electores se consideran sólo los instrumentos de Alguien que está por encima de ellos—, nuestro auspicio es para un Papa consciente de que la Iglesia no tiene más que un problema: confirmarse y confirmarnos en la fe, volver a recitar el Credo con convicción, reforzar (también con el redescubrimiento de una apologética adecuada) las razones para creer. 
El resto surgirá por sí mismo y muchos puntos de conflicto se desharán. La única y verdadera crisis eclesial ha consistido, en estos decenios, en el debilitamiento de la certeza en la Esperanza que el Evangelio nos anuncia. El Papa Ratzinger era bien consciente, igual que lo era el Papa Wojtyla.
La esperanza es que su Sucesor, sea quien sea, esté igualmente convencido de ello.


(Traducción: Sara Martín)

Actualizado: 19/2/13
ReligiónenLibertad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario