lunes, 3 de febrero de 2014

La genuina inclusión social.


Por: Alberto Medina Méndez
El vocabulario político contemporáneo ha incorporado el concepto de “inclusión social” como una auténtica demanda que recorre el planeta con diferente éxito. No lo ha hecho de un modo neutral, sino desde una apropiación ideológica claramente intencional.
La demagogia populista de este tiempo, con sus matices, intenta darle un sesgo a esa definición, un contenido que posibilite la confiscación del término, aunque su ineficacia serial e hipocresía manifiesta se están ocupando a diario de colocar las cosas en su justo lugar.
Utilizan este supuesto simpático recurso dialéctico para oponerlo como contrapunto a la exclusión. Construyen entonces un enemigo virtual y lo describen como ese sector de la sociedad que deliberadamente fomenta la existencia de marginados por estricta conveniencia.
En realidad, los que desean que eso suceda, son los mismos que esbozan ese discurso. Necesitan de los excluidos para utilizarlos como rebaño y para que masivamente los acompañen en cada turno electoral legitimando con votos sus mayorías circunstanciales.
Cuando hablan de inclusión pretenden transmitir la idea de una sociedad más integrada poniendo en funcionamiento un sinnúmero de herramientas que se sostienen sobre un gigantesco clientelismo demasiado elemental. La tarea consiste en entregar donativos, repartir favores y distribuir subsidios, aunque se esmeran en presentar estas sombrías prácticas como ayudas, auxilios o compensaciones, fortaleciendo la visión de que se trata de un derecho natural de todos, que no debe ser cuestionado.
Lo que no dicen es que la gente tiene derecho a la posibilidad de ganarse con dignidad su sustento. No necesita de canallas que le regalen nada, mucho menos si lo hacen con recursos del resto de los ciudadanos a los que previamente han saqueado, quitándoles coercitivamente una parte importante del fruto de su esfuerzo y apelando para ese deplorable objetivo a su infinito arsenal de impuestos.
No se protege a los pobres regalándoles dinero a cambio de ningún esfuerzo, ni convenciéndolos de que eso les corresponde solo porque nacieron en determinado territorio. No se defiende a un ciudadano, haciéndolo sentir inútil, alguien que sólo puede recibir limosnas porque no sirve para nada. Con ese método solo se humilla, se degrada y se condena a un ser humano a un nivel de dependencia del resto de la sociedad, que nadie merece.
Pero esa dinámica no es casual. Ha sido especialmente diseñada y no precisamente por sensibles dirigentes, sino por perversos estrategas que pretenden establecer un vínculo político con ese sector postergado de la sociedad, sometiéndolos por tiempo indefinido para cumplir con sus propias metas electorales.
Esos gobernantes no dejan nada librado al azar, necesitan de rehenes, y se ocupan de instalar la idea de que deben seguir en el poder, ya que de otro modo los excluidos no tendrán futuro. Se pasan horas perfeccionando esa cruel relación con la gente, de absoluta subordinación política.
Los que menos tienen sólo necesitan una oportunidad para desarrollarse por ellos mismos. Si los gobiernos y las sociedades pretenden realmente asistir porque entienden que esa es su obligación moral o por mera solidaridad humanitaria, lo mejor que pueden hacer es dedicarse a romper con ese círculo vicioso que no permite prosperidad y que sentencia a muchos a una atroz pobreza crónica.
Para lograr una legítima inclusión social se necesitan condiciones especiales que requieren de una férrea decisión política y una convicción a prueba de todo. Se precisan capitales en abundancia, inversiones significativas, fuentes de empleo de gran diversidad, pero sobre todo reglas de juego claras y estables con un marco jurídico capaz de proteger la propiedad privada. Abundan ejemplos en el mundo que lo demuestran de forma irrefutable, aunque algunos prefieran ignorarlo.
No se sale de la pobreza con buenas intenciones, sino con políticas alineadas con el objetivo. Los que hablan de inclusión pero recurren a la dádiva como instrumento, solo quieren esclavos electorales.
Si se pretende una sociedad más justa, repleta de oportunidades para el desarrollo de los individuos, habrá que tomarse con más seriedad el asunto y comprender que la contribución con mayúsculas consiste en permitir a los ciudadanos forjar su propio futuro, quitando las múltiples interferencias que el sistema les propone a diario y estimulándolos a construir sus sueños sin que nadie les señale permanentemente que son ineptos e inservibles.
Buena parte de la responsabilidad de este presente patético, la tiene una comunidad que por ignorancia, ingenuidad o pereza mental termina siendo extremadamente funcional a la incubación de una inaceptable servidumbre electoral. 
Por cierto, el camino que se debe recorrer es mucho más difícil que la retorcida fantasía que formula el populismo moderno. Hacer las cosas bien implica sortear un sendero plagado de escollos, sinsabores y demasiada incertidumbre, pero no existe otro modo sensato para lograr una genuina inclusión social.

Infobae.com (2/2/14)

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