Eminencia, excelencias, señoras y señores: Es ya una larga y consolidada tradición que el Papa se reúna, al comienzo de cada año, con el Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede para felicitar el año y para intercambiar algunas reflexiones, que brotan, ante todo, de su corazón de pastor, que se interesa por las alegrías y por los dolores de la humanidad.
Por eso el encuentro de hoy es motivo de gran alegría. Y me permite formular a ustedes personalmente, a sus familias, a las autoridades y a los pueblos a los que ustedes representan mis mejores deseos de un año lleno de bendiciones y de paz.
Doy las gracias, ante todo, al decano Jean-Claude Michel, quien en nombre de todos ustedes ha dado voz a las manifestaciones de afecto y de estima que unen a sus naciones con la Sede Apostólica. Me alegra volver a verlos aquí, en tan gran número, después de haberme reunido una primera vez con ustedes pocos días después de mi elección. Desde entonces han sido acreditados muchos nuevos embajadores, a los que reitero mi bienvenida, mientras que no puedo dejar de mencionar –como ha hecho también su decano–, entre cuantos nos han dejado, al difunto embajador Alejandro Valladares Lanza, durante varios años decano del Cuerpo Diplomático, y al que el Señor llamó a su presencia hace unos meses.
El año que acaba de terminar ha estado especialmente preñado de acontecimientos, no solo en la vida de la Iglesia, sino también en el ámbito de las relaciones que la Santa Sede mantiene con los Estados y las organizaciones internacionales. Recuerdo, en concreto, el establecimiento de relaciones diplomáticas con Sudán del Sur; la firma de acuerdos, básicos o específicos, con Cabo Verde, Hungría y Chad, y la ratificación del que se suscribió con Guinea Ecuatorial en 2012. También en el ámbito regional ha aumentado la presencia de la Santa Sede: tanto en la América Central, donde se ha convertido en observador extrarregional ante el Sistema de la Integración Centroamericana, como en África, con su acreditación como primer observador permanente ante la Comunidad Económica de los Estados del África Occidental.
En el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, dedicado a la fraternidad como fundamento y camino para la paz, he subrayado que «la fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia» (1); que «por vocación, debería contagiar al mundo con su amor» (2) y contribuir a que madure ese espíritu de servicio y de participación que construye la paz (3). Nos lo relata el nacimiento, en el que no vemos a la Sagrada Familia sola y aislada del mundo, sino rodeada de los pastores y de los magos, es decir como una comunidad abierta, en la que hay sitio para todos, pobres y ricos, cercanos y lejanos. Se entienden así las palabras de mi querido predecesor Benedicto XVI, quien subrayaba que «la gramática familiar es una gramática de paz» (4).
Por desgracia, esto no sucede con frecuencia, porque aumenta el número de las familias divididas y desgarradas, no solo por la frágil conciencia de pertenencia que caracteriza al mundo actual, sino también por las difíciles condiciones en las que muchas de ellas se ven obligadas a vivir, hasta el punto de faltarles los mismos medios de subsistencia. ¡Se necesitan, por lo tanto, políticas adecuadas que sostengan, favorezcan y consoliden a la familia!
Sucede, además, que los ancianos son considerados como un peso, mientras que los jóvenes no ven ante sí perspectivas seguras para su vida. Ancianos y jóvenes, por el contrario, son la esperanza de la humanidad. Los primeros aportan la sabiduría de la experiencia; los segundos nos abren al futuro, evitando que nos encerremos en nosotros mismos (5). Es sabio no marginar a los ancianos en la vida social para mantener viva la memoria de un pueblo. Análogamente, es bueno invertir en los jóvenes, con iniciativas adecuadas que les ayuden a encontrar trabajo y a fundar un hogar. ¡No hay que apagar su entusiasmo! Conservo viva en mi mente la experiencia de la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro. ¡Cuántos jóvenes contentos pude encontrar! ¡Cuánta esperanza y expectación en sus ojos y en sus oraciones! ¡Cuánta sed de vida y deseo de abrirse a los demás! La cerrazón y el aislamiento crean siempre una atmósfera asfixiante y pesada, que tarde o temprano acaba por entristecer y ahogar. Se necesita, en cambio, un compromiso común por parte de todos para favorecer una cultura del encuentro, porque solo quien es capaz de ir hacia los demás puede dar fruto, crear vínculos, generar comunión, irradiar alegría, edificar la paz.
Por si fuera necesario, confirman esto las imágenes de destrucción y de muerte que hemos tenido ante los ojos en el año recién terminado. ¡Cuánto dolor, cuánta desesperación provoca el encerramiento en uno mismo, que adquiere progresivamente el rostro de la envidia, del egoísmo, de la rivalidad, de la sed de poder y de dinero! A veces, parece que estas realidades estén destinadas a dominar. La Navidad, en cambio, infunde en nosotros, los cristianos, la certeza de que la palabra última y definitiva le corresponde al Príncipe de la Paz, que cambia «las espadas en arados y las lanzas en podaderas» (cf. Is 2, 4) y transforma el egoísmo en entrega de sí y la venganza en perdón.
Con esta confianza deseo mirar al año que nos espera. No dejo, por lo tanto, de esperar que acabe, por fin, el conflicto en Siria. El desvelo por tan querida población y el deseo de conjurar un agravamiento de la violencia me impulsaron, el pasado mes de septiembre, a convocar una jornada de ayuno y oración. Por mediación de ustedes, doy las gracias de corazón a las autoridades públicas y a las personas de buena voluntad que en sus países se asociaron a esa iniciativa. Ahora se necesita una voluntad política común y renovada para poner fin al conflicto. En esta perspectiva, confío en que la Conferencia «Ginebra 2», convocada para el próximo 22 de enero, marque el comienzo del deseado camino de pacificación. Al mismo tiempo, es imprescindible un pleno respeto del derecho humanitario. No se puede aceptar que se vea afectada la población civil inerme, sobre todo los niños. Animo, además, a todos a facilitar y a garantizar, de todas las maneras posibles, la asistencia necesaria y urgente a gran parte de la población, sin olvidar el encomiable esfuerzo de aquellos países –especialmente el Líbano y Jordania– que han acogido con generosidad en su territorio a numerosos refugiados sirios.
Sin salir del Oriente Medio, advierto con preocupación las tensiones que de diferentes formas aquejan a esa región. Me preocupa de especial manera que se prolonguen las dificultades políticas en el Líbano, donde un clima de colaboración renovada entre las diferentes instancias de la sociedad civil y las fuerzas políticas resulta más indispensable que nunca para evitar que se intensifiquen enfrentamientos que pueden socavar la estabilidad del país. Pienso también en Egipto, que necesita recobrar una concordia social, como también en Iraq, al que le cuesta llegar a la paz y a la estabilidad deseadas. Al mismo tiempo, compruebo con satisfacción los significativos avances realizados en el diálogo entre Irán y el «Grupo 5+1» sobre la cuestión nuclear.
En cualquier lugar, la vía para resolver las problemáticas que permanecen abiertas ha de ser la diplomacia del diálogo. Se trata de la vía maestra que ya indicaba con lúcida claridad el Papa Benedicto XV cuando invitaba a los responsables de las naciones europeas a hacer prevalecer «la fuerza moral del derecho» sobre la «material de las armas» para poner fin a aquella «inútil carnicería» (6) que fue la Primera Guerra Mundial, cuyo centenario se conmemora este año. Es preciso animarse «a ir más allá de la superficie conflictiva» (7) para considerar a los demás en su dignidad más profunda, para que la unidad prevalezca sobre el conflicto y sea «posible desarrollar una comunión en las diferencias» (8). En este sentido, es positivo que se hayan reanudado las negociaciones de paz entre israelíes y palestinos, y hago votos por que las partes asuman con determinación, con la ayuda de la comunidad internacional, decisiones valientes para encontrar una solución justa y duradera de un conflicto cuyo fin resulta cada vez más necesario y urgente. No deja de suscitar preocupación el éxodo de los cristianos desde el Oriente Medio y el norte de África. Ellos desean seguir formando parte del conjunto social, político y cultural de los países que han ayudado a edificar, y aspiran a contribuir al bien común de las sociedades en las que desean estar plenamente incorporados, como artífices de paz y de reconciliación.
También en otras partes de África los cristianos están llamados a dar testimonio del amor y de la misericordia de Dios. No hay que dejar nunca de hacer el bien, aun cuando resulte arduo y se sufran actos de intolerancia, por no decir de auténtica persecución. En grandes zonas de Nigeria no se detiene la violencia, y se sigue derramando mucha sangre inocente. Mi pensamiento se dirige especialmente a la República Centroafricana, cuya población sufre a causa de las tensiones por las que el país atraviesa, y que repetidamente han sembrado destrucción y muerte. Mientras aseguro mi oración por las víctimas y por los numerosos desplazados, obligados a vivir en condiciones de indigencia, espero que la implicación de la comunidad internacional contribuya al cese de la violencia, al restablecimiento del Estado de derecho y a garantizar el acceso de la ayuda humanitaria también a las zonas más remotas del país. La Iglesia católica, por su parte, seguirá asegurando su propia presencia y colaboración, esforzándose con generosidad para proporcionar toda ayuda posible a la población y, sobre todo, para reconstruir un ambiente de reconciliación y de paz entre todos los componentes de la sociedad. Reconciliación y paz son prioridades fundamentales también en otras áreas del continente africano: me refiero especialmente a Malí, donde, con todo, se registra un restablecimiento positivo de las estructuras democráticas del país, como también a Sudán del Sur, donde, por el contrario, la inestabilidad política del último período ha provocado ya muchos muertos y una nueva emergencia humanitaria.
La Santa Sede sigue con especial atención también los acontecimientos de Asia, donde la Iglesia desea compartir los gozos y las esperanzas de todos los pueblos que componen aquel amplio y noble continente. Con ocasión del quincuagésimo aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas con la República de Corea, quisiera pedirle a Dios el don de la reconciliación en aquella península, con el deseo de que, por el bien de todo el pueblo coreano, las partes interesadas no se cansen de buscar puntos de encuentro y posibles soluciones. Asia, en efecto, tiene una larga historia de convivencia pacífica entre sus diversos componentes civiles, étnicos y religiosos. Hay que alentar ese respeto recíproco, sobre todo frente a algunas señales preocupantes de su debilitamiento, particularmente ante crecientes actitudes de cerrazón que, apoyándose en motivos religiosos, tienden a privar a los cristianos de su libertad y a poner en peligro la convivencia civil. La Santa Sede contempla, en cambio, con gran esperanza las señales de apertura procedentes de países de gran tradición religiosa y cultural, con los que desea colaborar en la edificación del bien común.
La paz se ve herida, además, por cualquier negación de la dignidad humana: primera de todas, la imposibilidad de alimentarse de modo suficiente. No pueden dejarnos indiferentes los rostros de cuantos sufren el hambre, sobre todo los de los niños, cuando pensamos en cuánta comida se desperdicia cada día en muchas regiones del mundo, inmersas en la que he definido en varias ocasiones como la «cultura del desecho». Por desgracia, objeto de desecho no son solo el alimento o los bienes superfluos, sino a menudo los mismos seres humanos, que se ven «desechados» como si fueran «cosas no necesarias». Por ejemplo, causa horror el mero hecho de pensar en los niños que no podrán ver nunca la luz, víctimas del aborto, o en los que son utilizados como soldados, violados o asesinados en conflictos armados, o convertidos en objetos de mercadeo en esa terrible forma de esclavitud moderna que es la trata de seres humanos, que constituye un delito contra la humanidad.
No podemos ser insensibles al drama de las multitudes obligadas a huir por la carestía, por la violencia o por los abusos, especialmente en el Cuerno de África y en la Región de los Grandes Lagos. Muchas de esas personas viven como desplazadas o refugiadas en campos donde no se las considera ya como personas, sino como cifras anónimas. Otras, con la esperanza puesta en una vida mejor, emprenden viajes aventurados, que en no pocas ocasiones terminan trágicamente. Pienso de manera especial en los numerosos emigrantes que desde la América Latina se dirigen a los Estados Unidos, y sobre todo en los que desde África o desde el Oriente Medio buscan refugio en Europa.
Aún permanece viva en mi memoria la breve visita que realicé a Lampedusa, en julio pasado, para rezar por los numerosos náufragos del Mediterráneo. Por desgracia, cunde una indiferencia generalizada frente a semejantes tragedias; indiferencia que es una señal dramática de la pérdida de ese «sentido de la responsabilidad fraterna» (9) en el que se basa toda sociedad civil. En aquella circunstancia, sin embargo, pude comprobar también la acogida y la dedicación de tantas personas. Le deseo al pueblo italiano –al que miro con afecto, también por las raíces comunes que nos unen– que renueve su encomiable compromiso de solidaridad hacia los más débiles e indefensos y que, gracias al esfuerzo sincero y unánime de ciudadanos e instituciones, supere sus dificultades actuales, recobrando ese ambiente de creatividad social constructiva que lo ha caracterizado durante largo tiempo.
Por último, deseo mencionar otra herida a la paz, provocada por la ávida explotación de los recursos medioambientales. Si bien «la naturaleza está a nuestra disposición» (10), a menudo «no la respetamos, no la consideramos un don gratuito que tenemos que cuidar y poner al servicio de los hermanos, también de las generaciones futuras» (11). También en este caso hay que apelar a la responsabilidad de cada uno para que, con espíritu fraterno, se persigan políticas respetuosas con nuestra tierra, que es la casa de cada uno de nosotros. Recuerdo un dicho popular que dice: «Dios perdona siempre; nosotros perdonamos a veces; ¡la naturaleza –la creación–, cuando es maltratada, no perdona nunca!». Por otro lado, hemos visto con nuestros ojos los efectos devastadores de algunas catástrofes naturales recientes. En especial, deseo recordar una vez más a las numerosas víctimas y las grandes devastaciones registradas en Filipinas y en otros países del sureste asiático, provocadas por el tifón Haiyán.
Eminencia, excelencias, señoras y señores: El Papa Pablo VI afirmaba que la paz «no se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de las fuerzas. La paz se construye día a día, en la instauración de un orden querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres» (12). Este es el espíritu que anima la actividad de la Iglesia en cualquier parte del mundo, mediante los sacerdotes, los misioneros, los fieles laicos, que con gran espíritu de dedicación se prodigan, entre otras cosas, en múltiples obras de carácter educativo, sanitario y asistencial, al servicio de los pobres, de los enfermos, de los huérfanos y de todo aquel que esté necesitado de ayuda y de consuelo. Partiendo de esta «atención amante» (13), la Iglesia coopera con todas las instituciones que se interesan tanto del bien de los individuos como del bien común.
Al comienzo de este nuevo año, deseo reiterar, por lo tanto, la disponibilidad de la Santa Sede, y en particular de la Secretaría de Estado, a colaborar con sus países para favorecer esos vínculos de fraternidad que son la reverberación del amor de Dios y el fundamento de la concordia y de la paz. Que la bendición del Señor descienda copiosa sobre ustedes, sobre sus familias y sobre sus pueblos. Gracias.
NOTAS
(1) Mensaje para la XLVII Jornada Mundial de la Paz, 8-12-2013, n. 1: ECCLESIA 3.707 (2013/II), pág. 1944.
(2) Ibíd.: ECCLESIA, cit.
(3) Cf. ibíd., n. 10: ECCLESIA, cit., pág. 1949.
(4) Benedicto XVI, Mensaje para la XLI Jornada Mundial de la Paz, 8-12-2007, n. 3: ECCLESIA 3.393 (2007/II), pág. 1926.
(5) Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 108: ECCLESIA 3.704-05 (2013/II), pág. 1834.
(6) Cf. Benedicto XV, Carta a los jefes de los pueblos beligerantes (1-8-1917): AAS 9 (1917), 421-423.
(7) Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 228: ECCLESIA, cit., pág. 1853.
(8) Ibíd.: ECCLESIA, cit.
(9) Homilía en la misa celebrada en Lampedusa, 8-7-2013: ECCLESIA 3.684 (2013/II), pág. 1100.
(10) Mensaje para la XLVII Jornada Mundial de la Paz, 8-12-2013, n. 9: ECCLESIA 3.707 (2013/II), pág. 1948.
(11) Ibíd.: ECCLESIA, cit.
(12) Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio, 26-3-1967, n. 76: ECCLESIA 1.334 (1967/I), pág. 459.
(13) Exhort. ap. Evangelii gaudium, n. 199: ECCLESIA 3.704-05 (2013/II), pág. 1849.
(Original italiano procedente del archivo informático de la Santa Sede; traducción de ECCLESIA)
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