por Carlos Daniel Lasa
En Argentina se ha vuelto a poner de manifiesto –aunque las fugaces bonanzas económicas la hayan ocultado por momentos–, una crisis a la que ya estamos bastante acostumbrados.
Ya no nos resulta extraño convivir con la violencia, con el odio, con el desprecio absoluto por el derecho del otro, con la mentira, con el engaño. Y lo más grave es que no somos capaces de reflexionar, de pensar profundamente, con el fin de determinar qué nos está pasando.
Esta ausencia de reflexión se agrava mediante la difusión, por parte de los medios de comunicación, de pobres análisis que quieren dar cuenta de la crisis argentina a partir de la variable económica. Algunos pocos comentarios llegan, con suerte, a remontarse a la instancia política. Los popes de la opinión, a través de superficiales y aburridos análisis, nublan de modo sistemático la inteligencia de los argentinos y les impiden ver con claridad la causa profunda de sus desventuras. Y tanto embotan las mentes que la mayoría se muestra incapaz de captar aquello que tiene delante suyo para descubrir la fuente de sus desventuras. En verdad, hemos dejado de ser capaces de ver-nos para advertir que la crisis tiene que ver, directamente, con nuestro modo de ser profundo, con nuestra cultura personal y social.
El gran Sócrates advertía al joven Teeteto que debía apartarse de aquellos hombres rudos que no eran capaces de reconocer como real más que aquello que pudieran agarrar con las manos. Precisamente, el argentino se ha transformado en ese hombre rudo que desconoce aquello que no ve, pero de cuya formación depende la grandeza individual y colectiva. Sólo tenemos ojos para la soja, la bolsa, el comercio, la balanza comercial, las reservas del Banco Central, el dólar.
En otro tiempo de nuestra patria, los argentinos nos ocupábamos de aquello que no se veía pero que era la base de la grandeza de una nación: el espíritu. Nos afanábamos por tener una educación de excelencia fundada en la virtud. Sabíamos, con Sócrates, que era de las almas virtuosas que surgía la bonanza espiritual y material de los individuos y de los pueblos, y no al revés. La educación, entonces, ocupaba un lugar central.
Sin embargo, hace ya bastante tiempo que, en Argentina, la educación no le interesa a nadie. Y no sólo a los gobiernos sino a las familias y hasta a los mismos docentes. Nos es suficiente con hacer un repaso de la catadura intelectual y moral de los ministros de educación, tanto de la Nación como de las provincias; con observar las paupérrimas edificaciones escolares; con advertir la ausencia alarmante de maestros hasta en las propias universidades.
El gran error ha consistido en abandonar el cuidado del alma de cada argentino para ocuparse, solamente, de la conquista de bienes materiales. Pero al olvidarnos del cultivo interior de cada uno de nosotros, la sociedad ha empezado a dar muestras de una falta de humanidad creciente. La ecuación es muy simple: si el cultivo del alma huelga y, en consecuencia, la inteligencia y la voluntad no son iniciadas en el camino de la virtud, las pasiones crecen y ocupan toda la vida del alma. Sin orientación, estas últimas se enloquecen, se desbordan y terminan apagando todo vestigio de humanidad. Las ecuaciones económicas pueden cerrar, pero la vida diaria de los argentinos va a desarrollarse dentro de un lodazal de vicios que nos convertirá en hombres pobres, tanto individual como socialmente.
La falta de cuidado del alma y el afán de posesión de bienes materiales, la conquista de un status social y de otras cosas exteriores, han conducido a los argentinos a darse una realidad acorde a sus deseos. Esta actitud del alma ha matado la verdad. Y esta operación se ha llevado a cabo, de modo casi sistemático, desde las mismas esferas gubernamentales. La pretensión de fundar la grandeza individual y de la nación entera en la mentira nos ha llevado, una y otra vez, a profundas frustraciones. La lógica praxística de los políticos ha pasado a ser la lógica del ciudadano común. ¿Qué quiero significar con el vocablo praxístico?
Para Aristóteles, la praxis es un dirigirse a través de la acción y en la acción hacia un término, hacia un fin, el cual no es externo a la acción sino que es la acción misma. El principio de esta praxis es ciertamente la voluntad, entendida como apetito, deseo; pero, claro está, que es la inteligencia la que le imprime al deseo su orientación, su dirección. El apetito exige el conocimiento previo de lo apetecido. De allí, entonces, que la inteligencia, señalando un fin situado más allá del mismo querer, impide que este último quede encerrado dentro de sí y termine queriéndose a sí mismo. Cuando se pone a la voluntad como principio, ignorando la existencia del intelecto, la praxis ya no se ordena a un fin distinto del querer sino que su fin es el mismísimo querer.
“Quiero mi propio querer”: he aquí la inmanencia radical. Precisamente a esto último denomino praxismo por cuanto la acción producida por el solo querer tiene como fin a la misma voluntad, al propio querer, al propio deseo. Cuando esta lógica domina el espacio de la política, esta última se transforma en una anti-política por cuanto toda preocupación por el bien común, por el bien de la Nación, desaparece. El praxista no tiene ojos más que para acrecentar su propio yo, identificado con su querer. En lugar de los valores fundamentales de la existencia humana, el praxista es narcisista, esencialmente a-nómico, individualista, amante exclusivo de su poder (que es uno con su voluntad), destructor de la excelencia en cuanto negador de toda jerarquía. Su único mandamiento es amar a su querer con todo su espíritu, y “amar” a todo lo demás, incluida la persona humana y la patria entera, en función de su propio querer.
La Argentina resultará inviable como Nación si no es capaz de curar su alma; para comenzar esta terapéutica deberá comenzar aceptando la existencia de la verdad. Es fundamental que cada argentino se reconcilie con la verdad. Nuestra historia nos enseña que todos los relatos que inventamos para ocultar la verdad tienen patas cortas, como dice el refrán popular, y nos conducen a la desventura. De allí la importancia fundamental de la educación familiar y escolar. Esta cuestión debiera situarse en primer lugar en la agenda de nuestros políticos y de nuestras familias. Tenemos que ocuparnos del modo de ser profundo de cada argentino ya que de ello dependerá la calidad de nuestra sociedad. Precisamente, la falta de esta conciencia va profundizando cada vez más y más la ya consuetudinaria crisis.
Hace bastante tiempo que nuestros dirigentes han dejado de considerar que la riqueza del país se encuentra en el espíritu virtuoso de sus ciudadanos. ¿Por cuánto tiempo más seguiremos siendo hombres rudos?, ¿cuándo seremos capaces de acoger aquella brillante lección de Sócrates quien, en la Apología, advertía a los atenienses que era de la virtud de un alma y de un pueblo que se sigue una vida bienaventurada, y que de no ocuparnos el mayor tiempo de la vida en ser lo mejor posible conduce a la ruina individual y colectiva?
¿Seremos capaces, en algún momento de nuestra historia, de abandonar nuestra rudeza para poder reconocer como lo más real y la fuente de toda fortuna la configuración del alma de cada argentino en la verdad y en el bien? ¿Seremos capaces, en algún momento, de convertirnos, haciendo honor a nuestro nombre, en hombres de plata o preferiremos seguir siendo de hierro?
16 de diciembre de 2013
Fuente: ¡ Fuera los Metafísicos!
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