por Lic. Gerardo Medina
En memoria de nuestro querido Amigo y Maestro Gerardo Medina,
al cumplirse el primer mes de su partida a la Patria Celestial.
Introducción
Uno de los grandes polos de atracción que comparten la filosofía y la teología es el tema del fin último del hombre. ¿Qué buscamos en todo cuanto hacemos? ¿A dónde va a parar todo el trajín de nuestra vida? ¿Es la vida una sumatoria de momentos sin unidad, sin hilación, sin destino? ¿Qué hay tras el horizonte de la muerte? ¿Desaparición, reencarnación, panteísmo, eterno retorno, encuentro con Dios? ¿Fatalismo, libertad, Salvación? Desfilan las múltiples respuestas. Todas tienden a lo mismo, pero son a la vez diversas.
El teólogo contempla en la Revelación la promesa de un Reino de los Cielos, preparado desde siempre por Dios para morada eterna del hombre junto a Él, en la Luz infinita de su Rostro, en la unión del amor inconmensurable y definitivo. Esta promesa recibe en Cristo su plenitud: ese fin es el término de un camino de salvación al que el hombre debe acogerse por la Fe en Jesucristo y una vida fundada sobre el don de la Gracia y el ejercicio de las virtudes cristianas. En el horizonte está el misterio de la Santísima Trinidad a quien se unirá el hombre por medio de Cristo.
Por otro lado es cierto también que los filósofos se han orientado a lo absoluto como fin del hombre. Algunos terminan negando la posibilidad de alcanzarlo; otros lo consideran una empresa posible (aún los que proclaman una reabsorción panteísta). No cabe duda de que algunos de ellos están viendo el fin del hombre como una unión con Dios que supera todo lo que aquí conocemos y que es muy deseable, como un llamado inevitable del fondo espiritual humano.
En Santo Tomás, la síntesis entre el dato revelado y la metafísica es permanente y sumamente fecunda. Se trata de una especulación sintética en la que es menester advertir distinciones sin perder la unidad de perspectiva. En esta síntesis la teología toma de la filosofía términos y conceptos elaborados con lo mejor del intelecto humano al tiempo que la obliga a perfeccionarse y le sugiere el misterio como atmósfera fecunda del filosofar.
Situamos el estudio del fin último del hombre en esta perspectiva doble y única a la vez.
El fin último del hombre consiste en “la visión de la divina esencia”1 pues como dice el Señor a su Padre “Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado Jesucristo” (Jn. 17, 3).
La razón de que sea este el fin último del hombre es que el intelecto busca naturalmente la esencia de los seres y descansa sólo al hallarla. La apertura universal del intelecto lo lleva hasta lo último, esto es, Dios. No habrá entonces descanso último hasta llegar al conocimiento de la esencia divina, pues el intelecto creado no se llena con ninguna esencia creada. El término visión significará sin intermediarios, ni cosas, ni especies inteligibles.
Pero por otro lado es cierto que ninguna inteligencia creada puede conocer propiamente la esencia divina, ni siquiera por especies infusas como conocen los ángeles2.
El conocimiento propio es por lo propio de lo conocido, cuando la forma del ser conocido se imprime en el cognoscente y lo asimila y el juicio afirma que es tal como es. Para ello se requiere que el cognoscente tenga cierta proporción ontológica respecto a lo conocido como ocurre al hombre respecto al cosmos. No podemos en cambio conocer de ese modo lo que nos supera ontológicamente. Sólo podemos elevarnos hasta esta región del ser por la analogía y la via de remoción y eminencia, entendiendo por lo propio del mundo, de manera impropia, como cierta semejanza distante las naturalezas superiores a la humana. Así conocemos a los ángeles cuya existencia sabemos por revelación y cuya naturaleza conocemos por analogía con el espíritu humano. Así conocemos a Dios, menos propiamente por la distancia infinita entre su ser y el nuestro.
Análogamente sucede a la naturaleza angélica con respecto a Dios. Si bien el ángel conoce a Dios de un modo más universal e intensivo que nosotros, sigue siendo el suyo un conocimiento compuesto, a una distancia infinita del creador.
Una especie cognoscitiva, por superior que sea pondrá siempre una composición en la recepción de lo conocido, pues el conocimiento es la recepción de la forma del ser conocido y se recibe al modo de recipiente... y todo lo creado es compuesto, al menos de forma y esse (como los ángeles). Dios en cambio es absolutamente simple en su Ser. El ipsum esse subsistens. Habita una luz inaccesible. Tomás lo dice expresamente: “ver a Dios en su esencia excede no sólo la natura humana mas la de toda creatura”3.
Las fórmulas de Tomás, leídas en forma aislada unas de otras podrían despistarnos a quienes recaemos en el gusto de distinguir permanentemente lo natural de lo sobrenatural. Pero Tomás se mueve en una sola atmósfera, que es formalmente teológica. Desde allí incorpora en dosis adecuadas las consideraciones filosóficas. Debemos trasladarnos a su ámbito para entenderlo y entonces disipar hasta donde ahora es posible nuestra confusión.
Sinteticemos hasta aquí nuestro contexto: unión con Dios por visión cara a cara. Hacia allí tiende naturalmente todo intelecto pues no se llena con nada de lo creado; pero no puede alcanzar ese fin por las fuerzas naturales porque Dios es absolutamente simple y toda creatura es compuesta, no puede recibirlo tal como es. Más todavía, la creatura intelectual no se llena ni siquiera con el conocimiento de Dios que está al alcance de su naturaleza (por el intelecto agente en los hombres, por el conocimiento infuso en los ángeles). Conocer a Dios a través de las cosas del mundo, único modo de conocerlo con la razón en esta vida natural, no puede constituir para el hombre su último descanso.
La creatura buscando naturalmente a Dios. La intimidad de Dios siendo siempre inaccesible para cualquiera. ¿No cabría una especie de despropósito, que podría fundar un pesimismo? ¿No cabría también pensar en un débito a la naturaleza? ¿Dios habría creado una naturaleza incompleta, sin los medios para lograr su perfección? ¿Buscamos a Dios por naturaleza pero sólo lo logramos por la fuerza de la Gracia?
La cuestión que aquí nos proponemos se ciñe a iluminar el tema de la gratuidad de la tendencia al fin último sobrenatural o dicho de otro modo, la sobrenaturalidad de esa tendencia.
Tomaremos como fuente principal el tratado sobre el fin último y la felicidad humana, puesto por Santo Tomás para comenzar el estudio de la moral en la I-II de la Suma Teológica, si bien haremos también uso de algunos textos paralelos y complementarios.
Seguiremos este orden: en primer lugar hay que considerar a Dios como fin último de todas las cosas; luego distinguir el modo propio de la creatura intelectual; luego hay que discernir los grados en que se puede participar de esta beatitud; y, finalmente, advertir los modos de la tendencia al fin en el hombre en los distintos grados.
Dios es Fin Último de todas las cosas
Podemos considerar a Dios como fin último de todo en primer lugar desde el acto creador.
En toda acción el agente busca comunicar su forma al paciente. Los agentes naturales imprimen en su acto la forma propia y de ese modo asimilan al paciente. Hay toda una gama de modalidades por la que esto se verifica (el fuego calienta y asimila así el objeto calentado a su propia forma, el artista imprime algo de su ser en la obra de arte, etc).
Sin embargo las formas de los seres naturales no tienen razón de fin último pues son formas recibidas. Más bien se trata sólo de la comunicación de una forma por transmisión. El fin del paciente no para en el agente como arquetipo último.
Pero Dios es agente primero, esto es, creador; y su acto comunica su propia perfección a la creatura (en alguna medida, claro), de modo que la forma de lo creado tiene como arquetipo propio y último el ser divino.
La intención última del acto creador no puede ser otra que comunicar la perfección de Dios a las creaturas. Dios no tiene otro fin último en el acto creador que su propio ser.
De ahí que se diga que el ser, el movimiento y la felicidad de las creaturas está subordinada ontológicamente a la glorificación de Dios. Comunicar la perfección de Dios a las creaturas según medida para que estas glorifiquen a Dios. Las acciones de las creaturas terminan en esa dirección.
Podemos en segundo lugar considerar a la creatura desde sus tendencias y perfeccionamientos. Respecto de esto nos dice Tomás: “todos los seres apetecen a Dios como su fin en el hecho de aspirar a un bien cualquiera, ya sea por el apetito inteligible, ya por el apetito sensitivo, ya por el apetito natural, desprovisto de conocimiento, porque nada tiene razón de bueno y apetecible sino en cuanto participa de la semejanza de Dios”4.
La razón de esto es metafísica: todo apetito es del bien y el bien es lo perfecto, lo perfecto es el acto y el acto se dice máximamente en las cosas de su ser (esse).
Pero la bondad de las creaturas es una bondad participada. La tendencia y el movimiento de las creaturas para necesariamente en un máximo.
Ahora bien: la tendencia no se detiene por el contenido del acto (que en el orden del ser es siempre parcial y por lo tanto no reviste carácter de terminación) sino por la medida subjetiva, que agota su capacidad de recibir. Sólo por eso apetecen según medida.
El acto se dice máximo en el orden del ser porque el sujeto que apetece ya no puede recibir más quedando colmado. La esencia de las cosas es una medida de participación en el ser.
La cosa resultaría plenamente apetecida si se tuviese la capacidad de recibirla en plenitud, ya que el apetito busca el ser mismo de la cosa.
Por eso la semejanza se busca siempre por el arquetipo, aunque al sujeto le resulte imposible alcanzarlo efectivamente y pare en la semejanza.
La tendencia al acto tiene la medida de la potencia, no del acto.
Toda bondad, toda belleza es apetecida por ser belleza y bondad no por ser tal o cual belleza. De ahí que elijamos naturalmente lo que es más bello y bueno en cuanto lo percibimos. En este sentido puede su único fin último.
En este sentido puede decirse sin escándalo que la naturaleza de todas las cosas, aún de las ínfimas, tiende a Dios como su único fin último. Y la natura intelectual también tiende de este modo pues es una semejanza divina, pero además lo busca de otro modo, como beatitud. Veamos de qué se trata.
El fin último de la creatura intelectual
“Según Aristóteles el fin último es doble [...] la cosa en que asienta la razón de bien y el uso o logro de esa cosa [...] en cuanto a la cosa, en este sentido el último fin del hombre lo es igualmente de todo lo demás [...] pero [...] mirando la consecución del fin en el último fin del hombre no tienen participación las criaturas no racionales. Porque el hombre y las demás criaturas intelectuales logran su último fin conociendo y amando a Dios; lo cual no compete a las demás criaturas, que alcanzan su fin último en la participación de cierta semejanza de Dios, según que existen o viven o también conocen”5.
En este texto hay que destacar los siguientes pasos: la cosa en que asienta la razón de bien es el objeto que atrae en virtud de ser percibido como bueno, es decir, por la conveniencia que manifiesta con la naturaleza del sujeto. Algo es bueno porque es motivo de perfección para algún sujeto, lo adecuado, lo que realiza, lo que actualiza convenientemente. De nuevo aquí hay que distinguir: que perfecciona significa que hace pasar al acto y el acto es en sentido más propio el ser (esse) pero cada ente del universo tiene un grado. Las cosas resultan buenas por lo que tienen de ser y porque el ser que tienen resulta adecuado a la forma del que apetece. Adecuado significa a la medida, conforme, que está al alcance, tiene proporción y lo llena. Aunque el ser mismo de la cosa sobrepase la capacidad del sujeto, le está en algún modo al alcance y le satisface.
En cuanto al uso de la cosa, que menciona Santo Tomás citando a Aristóteles, se trata justamente de la posesión subjetiva de la misma. Es el acto que objetiva al sujeto, le hace uno con él. Poseer algo es unirlo a uno mismo, pues el apetito tiende de suyo al ser de las cosas y no descansa hasta su posesión.
¿Cómo pueden unirse las cosas? En el mundo corpóreo las cosas se unen de tres modos fundamentales:
Yuxtaposición
Mixión
Asimilación
La primera no da lugar a una verdadera unión pues se trata de poner algo al lado de otro, sin que haya cambio de identidad en ninguno de ellos. Los seres que subsisten siguen siendo dos, o más.
La segunda da como resultado un ser nuevo, con nueva identidad, por lo que no interesa como modo de poseer ya que la posesión debe verificarse sin pérdida de la identidad del sujeto que posee, de lo contrario es más bien poseído, asumido en la nueva sustancia.
El tercer caso es una verdadera posesión (ejemplo, la alimentación) pero de ello resulta la desaparición de la identidad formal del objeto (el alimento).
Estas vías son puestas por Santo Tomás para mostrar que en el conocimiento no se da ninguna de ellas propiamente hablando y por lo tanto el proceso cognoscitivo, por lo que tiene de más propio es inmaterial y se funda en la inmaterialidad de la recepción de una forma sin pérdida de la propia identidad. Hay asimilación pero no al modo corpóreo.
El conocimiento realmente posee, uniéndose íntimamente con lo conocido, de un modo espiritual, por asimilación del sujeto a la forma del objeto de modo que la forma de lo conocido pasa (espiritualmente, como forma y no como individuo) al cognoscente. Es asumida en la individualidad del sujeto. A veces sucede que a causa de la costumbre de imaginar, consideramos los procesos al modo corpóreo, en que los individuos están sujetos a generación y corrupción al interrelacionarse. Pero en el espíritu esto no se verifica así.
El apetito no posee propiamente sino que más bien tiende a la unión del sujeto con el objeto, con su mismo ser, como dijimos. Y en esa misma unión se aquieta, goza, disfruta de la perfección alcanzada, del acto.
Volvamos ahora al texto: las creaturas intelectuales pueden conocer y amar a Dios por la inteligencia y la voluntad. De este modo lo apetecen como verdad y bien absoluto. Pero el modo de poseer a Dios (aunque lo más correcto es decir "son poseídos" por Dios) es intelectual. Ello no significa que la voluntad no entra en esto, sería un disparate. No se alcanza a Dios sino por el amor. Pero es el amor el que impulsa a unírsele por la contemplación y así toda la vida práctica, bajo el impulso del amor a Dios se ordena a la unión intelectual que redunda en la felicidad completa del hombre.
¿Pero cuánto significa esto? ¿Hay algún límite en la unión?
A nuestro juicio, en el texto de Santo Tomás que acabamos de citar, la expresión “el hombre y las demás criaturas intelectuales logran su último fin conociendo y amando a Dios” está tomando el logro de la beatitud en general, sin considerar la distinción “naturaleza-Gracia”. ¿Cómo entender si no que al preguntarse si puede el hombre alcanzar ese fin último responda que sí?6. Se trata de dar fundamento metafísico a la idea agustiniana de que el hombre es capaz de Dios, por la universalidad de la inteligencia y de la voluntad.
En efecto, la beatitud es “el acto más perfecto de la potencia más perfecta sobre el objeto más perfecto”. La felicidad humana no puede ser sino la perfección de su naturaleza, el despliegue máximo de sus potencialidades. Pero la forma final de la perfección debe provenir de perfeccionar la potencia más noble, más elevada y universal, cuya plenitud redundará en la totalidad del hombre, a causa de la unidad sustancial.
La potencia más perfecta en el hombre es la inteligencia porque por ella el hombre aprehende el ser de las cosas y su alcance es universal. Por ella el hombre puede llegar a adquirir espiritualmente todo el universo. Esta ha de ser la potencia cuya plenitud redunde en la felicidad de todas las partes del hombre.
Entre los actos intelectuales los más perfectos son del orden especulativo, pues por ellos el hombre accede a las realidades superiores, trasciende el mundo y llega hasta Dios mismo. Los actos de la inteligencia práctica en cambio están dirigidos a rectificar el obrar y el hacer, que no versan directamente sobre el fin último sino sobre los medios para alcanzarlo, sea ordenando las facultades humanas para actuar ordenadamente hacia el fin sea dando forma a las cosas del mundo al servicio del hombre y su plenitud.
Finalmente, el objeto más perfecto de la potencia intelectual es Dios mismo, el ser absoluto pues la inteligencia tiene universalidad para alcanzar el ser y Dios es lo máximo en el Ser.
La beatitud entonces es un acto que une el alma intelectual al bien supremo. La voluntad ama el fin, cuando la inteligencia se lo presenta y debe dirigir al fin todos los actos de la vida humana, hasta quedar adherida al fin por la unión operada en la inteligencia entre el ser divino y el alma humana. Dios asimila al hombre en la contemplación por vía intelectual. Tal es el fin que persiguen por ejemplo los hombres dados a la contemplación metafísica.
El conocimiento es un modo de unión íntima entre la cosa conocida y el sujeto cognoscente. Los apetitos sensitivos y la voluntad no pueden poseer propiamente sino sólo apetecer, tender y el único modo que tienen los apetitos de unirse a su objeto es a través del conocimiento. Ocurre en el nivel del conocimiento sensible por el disfrute de lo que es agradable, ocurre en el nivel intelectual por la incorporación de la forma conocida en el sujeto cognoscente. De ese modo, el apetito tiende a unir la cosa presentada como buena por el conocimiento al sujeto, pero la unión se opera propiamente en el conocimiento (dejamos ahora la consideración de los otros modos de unión por asimilación a la propia forma del sujeto en lo vegetativo, como se da en la nutrición, por ejemplo).
Inteligencia y voluntad tienden naturalmente al ser en toda su amplitud. Pero naturalmente dicen solo una apertura infinita. Son infinitas en potencia (como el número). No podrían nunca agotar la infinitud de Dios en acto. Hasta dónde llega la capacidad, en tensión hacia el fin y en eficacia para alcanzarlo, es una cuestión que debe contemplar el límite de las naturalezas intelectuales.
Todo intelecto creado tiende a conocer a Dios y de hecho tiene fuerzas naturales para alcanzarlo, en la medida de su forma esencial.
Ahora bien, todo lo que alcance a conocer a Dios no agotará sus posibilidades simpliciter pues la apertura infinita la capacita para ser elevada a una participación mayor de la beatitud. La que Dios quiera prodigarle, salvo, claro, el conocimiento que sólo Dios tiene de sí, abarcativo y exhaustivo de su naturaleza divina.
La Beatitud y sus grados
Retomemos sintéticamente lo que se dijo hasta aquí: hay dos modos de ser Dios fin último de las creaturas: participando una semejanza suya a las creaturas y dando a ciertos seres la posibilidad de contemplarlo, asimilándolos por el conocimiento y el amor. Pero en el conocimiento y el amor hay que advertir cómo se despliega la analogía de los distintos grados en que la beatitud existe.
“[...] en Dios hay la beatitud por esencia [...] en los ángeles la beatitud es su última perfección según cierta operación con que se unen al bien increado y esta operación es en ellos única y sempiterna... mas en los hombres según el estado de la vida presente es la última perfección según una operación con que se unen a Dios que ni puede ser continua ni por ende única, puesto que se pluraliza por las interrupciones. De aquí el que el hombre no pueda obtener la beatitud perfecta en el estado de su vida actual. Por eso Aristóteles (Ethic. 1.1, c. 10) poniendo la beatitud en esta vida, dice que es imperfecta, concluyendo de largos discursos: digo felices pero como hombres. Dios empero nos promete la perfecta beatitud, para cuando seamos como ángeles en el cielo, según dice San Mateo 22, 30”7.
Dios es la felicidad por esencia significa que al ser en Él todo uno en su simplicidad absoluta, no hay distinción entre su ser y el fin. El ser absoluto se ama a sí mismo con amor absoluto, a causa de su bondad absoluta, que es lo mismo que decir de su absoluto ser.
Dios se conoce a sí mismo en plenitud en la simplicidad de su acto de conocer, que se identifica con su ser mismo. Lo máximamente verdadero y bueno es máximo en el ser.
No hay en él composición alguna entre el amante y el amado, entre el cognoscente y lo conocido, entre el beato y la beatitud.
Pero las creaturas intelectuales conocen a Dios según el modo de composición de la creatura, pues conocer es recibir y se recibe según la forma del recipiente.
Dios ha querido participar su beatitud en diversos grados. Esto se patentizó en la Revelación, desde la cual es posible comprender este escala analógica de beatitudes, pues antes de ella todo era confuso y lo único luminoso que asomaba era la especulación sobre Dios con las luces del intelecto agente, es decir, conocimiento a través de las cosas del mundo.
En primer lugar la escala establece por el orden de la creación distintas naturalezas intelectuales (el hombre y todos los ángeles, cada uno de estos de una especie única).
El modo del conocimiento natural es por el intelecto agente en el hombre y por especies infusas en los ángeles. En estos últimos las especies son más universales a medida que es más perfecta la especie angélica. En ambos casos se conoce a Dios con la medida de la propia capacidad receptiva.
En segundo lugar se establece el orden de la Gracia, don que eleva la naturaleza del ser espiritual y sus facultades por encima de lo que cabe esperar, no sólo de sus naturalezas sino de toda naturaleza creada, real o posible. Con la gracia, como sabemos, vienen una serie de dones que perfeccionan el operar más allá de las fuerzas naturales y lo ordenan para alcanzar la visión de Dios cara a cara, como promete la revelación al hombre.
Naturaleza, hombre, ángel, gracia, gloria eterna, Beatitud infinita de Dios. Se dibuja en la teología una escala de beatitudes que nos permite aclarar el puesto del hombre y así poder iluminar la cuestión que nos ocupa ahora.
La tendencia como habitud real y la Gracia
Hasta aquí hemos tendido el arco de comprensión de nuestro tema. Tenemos ahora que poner la mirada en el punto que cuestionamos al comienzo: la tendencia a ese fin sobrenatural, la tensión de la inteligencia y la voluntad hacia la visión de la divina esencia, que escapa a las posibilidades efectivas naturales de toda creatura. ¿Qué tiene de natural? ¿Qué proviene de principio sobrenatural?
Exponemos a continuación un texto de Santo Tomás que a nuestro juicio resulta muy esclarecedor:
“El hombre se ordena a su fin inteligible en parte por el intelecto y en parte por la voluntad. Por el intelecto en cuanto allí preexiste una noción imperfecta del fin.
Y por la voluntad ante todo por el amor, primer motus de ella hacia algo; y después por la habitud real del amante a lo amado, lo cual puede ser de tres maneras: unas veces lo amado está presente al que ama y entonces ya no lo busca; otras no le está presente y le es imposible alcanzarlo y tampoco lo busca en ese caso; otras, en fin, es posible su logro pero, elevado sobre la facultad del pretendiente de modo que no puede lograrlo desde sí mismo y esta es la disposición de lo esperante a lo esperado y la única que produce la búsqueda del fin o dilección”8.
La tendencia considerada como mera potencia dice en el caso de la creatura intelectual sólo apertura potencial a la infinitud del ser, pero nunca posible de alcanzar como infinito en acto. Dios cabe en el hombre en cierto sentido solamente, según medida. El hombre es un finito en el que cabe algo de lo infinito.
La tendencia real es el acto por el cual tiende un ser hacia otro (y el hábito que el acto genera, forma o disposición estable hacia el acto). En la creatura intelectual la tendencia es por el conocimiento del bien y el amor de la voluntad a ese bien que la inteligencia le presenta. El amor es el primer movimiento de la voluntad hacia algo.
Entre conocimiento y amor hay causalidad y proporción. El conocimiento es forma para el apetito. Se ama en tanto y en cuanto algo se conoce como bueno (el amor es un movimiento, es decir un acto imperfecto que inclina al sujeto hacia...) y todo acto de la creatura es finito.
No sólo no puede alcanzar a Dios en su esencia sino que no puede tensionarse hacia allí en acto puesto que para ello haría falta que lo considere y que lo considere posible. La noción imperfecta del fin existente en cualquier inteligencia humana es la noción genérica del ser y de su extensión infinita; del ser en cuanto bueno y de la bondad plena, como noción todavía confusa y genérica que está en todo hombre y le hace tender de ese mismo modo a la felicidad9.
Ahora bien, en primer lugar hay que notar que los hombres, aún los más doctos como los filósofos, consideraron a Dios como fin a la manera humana de modo confuso y con errores, pero nunca percibieron esta verdad de la visión beatífica.
La causa es comprensible: se nos escapa el ser mismo de Dios, ¿Cómo habríamos de comprender nuestra unión con Él? Comparando la creatura con el creador queda la imposibilidad, aniquilación o el panteísmo y ninguno tiene un fundamento auténtico. La imposibilidad, porque Dios es simplicísimo, no se compone con nada. La aniquilación, en el caso de pensar que la finitud de la creatura recibe la infinitud de Dios por modo cognoscitivo, pues lo finito no puede “hacerse” lo infinito en acto. El panteísmo, que cae en el error de componer a Dios con la creatura disolviendo ésta.
Luego, los filósofos tendieron a Dios pero como hombres, confusos, oscuros. Dios todavía concebido como algo compuesto y confuso (más bien sabemos lo que no es). Si se pretende la unión por las propias fuerzas, se pretende una unión con un dios a la medida del hombre, y esa es la tendencia común de los filósofos, de la natura humana como tal. Cabría también observar cómo esta posibilidad de felicidad ha sido afectada por el pecado. Ello hace decir a Tomás que muy pocos hombres alcanzarían esas verdades, después de mucho tiempo y con mucha mezcla de error.
Vista desde las posibilidades de la creatura la visión beatífica es imposible y no se tiende a lo que se percibe imposible.
Los filósofos buscaron o esperaron otra cosa, que no llega a ser lo que el cristianismo afirma con la visión beatífica.
La visión en el cristiano en esta vida también es inconcebible. De ahí las palabras de San Pablo: “ni ojo vio ni oído oyó ni vino a mente alguna lo que Dios ha preparado para los que le aman”. Pero el cristiano tiene noticia por la revelación y promesa. La Fe y el seguimiento de esa promesa son dones que vienen con la gracia.
La teología entonces eleva la inteligencia humana para establecer inequívocamente los términos del dato revelado. Hace comprender que no es irracional porque Dios no tiene límite en el poder de comunicación con la creatura. El límite se percibe si se recorren las posibilidades de la creatura. Sí sería irracional pensar en una unión que termine en uno solo... como el panteísmo... O pensar que es algo al alcance nuestro, lo estaríamos confundiendo con la creatura a Dios. Pero la visión no la conocemos porque desconocemos el término (Dios en su infinitud actual) y el medio (lumen gloriae). Desconocemos lo que de ello resultará: Nos dirá entones San Juan: “Queridos míos, desde ahora somos hijos de Dios, y lo que seremos no se ha manifestado todavía. Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es” [10].
Y el Señor dice: “Nadie puede venir a mí si mi Padre no lo atrae”. Por la gracia el hombre busca una beatitud que si bien no comprende todavía, tiene de ella la noticia como promesa del fin y del auxilio divino. Los actos de las virtudes teologales no se refieren a Dios como primer motor o ser supremo solamente, sino como Dios revelado, en el conjunto de los misterios que la revelación ha traído, entre ellos, la beatitud de la intimidad con El. La gracia está antes y durante la tendencia.
Esta explicación queda reforzada de modo admirable en el tratado de los ángeles. En efecto, ellos necesitan de la gracia para tender a la gloria y no sólo para alcanzarla efectivamente. Otra vez conviene volver a la simplicidad de los textos de Santo Tomás:
“la voluntad naturalmente tiende a lo que es conveniente según la naturaleza. Por lo cual si hay algo superior a la naturaleza, la voluntad no puede ser llevada a ello sino ayudada por otro principio sobrenatural [...] ninguna criatura racional puede tener moción de su voluntad en orden a aquella felicidad a no ser movida por un agente sobrenatural: y a esto llamamos auxilio de la gracia. Y por ello se debe decir que el ángel no pudo convertir su voluntad a aquella beatitud sino con el auxilio de la gracia” [11].
El misterio del fin último-último sólo se sostiene desde y en el don de la gracia que llama a la persona humana hacia él, lo instala en su ser y dinamiza al hombre para alcanzarlo. Veremos a Dios cara a cara, aunque ahora no veamos casi nada.
Notas:
[1] S. Th. I-II, 3, 8.
[2] C. G. III, cap. L.
[3] S. Th. I, 5, 5. Cfr. S. Th. I, 62, 1, c.
[4] S. Th. I, 44, 4, ad. 3.
[5] Texto de la Metafísica 1. 5, t. 22 citado por Santo Tomás en S. Th. I-II, 1, 8, c.
[6] S. Th. I-II, 5, 1.
[7] S. Th. I-II, 3, 2, ad. 4.
[8] S. Th. I-II, 4, 3, c.
[9] S. Th. I-II, 1, 7.
[10] I Jn. 3, 2 citado por el Aquinate en el sed contra de S. Th. I-II, 3, 8.
[11] S. Th. I, 62, 1, c. En el ad. 3 aclara que se toma por conversión cualquier movimiento de la voluntad hacia Dios.
Fuente: Revista «Gladius», Nº 48, Buenos Aires 2000, págs. 99-111.
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