Compartimos el ensayo de Agustín Laje titulado “Apología del individuo”, premiado con el 2º puesto del concurso internacional de ensayo para jóvenes, organizado por la fundación mexicana Caminos de la Libertad, del cual participaron aproximadamente 700 personas de todo el mundo.
Por Agustín Laje (*)
Breve introducción
Haciéndonos eco de las expresiones fúnebres clásicas en controvertidos filósofos como Michel Foucault o Friedrich Nietzsche, el presente ensayo podría ser introducido a partir de la siguiente sentencia no menos lúgubre que la de aquellos: “el individuo está muriendo”.
Va de suyo que no nos estamos refiriendo a una muerte física sino moral; no se trata de una muerte producida por una balacera de plomo, sino por un bombardeo sistemático de incisivas ideas; no se trata de una muerte instantánea, sino gradual (de ahí que digamos que “está muriendo” y no que “ha muerto”); y por último, no se trata de una muerte específica sino universal: nadie escapa a ella.
Pero si el individuo efectivamente está muriendo: ¿Qué lo está matando? ¿Cómo se está produciendo su muerte? ¿Qué puede salvarlo (si es que algo puede hacerlo)? Reflexionar en torno a estas preguntas echará luz sobre una nueva forma de dominación que aquí llamaremos “colectivización de las consciencias”, cuya naturaleza y efectos trataremos más adelante.
Nuestro trabajo puede dividirse, a la postre, en los siguientes desarrollos temáticos: una sintética propuesta acerca del significado que deberíamos atribuirle a la idea de “individualismo”, que destierre mitos y falacias muy difundidas sobre él; una reformulación de la clásica idea colectivista de sociedad en tanto que estructura prioritaria y con primacía frente al individuo; consideraciones insoslayables sobre la relación individuo-sociedad; una aproximación a la “colectivización de la consciencia” como forma de dominación; y finalmente una conclusión que arroje pistas sobre cómo devolverle al individuo su existencia plena.
La libertad, como queda claro, es la cuestión que subyace a todos estos temas. Ella es la protagonista tácita de todo lo que a continuación sigue. En efecto, una apología del individuo y su derecho a existir como tal es necesariamente una apología de la libertad en su sentido más puro.
Verdades y falacias sobre el individualismo
Pocas ideas han sido tan deformadas y vapuleadas como la del individualismo, incluso en el seno mismo de ciertos sectores liberales. Lograr hacer del colectivismo un sistema moral hegemónico requería, precisamente, la anulación de su alternativa lógica a través de un gradual proceso de mutilación de significados. ¿Qué entiende acaso, la mayor parte de la gente, por “individualismo”? Probablemente entienda que se trata más de una actitud que de un cuerpo teórico complejo; y probablemente asocie esta presunta actitud a cuestiones vinculadas a una suerte de egoísmo rapaz y caníbal, insensible a “lo social” y desatendido de los demás.
Esto no es nuevo. El propio Friedrich Hayek se mostró arrepentido de haber usado la palabra “individualismo” para vincularla con los ideales de libertad en los que creía, sobre todo después de haber constatado cómo la gente tendía a malinterpretar su significado profundo.
Pero el individualismo debería ser entendido como algo significativamente distinto a todo lo que generalmente se piensa (¿o se ha hecho pensar?) sobre él. Ante todo, el individualismo correctamente comprendido[1] es una corriente filosófica que encuentra sus pilares fundamentales en el respeto irrestricto por la vida humana en cada ejemplar. Esto es, en verdad, una derivación del previo reconocimiento de que cada hombre es un ser único, inigualable e irrepetible, dueño exclusivo −y por lo tanto también responsable− de su propia existencia terrenal.
Estimo que lo anterior constituye el axioma básico de una verdadera visión individualista.[2] De allí que tal visión otorgue idéntica importancia a cada ser humano en su forma individual y rechace, por consiguiente, doctrinas fundadas en el sacrificio de algunos por el beneficio de otros sostenidas por el criterio de la primacía grupal. En efecto, el común denominador de estas doctrinas (llámense fascismo, nazismo o marxismo) es su origen anclado en visiones colectivistas que relegan al individuo a un segundo plano y ponen al grupo en el centro de atención (llámese al grupo nación, raza o clase).
Pero dado que cada individuo es dueño y responsable de su existencia, para el individualismo el hombre −o mejor dicho, cada hombre particular− es un fin en sí mismo y no un medio de los demás, como alegaría Immanuel Kant. Con lo cual, una visión individualista sólo admite interacciones mediadas por el mutuo consentimiento, esto es, mediadas por voluntades recíprocas.
La voluntad de los hombres, así pues, se constituye en la expresión de su propia individualidad. En efecto, la voluntad es aquello que une y distancia al mismo tiempo a los seres humanos: los une en tanto que todos la tienen, y los distancia en tanto que no existen dos sumas de voluntades completamente idénticas.
En este orden de cosas, la idea de voluntad se encuentra estrechamente ligada a otras dos ideas inseparables: la libertad y la diferencia. Mientras que la primera es la precondición de la realización de las voluntades (¿cómo podría realizarse la voluntad sin el previo goce de la libertad?), la segunda es la consecuencia indefectible de la realización de las voluntades (¿voluntades diferentes no provocan inevitablemente resultados también diferentes?).
Cuando hablamos de voluntad estamos refiriéndonos, en un sentido genérico, a los proyectos personales conscientes de cada vida humana particular. Es claro, en este sentido, que para el individualismo bien entendido no puede haber tal cosa como una “voluntad de coartar voluntades” o una “libertad para arremeter contra las libertades”. Esas son engañosas contradicciones. Si aceptamos que cada individuo es un fin en sí mismo, estamos poniendo desde el inicio un freno a aquellas voluntades que, a través de la fuerza (¿de qué otra forma sino?) pretendan reducir a los demás a la condición de medio, pues tal cosa atentaría contra la propia individualidad que se pretende defender.[3] De aquí que digamos, nuevamente, que el individualismo levanta la bandera de la proscripción de la fuerza en las relaciones humanas.
Frente a estos argumentos, es probable que aquella doctrina que pone al grupo por encima del individuo −el colectivismo[4]− sostenga que las voluntades de los individuos no son sino meras construcciones del entorno social. Esta es, quizás, una de las más difundidas y exitosas críticas que han esbozado intelectuales anti-individualistas contra lo que consideran un ilusorio “hombre átomo”, frente al cuál no han podido mejor cosa que proponer un hombre de plastilina, carente de libre albedrío, moldeable en su totalidad por una suerte de poder paranormal inherente al grupo.
La idea más o menos suele ser expresada de la siguiente manera: “el individualismo construye a un hombre inexistente que actúa como átomo aislado sin ser afectado por el marco sociocultural que lo rodea”. Se trataría, por tanto, de un problema ontológico.
¿Pero es el individualismo que proponemos realmente “atomista” e ignora la naturaleza social del hombre? Va de suyo que no. Y basta considerar que, si efectivamente fuese cierto que el enfoque individualista no tuviera en cuenta el hecho de que los individuos interaccionan en un marco sociocultural específico, no existiría necesidad de adjudicarles la condición de fin en sí mismo. Es claro que si la vida del individuo no entrara en contacto con la de nadie más, reivindicarla como un fin y no como un medio sería innecesario por completo, pues ya se daría indefectiblemente lo primero.
Junto a la acusación de que el individualismo deviene en “atomismo”, suele esgrimirse que, en puridad, las voluntades no son formadas por el propio individuo sino por factores socioculturales intrínsecos a la comunidad, concebida como un todo. La verdad es sensiblemente distinta: el individualismo, al no ignorar la realidad social del hombre como se dijo, por añadidura tampoco desprecia las influencias de su propio entorno sociocultural como arguyen sus enemigos. La diferencia esencial radica en que, para el colectivismo, tal entorno es determinante, en tanto que para el individualismo es sólo influyente, puesto que el hombre tiene la facultad del libre albedrío.
Existe, finalmente, una tercera crítica eficazmente divulgada contra el individualismo consistente en sostener que éste caracteriza al hombre como un simple egoísta y termina promoviendo el egoísmo más vil y destructivo. Lo que el individualismo debería decir, empero, es algo muy diferente: todo individuo tiene intereses y deseos personales vinculados a sus proyectos de vida particulares que, siempre que no dañen derechos ajenos, deberían respetarse sin objeción. Tal es el argumento individualista. Ocurre que para explicar esto, los grandes autores liberales del siglo XVIII e incluso algunos del siglo XX (como es el caso de la filósofa y novelista Ayn Rand) utilizaron el vocablo “egoísmo”. Esto brindó la posibilidad a la intelectualidad anti-individuo de asociar falazmente este interés personal con una motivación egoísta en el sentido de interés exclusivo por uno mismo, lo cual es una cosa totalmente distinta.
El interés personal, en términos simples, tiene que ver con aquella estructura interna de preferencias que se va formando y reformando a lo largo de la vida de todo individuo en la cual se define una multiplicidad de cuestiones que para esa persona concreta son de valor y que por tanto motivan sus acciones. Claro que el concepto de valor no refiere únicamente al orden material, sino también al espiritual o intangible. Así como una estructura de valores podría incluir “comprar un automóvil”, también suele incluir “proteger a mi familia”, “alabar a mi dios”, “gozar de la amistad”, o más genéricamente “ayudar a mi prójimo”. Muy distinto a esto resulta la falsa idea de interés exclusivo por uno mismo, que limita la antedicha estructura a valores exclusivamente de orden material en un individuo aislado por completo del mundo social; algo en lo que, como vimos, un individualismo bien comprendido jamás podría creer.
Pero es evidente que el individualismo que postula al hombre como fin y no como medio, no promueve egoísmo en este último sentido. Lo único que promueve es respeto absoluto frente a cualquier estructura de valores siempre que ésta no implique acciones que pudieran dañar los derechos de los demás.[5] Simplemente entiende que debe dejarse a los hombres perseguir sus proyectos de vida como mejor lo consideren, evitando prescribir coactivamente “modos de vivir” o “fines colectivos”.
¿Cómo resumir entonces, en breves palabras, el verdadero significado ético del individualismo? Estimo que éste está constituido por una serie de ideas morales cuya preocupación está puesta sobre cada hombre en particular como ya se dijo. La ética individualista coloca a todos estos hombres en una disposición perfectamente horizontal en términos de dignidad, aunque no por ello deja de ser consciente de la infinita heterogeneidad que resulta del ejercicio de la libertad. Así pues, advierte que lo único que tienen de igual estos individuos es su condición de fin en sí mismo, y que en todo lo demás (valores, gustos, habilidades, actitudes, intereses, etc.) no existen dos individuos idénticos. El individualismo es, por consiguiente, la idea del respeto recíproco como principio deseable de toda sociedad.[6] Se trata de la idea de que la realidad es demasiado compleja como para que determinados individuos se arroguen el derecho de manejar la vida de los demás a su antojo: se trata, por todo ello, de un ideal de humildad y tolerancia ante todo.
La llamada “sociedad abierta”, o más concretamente el Estado liberal de derecho, es el corolario político de esta serie de ideas morales. Podría decirse que el individualismo es a lo moral lo que el liberalismo es a lo político. La visión que tiene el liberalismo en el terreno de la filosofía política de un Estado mínimo protector de derechos individuales, deviene precisamente de una visión moral individualista previa.[7]
Individuo y sociedad
¿Qué entiende entonces el individualismo por “sociedad”? Pues que se trata de una abstracción que refiere a un determinado número de individuos, una compleja red que entrecruza las voluntades, relaciones e interacciones de esos individuos, y el significado intersubjetivo que éstos mismos le conceden a sus acciones. Ni más ni menos que eso. El concepto de “sociedad”, de esta forma, no carece de importancia para el individualismo en tanto que concepto analítico. Lo que éste rechaza es la idea de sociedad como concepto moral.
Para el individualismo la sociedad no tiene fines, no piensa, no siente, no actúa ni elige. Son los propios individuos de carne y hueso los que definen propósitos, piensan, sienten, actúan y eligen. Y son precisamente éstos los que tienen la capacidad de crear conceptos como el de “sociedad”, cuya existencia sería imposible sin la previa existencia del individuo.
A los efectos de ilustrar lo anterior, piense en una civilización cuyos miembros, por alguna catástrofe natural, mueren de repente. ¿No muere junto a ellos la sociedad? Ahora piense que, inmediatamente después de estas muertes, un grupo de personas sin contacto social previo es depositado en ese mismo sitio donde habitaban todos los hombres muertos: ¿Acaso estos nuevos habitantes serán dotados por “la sociedad” de los patrones culturales y los significados compartidos de los fallecidos? La respuesta es claramente negativa, toda vez que el intercambio cultural no lo hace la “entidad” sociedad, sino los propios individuos, como emisores y receptores de cultura.
En este orden de ideas, el individualismo concibe al individuo −y no a la sociedad− como productor, reproductor y modificador de cultura. Los factores socioculturales, consecuentemente, no resultan determinantes como el colectivismo los propone, sino simplemente influyentes. El libre albedrío hace que esto sea así. Basta con mencionar que las normas culturales no vienen dadas automáticamente sino que deben ser aprehendidas por interacciones e incluso pueden ser rechazadas, lo que reafirma el papel activo del individuo en su entorno sociocultural. Téngase en consideración la proliferación de subculturas e incluso de contraculturas. ¿No es esto una reafirmación del libre albedrío del individuo? ¿No son éstas pruebas contra los argumentos deterministas del colectivismo?
Por todo esto, es claro que el individualismo acuerda con la idea de que el individuo es influenciado por su medio sociocultural, pero entiende que esta influencia no es otra cosa que el producto de las interacciones que acontecen entre los propios individuos. Después de todo, sin individuos no hay interacción, y sin interacción no hay cultura ni sociedad.
La colectivización de las consciencias
Dicho todo lo anterior, resulta claro que concederle a la sociedad existencia separada y superior al individuo significa, en la práctica, concederles a determinados individuos −aquellos que se adjudicarán para sí la voz de esta entidad supuestamente rectora y casi fantasmagórica− un estatus superior al del resto de los individuos. Es por ello que el colectivismo es, por definición, una doctrina de dominación.
Colectivizar la consciencia del hombre implica, a la postre, enseñarle a éste que la sociedad es una entidad metafísica distinta y superior, a la cual se debe por completo; que él es una insignificante parte de ese todo mayor, al modo de una pieza de engranaje que en cualquier momento puede ser descartada. El hombre entenderá que “la sociedad quiere”, “la sociedad exige”, “el bien de la sociedad es…”, perdiendo de vista no sólo su propia individualidad, sino la individualidad misma de sus pares. El hombre estará desconcertado, sentirá que “sociedad” es todos menos él, pero no advertirá que en realidad es ninguno excepto aquellos que se apoderaron discursivamente de su representación. Tal es el síntoma de una consciencia colectivizada.
Semejante manipulación no podría realizarse sin antes reconfigurar el sistema moral, enseñándole a ese mismo hombre que el interés personal es malvado; que la realización moral nada tiene que ver con sus deseos y aspiraciones personales; que para ser moral necesariamente debe salir perdiendo en beneficio de otros (o más concretamente, en beneficio de la sociedad). La separación de lo moral y lo práctico colocará al hombre en una mortífera disyuntiva, tal como sostuvo Ayn Rand en su ética objetivista: ¿Se elige ser moral o se elige ser racional? De esto sólo puede devenir la pérdida de la independencia y la autonomía, condición necesaria para destruir la individualidad del hombre.
Irónicamente, esta reconfiguración moral no es sino un retraimiento a sistemas éticos arcaicos que caracterizaron los tiempos de la premodernidad, cuando el grupo o la tribu necesariamente prevalecía por sobre los individuos, fusionando a éstos en la entidad supraindividual, como ocurre en las comunidades de hormigas, termitas o abejas. Estas concepciones instintivas se volvieron sistemáticas, reflexivas y conscientes en el desarrollo de la filosofía griega clásica. Y no es casualidad que esta forma de pensar condujera a Platón, por ejemplo, a realizar el primer esbozo de una sociedad totalitaria en La República. Tampoco es casualidad que Sócrates, defensor de la autonomía individual, terminó siendo condenado a muerte por sus ideas. Imbuido del código moral colectivista que dominaba la polis, sin embargo, el filósofo prefirió morir antes que rebelarse o escapar. Y es que la expresión política de la moralidad colectivista es, en última instancia, el totalitarismo.
El individualismo, por el contrario, fue un signo característico de la modernidad, que liberó a las partes de la opresión del todo.[8] La idea de derechos individuales, el mayor logro ético de la civilización, jamás hubiera podido ver la luz sin el desarrollo de una previa concepción del individuo como entidad central, relevante, y carente de respeto como fin en sí mismo. Desde entonces, el retroceso de estos derechos básicos es proporcional al avance filosófico del holismo colectivista. Los totalitarismos del siglo XX, de hecho, fueron una consecuencia de la contraofensiva de la intelectualidad anti-individualista del siglo XIX.[9]
Extinguidos los totalitarismos del siglo XX, y particularmente tras la implosión comunista, el “fin de la historia” de Francis Fukuyama vino a resumir las creencias y expectativas que caracterizaron el cierre del siglo pasado. Se pensó, en concreto, que el triunfo de la libertad individualista por sobre la opresión colectivista era un punto de no retorno. El “fin de la historia” era de libertad y democracia; no de servidumbre y dictadura. Pero analizar por un instante el giro que han tomado las cosas nuevamente, y advertir el poder que están recobrando las distintas versiones del colectivismo bajo la forma política del populismo y del llamado “Socialismo del Siglo XXI”, nos debería enseñar que la historia no se mueve por sí sola hacia un fin determinado y preestablecido, sino que los hombres la hacen y, por tanto, está sujeta a lo contingente e impredecible.
Resulta evidente que la dominación colectivista que hasta fines del siglo pasado se intentaba instalar políticamente con arreglo a la violencia revolucionaria, hoy ha tomado una forma mucho más sutil. Así pues, si lo que antes se intentaba era la destrucción física o el sometimiento coactivo del individuo, lo que ahora se intenta es la destrucción moral y el consiguiente sometimiento inadvertido. Si lo que antes se conseguía era colocar cadenas al hombre, lo que hoy se consigue es que el hombre mismo pida al Estado que se las coloque. Antonio Gramsci fue, en este sentido, un adelantado para su tiempo, pues comprendió que el triunfo del colectivismo vendría de la mano de una modificación del orden cultural y educativo, es decir, moral. El poder ya no brotaría más de la boca del fusil como enseñaba Mao Tse Tung, sino de una alteración embozada y prolongada de la moralidad. Esa alteración es la que aquí hemos denominado como “colectivización de la consciencia”: un retraimiento ético a épocas pasadas del hombre, cuyo sistema moral está haciéndose nuevamente hegemónico en el mundo en general, y en América Latina en particular.
Comentario final
Ante el renacer, especialmente en América Latina, de proyectos políticos fundados en la idea colectivista de la primacía grupal en la que el individuo deviene en medio del todo supraindividual, urge volver a reconocer en el hombre un fin en sí. La relación entre moral y política es recíproca: la una determina a la otra, y la otra determina a su vez a la una. Es por ello que en vano será todo intento de reforma política liberal tendiente a rescatar la importancia de las libertades individuales, si no es acompañado de una reforma moral individualista que siente las bases filosóficas del respeto irrestricto por cada hombre en particular.
Esta reforma moral empieza por desarticular los argumentos con los que el colectivismo ha engañado hasta el momento prácticamente sin resistencia. Aquí hemos intentado brindar respuestas a algunos de esos embustes, procurando rescatar lo que verdaderamente subyace a una visión individualista. La labor, no obstante, es ardua, pero es menester realizarla, toda vez que la lucha por la libertad, en los tiempos que corren, es antes cultural que política.
Aquellos que creemos en la libertad como valor central tanto para el hombre en particular como para la organización social en general, adormecidos por un “fin de la historia” que no fue, debemos despertar de ese sueño profundo e iniciar una contraofensiva filosófica, moral y cultural.
El hombre, como tal, no puede ser colectivizado. Que cada hombre es único e irrepetible, es una realidad que no ha podido ser transformada siquiera por los regímenes más totalitarios de la historia humana que pretendieron hacer del ser humano un “producto en serie”. De ser así, aquellos nunca hubieran caído. Sólo una ilusión, un embuste bien diseminado, una perversa manipulación retórica, pueden colectivizar apenas la consciencia del hombre, llevándolo a aceptar irreflexivamente su propia dominación, algo que está ocurriendo particularmente en nuestra región. La libertad, después de todo, puede ser vulnerada de muchas formas, pero todas tienen un punto de arranque común: el desconocimiento de la individualidad del hombre.
Notas:
[1] Hayek diferencia el “verdadero” individualismo del “falso” individualismo racionalista y constructivista. Ver Hayek, Friedrich. Individualismo: verdadero y falso. Buenos Aires, Centro de Estudios Sobre la Libertad, 1968.
[2] Nos referimos y referiremos al individualismo en términos morales y no metodológicos (“individualismo metodológico”).[3] “Los derechos de los demás determinan las restricciones de nuestras acciones”. Nozick, Robert. Anarquía, Estado y utopía, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 41.
[4] El vocablo “colectivismo” suele ser utilizado corrientemente para designar regímenes políticos y económicos. Aquí lo utilizamos para designar, además, sistemas morales que, como se dijo, anteponen el grupo a la persona concreta.
[5] “Una parte del concepto que nos merece la personalidad individual consiste en el reconocimiento de que cada ser humano tiene su propia escala de valores que debemos respetar aun cuando no la aprobemos. […] no nos sentimos con títulos para impedirle la prosecución de fines que desaprobamos, a condición de que dicha persona no infrinja la esfera igualmente protegida del resto de la gente”. Hayek, Friedrich. Los fundamentos de la libertad. Madrid, Unión Editorial, 2008, p. 114.
[6] “[El individualismo] considera las convenciones no compulsivas de relación social como factores esenciales para resguardar el funcionamiento pacífico de la sociedad humana”. Hayek, Friedrich. Individualismo: verdadero y falso. Buenos Aires, Centro de Estudios Sobre la Libertad, 1968. p. 54
[7] “La filosofía moral establece el trasfondo y los límites de la filosofía política. Lo que las personas pueden y no pueden hacerse unas a otras limita lo que pueden hacer mediante el aparato del Estado o lo que pueden hacer para establecer dicho aparato”. Nozick, Robert. Anarquía, Estado y utopía, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 19.
[8] El individualismo filosófico embrionario se puede advertir, no obstante, en el siglo IV a.C. con los cínicos, y tuvo su desarrollo con los epicúreos y los estoicos, todos ellos despreciados por la filosofía hegemónica holista de entonces.
[9] El holismo colectivista renació en el pensamiento contrario a la Ilustración y a las llamadas revoluciones burguesas.
(*) Es autor del libro Los Mitos Setentistas, y director del Centro de Estudios LIBRE.
agustin_laje@hotmail.com | www.agustinlaje.com.ar | @agustinlaje
La Prensa Popular | Edición 198 | Viernes 10 de abril de 2013
Nota: el subrayado en negrita fue realizado por la dirección del blog.
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