por Carlos Daniel Lasa
El término autoridad, el cual connota la significación del verbo latino augere (hacer crecer), se ha convertido en nuestros días en una palabra indecente.
Precisamente, ésta se ve vinculada con la idea de represión, haciéndola coincidir con todo aquello que se oponga a la idea de crecimiento. Su referencialidad ha sido reemplazada por la idea de sometimiento, esclavización, etc.
Resulta curioso, sin embargo, que aquellos mismos que rechazan de plano cualquier forma de autoridad se afanan por la conquista de un poder que no reconoce otro límite que el de su propio querer. Y precisamente desde este “querer el propio querer” van configurando la vida individual y colectiva.
La política, hoy, es un escenario en el que sus actores consumen su papel buscando entronizar el propio querer. La política argentina, con total claridad, nos ofrece a diario abundantes ejemplos de ello.
Nuestra finalidad, en la presente entrega, no es la de señalar el hecho precedente –el cual resulta demasiado evidente para todos nosotros–, sino la de desentrañar los motivos que condujeron a la licuación de la idea de autoridad y a la inflación de una concepción del poder que no reconoce otro límite más que su propio despliegue.
Es necesario que afirmemos, antes que nada, que las categorías filosóficas son las que determinan el discurrir de los acontecimientos históricos. Para entender el ocaso de la idea de autoridad, pues, deberíamos remontarnos al denominado Siglo de las Luces. Durante este siglo se estableció la categoría de razón crítica, es decir, aquella razón que no reconocía que nada le sea dado, que nada fuese anterior a ella misma. De este modo, la conciencia individual se fue constituyendo en el origen absoluto del conocimiento y de la acción.
Pero entonces, ¿cómo establecer juicios de valor o normas universales que se pongan por encima de la conciencia individual? Este problema, señala Lucien Goldmann, todavía no ha encontrado en nuestros días solución alguna y concluye: «… para designarlo con un término moderno diremos que se trata del problema del nihilismo»[1].
Este nihilismo se transmite hoy, de manera “académica”, en las escuelas y universidades: se les enseña a los jóvenes que deben emanciparse y que la educación es la acción que le da al hombre las técnicas de su liberación. Libertad es sinónimo de autoafirmación: yo debo querer mi propio querer, debo rechazar toda realidad objetiva que no me deje ser yo mismo.
Precisamente, de esta categoría basal del iluminismo se deriva, a nuestro juicio, la muerte misma de la idea de toda forma de autoridad. Esta última se había forjado a la luz de una filosofía que reconocía la existencia de un orden eterno independiente y previo al pensar y al querer de la conciencia individual. En consecuencia, la conciencia del hombre se encontraba ligada a una realidad invisible, eterna e inmutable.
Si no se afirma la meta-historicidad de la verdad resulta imposible fundar valores objetivos y toda forma sana de autoridad. La concepción de la metafísica del ser, de la filosofía que afirma la meta-historicidad de la verdad, hace posible que el hombre no se torne dependiente de ningún hombre.
Ahora bien, tanto la afirmación de la meta-historicidad de lo verdadero permiten que toda expresión humana no sea definitiva ya que el carácter perenne de la verdad impide que una expresión de la misma agote su contenido. Esto no significa suscribir un subjetivismo pues cada expresión de la Verdad eterna debe guardar una continuidad respecto de las expresiones verdaderas ya formuladas en la historia. Señala Del Noce al respecto: «… es la misma idéntica verdad que, en razón de su trascendencia, es asumida a través de una ascesis de conciencia que tiene necesariamente un carácter histórico: de una “perspectiva personal”»[2].
La filosofía del ser da origen a una autoridad que funda el poder. Por el contrario, la filosofía del devenir, aquella filosofía que niega el orden eterno de la verdad, provoca la absorción de la autoridad en el poder y, con ello, la aparición de los distintos totalitarismos, incluso algunos que se autodenominan democráticos. El totalitarismo no es otra cosa que la extensión máxima del poder en correlación a la negación máxima de la autoridad[3].
Una voluntad auto-referente tiene como meta su continuo acrecentamiento al margen de toda sujeción que no sea su propio querer. Y un querer absoluto que sólo se quiere a sí mismo, termina aplastando todo obstáculo que se le interponga, incluida la misma persona humana.
Además, este querer emancipado de todo fundamento objetivo y metafísico, que es como decir de toda autoridad, convierte a toda realidad en instrumento. La razón instrumental se apodera de todos los dominios de la existencia humana y termina convirtiéndola en instrumento.
Este querer despótico ha reemplazado, de modo definitivo, las categorías morales de bien y de mal por las categorías inmanentes del éxito o del fracaso del propio querer. Esta voluntad, ligada sólo a sí misma, inaugura una nueva religión en que la fe, la esperanza y la caridad encuentran, en el anético poder, el fin último del existir. Esta nueva religión tendrá como correlato necesario la existencia de una sociedad «… dentro de la cual la vida de los hombres correrá el riesgo de carecer de todo contenido espiritual; una sociedad donde la libertad estará tanto menos restringida en cuanto el número de individuos que sentirán la necesidad de ejercerla será cada vez menor, y donde la tolerancia será practicada con mucha más facilidad, pues el empobrecimiento espiritual de los hombres hará que la reflexión y las convicciones sean cada vez más escasas»[4].
Una vida sin verdad conduce a una vida sin autoridad y sin libertad. En su lugar, el afán de dominio termina haciéndose uno con el hombre: un hombre inmerso en la vorágine de la actividad pero privado de sentido y con un profundo sentimiento de aburrimiento[5] y, añadiría yo, de tristeza.
*
Notas
[1] Lucien Goldmann. La Ilustración y la sociedad actual. Caracas/Venezuela, Monte Ávila Editores, 1978, p. 40.
[2] Augusto Del Noce. «Autorità». En Rivoluzione Risorgimento Tradizione. Scritti su «L’Europa» (e altri, anche inediti). Milano, Giuffrè Editore, 1993, 521.
[3] Ibidem, 531.
[4] Lucien Goldmann, op. cit., 123.
[5] Max Horkheimer. La nostalgia del totalmente Altro. Brescia, Queriniana, 2001, 5ª edizione, 103.
Enero 31, 2014
Fuente: ¡Fuera los Metafísicos!
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