De unos años para acá, es notable la creciente ola de violencia a gran escala que vive nuestro país, al punto que pronto podríamos vernos todos sumergidos hasta el cuello.
En este contexto la pregunta me enfrenta con dureza: ¿Creo en el ser humano?
Una de las características del hombre posmoderno es la pérdida de la esperanza. No se cree ya en los “meta-relatos”, es decir, en esas promesas que proponen la plenitud futura, más allá de la vida temporal, como lo es nuestra fe en la Resurrección.
Tampoco cree el hombre posmoderno en las instituciones, en la política, en la Iglesia. Cada quien sólo puede confiar en sí mismo. Lo que hay es el presente y cualquier promesa de trascendencia, cualquier proyecto a largo plazo es una inversión de alto riesgo.
¿Una Ética propositiva? ¿Compromisos con la sociedad? Sólo los mínimos para la sana convivencia, porque el hombre no da para más. Las guerras son el pan de cada día, la desigualdad social una constante histórica, la violencia un mal insuperable de las agrupaciones humanas.
Pero algo me dice que ese conformismo no va con la naturaleza espiritual del ser humano. Cristo anunció –y sigue anunciando– una Buena Nueva, con todo lo que implica la fuerza de ese término. Bienaventurados los comprometidos, sentenció (cfr. Mt 5, 9-11). Cristo nos invita a una vida distinta, de fe, de esperanza, de caridad.
Creer en Dios, entonces, nos lleva también a creer en el ser humano, su creación. Quien se desestima a sí mismo o al prójimo por sus incapacidades, desestima la creación de Dios. Sin caer en actitudes ingenuas, el cristiano cree en la conversión otorgada por Dios, pero preparada por medios humanos a través, por ejemplo, de la evangelización.
Una pequeña reflexión teológica
Pongamos a Cristo como modelo. Meditando su modo de actuar nos podemos percatar de lo siguiente: Dios, todo-poderoso (y todo-amoroso), bien pudo llevar a cabo la redención del género humano sin necesidad de permitir que el Hijo padeciera el tormento de la cruz, causado por la incomodidad que produjo su mensaje en los dirigentes religiosos de su época.
Jesucristo pudo haberse encarnado, muerto y resucitado, sin “gastar” sus días entre los necesitados; y a pesar de ello, prefirió dedicar buena parte de su vida a predicar ese Anuncio Feliz, ese renovado estilo de vida, más humano, más divino, fundado en su propia persona.
Jesús confió en el ser humano. De no haberlo hecho, no habría tenido sentido su predicación con obras y palabras. Y es claro que Jesucristo no actuaba sin razones.
La esperanza es una virtud teologal, es decir, es un don que sólo Dios nos puede regalar. A Él debemos pedirla. Creo en los hombres y las mujeres de nuestro tiempo. Creo que cada ser humano es capaz de asumir un modo de vida más cristiano que el que actualmente vive.
Creamos en el ser humano como Cristo lo hizo. Comprometámonos con la misión que transforma corazones, aunque debamos evangelizar con llanto en el rostro, en tiempos violentos y de dolor, para así poder recitar juntos el salmo: “Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares.” (Sal 125).
El observador de la actualidad (22/01/14)
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