por Carlos Tórtora
La impresionante movilización de protesta de ayer repitió el esquema del 8N, aunque hubo matices que la diferencian.
El primero es que en el 13-S y el 8-N la protesta se encaminó en general a reclamarle correcciones al gobierno.
Ayer, en cambio, predominó la idea de cambiar de gobierno. Es decir que la oposición social se politizó. En este océano nadaron ayer muchos dirigentes de la oposición, que no fueron repudiados pero tampoco vivados por las masas. Otra diferencia importante a tener en cuenta es el contexto. La marcha de ayer se produjo en la apertura del año electoral y sirve como un indicador de tendencias más fidedigno que las encuestas: el gobierno se enfrenta a un enorme deterioro electoral en los grandes centros urbanos que ya casi no tiene tiempo de revertir. Sólo puede -y seguramente lo hará- dedicarse a consolidar su aparato clientelista y el predominio en las provincias chicas, donde más de la mitad de la población depende del empleo público, los contratos o los subsidios del Estado.
En escenarios políticos tan polarizados como el argentino, lo previsible es que, cuando un bando avanza, el otro se encuentre en retroceso. Esta semana ocurrió lo contrario: los dos sectores en los que está dividida la sociedad pasaron a la ofensiva simultáneamente. La oposición cosechó el fallo de la Cámara Civil y Comercial Federal que preserva la libertad de expresión al declarar la inconstitucionalidad parcial de los artículos 45 y 48 de la ley de medios y además estuvieron la gran movilización de ayer y la denuncia de Lanata. Pero el gobierno, por su parte, consiguió la media sanción en el Senado de la mayor parte de la reforma judicial y tiene garantizado el éxito de la otra media sanción en diputados. Pese a disidencias personales como la de Jorge Yoma, el kirchnerismo mantiene la cohesión de su frente interno y no se advierten signos de fisuras entre los gobernadores, intendentes y legisladores. No los une el amor sino el espanto. Es que el escándalo provocado por la denuncia de Jorge Lanata contra Lázaro Báez, si algo está indicando, es que en caso de caer el cristinismo envuelto en denuncias de corrupción, la cúpula del PJ en su totalidad podría verse arrastrada. La corrupción estructural en la obra pública, la energía y el transporte se distribuyó en la última década a lo largo y ancho del país. Si la justicia federal acelerara las investigaciones -lo que por ahora no ocurriría- la ola avanzaría sobre muchos gobernadores e intendentes y no sólo sobre el séquito presidencial.
Por esto, la propuesta presidencial de consolidar el blindaje de la nomenclatura del poder tiene su racionalidad. La reforma judicial redefine el perfil de un Estado casi indemandable y por encima de la ley, cuyos funcionarios estarían hasta eximidos de responsabilidad civil, si se aprueban las reformas que en este punto se preparan para el Código Civil. Esta construcción de una burocracia política invulnerable quedará probada el próximo 25 de mayo, cuando se cumplirán 10 años, no sólo del inicio el ciclo K sino de la permanencia en funciones de ministros como Julio de Vido y Carlos Tomada. La Cámpora, en su actual expansión sobre los cargos públicos, viene a consolidar el proyecto de una clase dirigente que sólo se renueva dentro de sus propias filas.
La barrera de la reforma judicial
En el campo electoral, el actual debilitamiento de la figura presidencial paradójicamente dificulta las posibilidades de acuerdos en la oposición. Tanto Daniel Scioli como Mauricio Macri, José Manuel de la Sota -y también Sergio Massa- advierten que CFK está a un paso del abismo y esto agudiza la competencia entre ellos. Lo cierto es que en las elecciones de octubre próximo los dos mayores aspirantes a la presidencia sólo jugarán a través de terceros. Scioli lo hará moviendo su pieza central, que es Francisco de Narváez, intentando derrotar al FpV y conmocionar al peronismo, y Macri, prudentemente, apuesta a un esquema conservador. O sea, obtener buenos resultados en Capital, Santa Fe y Entre Ríos tejiendo una alianza con De la Sota.
Pero las expectativas razonables del arco opositor chocan contra las características especiales del modelo bolivariano, que se están desnudando en Venezuela. La secuencia de ilegalización del esquema de poder de Nicolás Maduro fue rápida. En enero hizo que la justicia avalara en forma escandalosa que se iniciara el segundo mandato presidencial de Hugo Chávez sin que éste jurara el cargo y todo indica que para entonces ya había fallecido. Luego vino la segunda inconstitucionalidad: muerto Chávez, le correspondía asumir la presidencia interinamente al rival de Maduro, el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, pero esto no se cumplió. Envalentonado por estos éxitos, Maduro fue por más y echó mano a un escandaloso fraude para arrebatarle a Henrique Capriles la presidencia, sin importarle colocar al país cerca de una guerra civil.
Con todas sus diferencias, el kirchnerismo, alarmado por la posibilidad de futuros procesamientos, también se anima a cada vez más. La elección popular de los miembros de la Magistratura es groseramente inconstitucional pero lo más probable es que se consolide. ¿Y después qué? ¿Se atreverá el kirchnerismo a forzar una reforma constitucional violando las mismas normas constitucionales? El gobierno está testeando a fondo la capacidad de reacción de la Corte Suprema ante el sometimiento del Poder Judicial por parte de los otros dos poderes. Pasada esta prueba, el cristinismo podría idear una marcha forzada hacia la reelección, aun llevándose puesto el orden constitucional. Antes de la reforma judicial, parecía exagerado pensar en esto. Ahora, cada vez lo es menos.
abril 19, 2013
Informador Público
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