martes, 26 de febrero de 2013

¿Podrá el nuevo Papa luchar contra los lobos?


por  Carlos Daniel Lasa
“Oren por mí, para que yo no me escape, por miedo, ante los lobos”. Estas palabras fueron pronunciadas por Benedicto XVI, flamante Obispo de Roma, el día de la misa inaugural, el 25 de abril de 2005. Sus palabras estaban denotando la clara conciencia que el Papa poseía respecto de las graves dificultades que amenazarían su Pontificado.


Y no se equivocaba. Los lobos, apenas iniciado su ministerio pastoral, se pusieron a trabajar afanosamente haciéndolo blanco de una sistemática ofensiva. En el año 2010, dos destacados vaticanistas escribieron un libro titulado Attacco a Ratzinger[1]. Esos ataques al Papa, según los autores de este libro, fueron dirigidos desde fuera y desde dentro de la Iglesia Católica.


Resulta evidente que los resultados que la Iglesia ha tenido después del Concilio Vaticano II no han sido de los mejores: seminarios vacíos, una Europa descristianizada, sacerdotes que abandonan su ministerio, colegios y universidades católicas que han perdido su razón de ser, etc.



El por entonces Cardenal Ratzinger, haciendo referencia a los dos frentes de peligro que enfrentaba la Iglesia Católica, afirmaba: “Estoy convencido que los males que hemos experimentado en estos veinte años no se deben al Concilio ‘verdadero’, sino al hecho de haberse desatado en el interior de la Iglesia ocultas fuerzas agresivas, centrífugas, irresponsables o simplemente ingenuas, de un optimismo fácil, de un énfasis en la modernidad, que ha confundido el progreso técnico actual con un progreso auténtico e integral. Y, en el exterior, al choque con una revolución cultural: la afirmación en Occidente del estamento medio-superior, de la nueva ‘burguesía del terciario’, con su ideología radicalmente liberal de sello individualista, racionalista y hedonista”[2].



Ocupémonos, por un momento, de la amenaza interior que vive actualmente la Iglesia y que, a nuestro juicio, se denomina progresismo. Este progresismo no es sino la continuación de aquel modernismo que, condenado por San Pío X en su encíclica Pascendi, se mantuvo larvado en el seno mismo de la Iglesia durante un buen tiempo; luego pasó de ser un resfriadillo (en palabras de Jacques Maritain en el Campesino del Garona) a una grave enfermedad apenas terminado el Concilio. Hoy se asemeja, creemos, a un cáncer metastásico que amenaza seriamente la existencia misma de la Iglesia Católica.



Es preciso advertir que, si bien este progresismo no ha alcanzado demasiados éxitos en lo que respecta a la doctrina enseñada por la Iglesia, sí ha logrado importantísimos avances en lo que hace a la praxis de la Iglesia (a nivel pastoral, litúrgico, etc.), y también a la configuración de una mentalidad totalmente alejada de la inteligencia de la fe católica que afecta tanto a clérigos como a los laicos.



Bástenos citar un simple ejemplo. La Constitución Sacrosanctum Concilium enseña que en las celebraciones litúrgicas debe darse el primer lugar al canto gregoriano[3]. Sin embargo, aquel que osare sugerir esta recomendación será, de inmediato, desestimado dentro de la comunidad eclesial. Seguramente, se lo tildará de preconciliar, conservador, retrógado, etc.



¿Qué ha sucedido, entonces, para que la doctrina que enseña la Iglesia vaya por un lado y la praxis por otro? La respuesta es sencilla: se ha impuesto una interpretación hegemónica del Vaticano II que, para difundirse con total éxito, ha contado con las fuerzas enemigas que operan desde fuera de la Iglesia. Ahora bien, ¿cómo se ha configurado esa interpretación?



Ha señalado Augusto Del Noce y, a nuestro juicio con total acierto, que ningún acontecimiento sucedido en la historia contemporánea puede entenderse sin la presencia del marxismo. El marxismo ha aniquilado a la filosofía misma, que es como decir, ha menospreciado todo espíritu de contemplación, de comprensión, para pasar a la sola transformación del mundo. De allí una categoría muy cara al marxismo: la de revolución. El marxismo caló muy profundamente en todas las esferas de la cultura, y la religión, obviamente, no podía quedar al margen.



Esta idea de revolución, de ruptura total con todo lo dado, se impuso también en la Iglesia Católica. Y desde esta categoría se leyó tanto la historia profana como la historia de la Iglesia. Así, entonces, todo aquello que condujera a la revolución, a la emancipación absoluta del hombre, era considerado como bueno, como deseable. El Concilio Vaticano II, leído desde esta perspectiva, significaba un hito fundamental en esta emancipación eclesial. El Concilio Vaticano II no era sino una verdadera refundación de la Iglesia católica que abandonaba todo lo anterior para alumbrar una nueva Iglesia, la cual ya no tenía puesto sus oídos en la tradición sino en lo nuevo, en lo actual.



La asunción de la antifilosofía marxista condujo al consecuente desprecio de la metafísica. El imperativo no era ya el de entender la fe sino el de transformar el mundo. El abandono de la contemplación implicaba la pérdida de la comprensión del misterio cristiano y, con ello, la inauguración de una praxis guiada y ordenada a la sola acción. Perdida la verdad, resultaba lógico que el bien se quedaba sin fundamento, al igual que la belleza. Así, entonces, tanto la fe profesada (doctrina), la fe vivida (moral), como la fe celebrada (sacramentos) quedaron desfondadas. Nos basta con observar, en nuestros días, una celebración de la Santa Misa para advertir una marcadísima desacralización.



Ahora bien, cuando al marxismo le es aplicado el concepto de ideología con que él juzgaba a las demás filosofías, se da paso al sociologismo. El sociologismo es la posición que sostiene que no existe ninguna verdad eterna, y que toda verdad no es más que la expresión de determinado contexto histórico-social. Aquellos progresistas enamorados, en un primer momento, del marxismo, abrazan luego al sociologismo. De allí que ya no luchen por la revolución armada sino por el pluralismo, por el matrimonio gay, por el sacerdocio de las mujeres, por la liberación en materia sexual, etc. En síntesis, por la nada de valores.



Precisamente han sido estos progresistas quienes han sindicado a Juan Pablo II y a Benedicto XVI como dos enemigos a abatir por cuanto ambos pontífices lucharon por interpretar al Concilio Vaticano II dentro de la tradición de la Iglesia. Tradición, que para estos Pontífices, no fue sinónimo de revolución ni tampoco de inmutabilidad, sino de un progreso en la verdad creída, vivida y celebrada: un progreso homogéneo, en perfecta consonancia con aquello que la Iglesia siempre creyó, vivió y celebró.



Importantes personajes se quejaron por la traición que estos dos Papas representaban para el Concilio Vaticano II. Claro está que no fue una traición a los textos del Vaticano II sino a la falsa interpretación que pretendieron imponer a partir de poderosas fuerzas seculares. Uno de ellos fue el famoso Cardenal Carlo M. Martini quien sostuvo que en la Iglesia existe una “tendencia a apartarse del Concilio”[4]. Claro está que la posición de Martini no fue una posición aislada sino compartida por muchos otros que, por cobardía, no se animaron ni se animan a proclamarlo en público pero que trabajan en una dirección totalmente opuesta a la que el Papado y la Iglesia católica señalaban.



En este sentido, el Obispo de Trieste, Giampaolo Crepaldi, el 20 de mayo de 2010, advirtió que los ataques a Benedicto XVI provenían también de todos aquellos que no escuchaban al Papa, entre los cuales se cuentan eclesiásticos, profesores de teología de los seminarios, sacerdotes y laicos. Todos estos, si bien no acusan al Pontífice, sin embargo ponen en sordina sus enseñanzas, no leen los documentos de su magisterio, escriben y dicen exactamente lo contrario de cuanto él sostiene…El fenómeno es muy grave por cuanto se presenta como muy difuso[5].



Sólo Dios y el Papa conocerán los motivos más profundos de la renuncia de Benedicto XVI al papado. El nombre asumido en su elección como Sumo Pontífice ya indicaba toda una línea de pontificado completamente diversa a la que poseían los que propiciaban la adaptación al mundo. Benedicto XVI no sólo hubo de luchar para que la Iglesia sea fiel a la fe recibida sino, además, para que la misma se convirtiese en la salvación de un mundo que vive, por nuestros días, el nihilismo más radical.



El Papa recuperó, para los católicos, una interpretación cristiana de la historia. Fue preciso que él les mostrara la falsedad de la visión iluminista del “sentido histórico” y que los situara como sujetos hacedores de la historia en función de un fin metahistórico.



Para quienes sostienen la concepción del sentido histórico, a la historia no la hacen los hombres a través de sus actos libres, sino que la misma es un proceso autoreferente que siempre se mueve hacia lo mejor, hacia el progreso. De allí que la distinción bueno-malo sea suplantada por la de progresista-reaccionario. Y el acto bueno del hombre progresista consiste precisamente en adherir siempre a lo nuevo, acompañando a aquello que está aconteciendo.



Claro está que, tal como lo señala el destacado filósofo de la política Leo Strauss, los “hechos, entendidos como procesos históricos, no nos enseñan nada referente a los valores, y la consecuencia del abandono de un verdadero principio moral fue que los juicios de valor quedasen privados de todo soporte objetivo”[6]. La nada de valores, el nihilismo, es el más palpable resultado. Lamentablemente hasta los mismos cristianos han sido ganados por la tesis del sentido histórico. Una prueba cabal de ello es que el cálculo más profundo que llegan a formular acerca de la sucesión papal es si el nuevo Papa será progresista o conservador.



Todos aquellos que proclaman la adaptación de la Iglesia al mundo no buscan otra cosa que la existencia de un totalitarismo nihilista del cual no debiera escapar ni siquiera la propia Iglesia Católica. Benedicto XVI siempre pensó exactamente lo contrario. Su lucha se encaminó a mostrar al mundo católico que la praxis cristiana depende de una inteligencia cristiana de la fe. Pero, ciertamente, no de una inteligencia posmoderna, sino una inteligencia metafísica, contemplativa, que sea capaz de ofrecer al mundo de hoy un sentido último.



De la salud de la Iglesia dependerá la recuperación del mundo de hoy. ¿Podrá el nuevo Papa vencer a los lobos que atacan ad intra y ad extra de la Iglesia?



*



Notas



[1] Paolo Rodari y Andrea Tornielli. Attacco a Ratzinger. Accuse e scandali, profezie e complotti contro Benedetto XVI. Milano, Piemme, 2010, 1ª edizione.



[2] Joseph Ratzinger. Informe sobre la fe. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1985, 4ª edición, pp. 36-37.



[3] N 116.



[4] Carlo M. Martini. Coloquios nocturnos en Jerusalén. Sobre el riesgo de la fe. Madrid, San Pablo, 2008, p. 159.



[5] Cfr. Paolo Rodari y Andrea Tornielli. Attacco a Ratzinger. Accuse e scandali, profezie e complotti contro Benedetto XVI. Op. cit., pp. 296-297.



[6] Leo Strauss. ¿Progreso o retorno? Bs. As., Paidós, 2005, 1ª edición, p. 171.


25 feb 2013


Fuente: ¡Fuera los Metafísicos!


No hay comentarios:

Publicar un comentario