El mundo moderno tiene la curiosa idea de que la fe cristiana es irracional y los cristianos creen lo que creen porque sí y, por lo tanto, pueden creer una cosa hoy y otra completamente distinta mañana. La realidad es que los cristianos inventaron la universidad y, en ella, la disputatio, que es precisamente la sana costumbre de someter las propuestas novedosas a una discusión pública, de modo que se discierna si son acordes tanto a la razón como a la fe.
En ese sentido, creo que es muy saludable que la propuesta del Cardenal Kasper de admitir a la comunión a los divorciados en una nueva unión sea sometida a una verdadera disputatio, como ya ha empezado a suceder. Diversos teólogos, cardenales e incluso el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe han comenzado a analizar la propuesta, generalmente con conclusiones fuertemente negativas. Como es lógico, se presupone la buena intención del cardenal en su propuesta, pero, como estos temas afectan a la vida de millones de católicos o, mejor dicho, de toda la Iglesia, las buenas intenciones no bastan.
He pensado que sería bueno que en este blog nos sumemos a esa disputatio, en la que tanto se puede aprender, así que, Deo volente, iré publicando una serie de artículos sobre el tema. En ellos intentaré examinar, con la colaboración de los lectores, la sustancia de cada argumento que se ha presentado a la luz de la razón, la Escritura, la Tradición y la doctrina de la Iglesia. Así podremos quedarnos con lo bueno y rechazar lo demás.
Hoy vamos a comenzar con el argumento de que negar la comunión a los divorciados en una nueva unión es, de algún modo, convertir la comunión en un premio para los “buenos”, según lo expresó el Cardenal Kasper:
“Los sacramentos no son un premio para quien se comporta bien y para una élite, excluyendo a aquellos que más los necesitan (EG 47)”. Declaración del Cardenal Kasper (foto) en el consistorio del 20 de febrero de 2014.
A primera vista, este argumento del Cardenal Kasper resulta fuerte y persuasivo, porque nadie quiere ser considerado un elitista y menos aún la Iglesia, que ha sido enviada a proclamar el Evangelio a todas las naciones y es consciente de que Dios quiere que todos los hombres se salven. Como muy bien dice el Papa en el texto que cita el Cardenal, “todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. […] La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles […] la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas”. Además, en nuestra época, la alegación de elitismo es de las peores acusaciones que se pueden realizar, porque suena a “antidemocrática”, “antigualitaria” y “discriminadora”, características todas ellas que resultan políticamente incorrectas hasta el extremo.
Debemos preguntarnos, sin embargo, si el argumento del Cardenal Kasper es un argumento real o una mera apelación al sentimiento sin un auténtico fundamento racional. Si se tratase de una objeción real, lo normal sería que denunciara un abuso actual del sacramento de la Eucaristía que está ausente en otras épocas de la historia de la Iglesia y que también está ausente, al menos normalmente, en los demás sacramentos (porque sería impensable que la práctica universal de la Iglesia en la administración de los sacramentos sea elitista y contraria a la voluntad de Cristo). Sin embargo, un rápido examen de la cuestión revela exactamente lo contrario.
Es fácil ver que en absolutamente todos los sacramentos se exigen cosas al que los va a recibir, es decir, se discrimina justamente de algún modo a los posibles participantes. Ningún sacramento se imparte indiscriminadamente a todo el mundo.
Para el Bautismo, por ejemplo, se exige tener la fe de la Iglesia, ya sea al propio catecúmeno o a los padres que piden el bautismo para los niños sin uso de razón. Y, para que no haya ninguna duda, se hace un pequeño examen, preguntando al catecúmeno o a los padres/padrinos: ¿Crees en Dios, Padre todopoderoso…? ¿Crees en Jesucristo…? ¿Creéis en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de los muertos y la Vida eterna? Y no acaba aquí la cosa. También deben renunciar públicamente a Satanás, a todas sus obras y engaños. Lo mismo sucede con la Confirmación. ¿Es esto un elitismo injusto? ¿Acaso esta profesión de fe previa significa, en algún posible sentido de la palabra, convertir el Bautismo en un “premio” para los que tienen fe? Difícilmente podría sostenerse algo así.
Para el Orden sacerdotal, además de ser varón (y célibe en la Iglesia latina), se requieren una serie de condiciones, como una edad mínima (de 23 años para el diaconado, 25 para el presbiterado y 35 para el episcopado), el estado de gracia, la recepción previa del sacramento de la Confirmación, la admisión previa a órdenes decidida por la Iglesia, etc. De hecho, el ritual establece que el obispo, antes de ordenar a los candidatos, pregunte: ¿Sabes si son dignos? Y a los que no son dignos, según los criterios mencionados y otros muchos, no se les ordena (o, al menos, no deben ser ordenados). ¿Fue un premio la ordenación diaconal, sacerdotal y episcopal que recibió el Cardenal Kasper por el hecho de que otros candidatos no fueran considerados apropiados? Es evidente que no.
Para la Confesión, como todos sabemos, se requiere examen de conciencia, dolor de los pecados, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Si intencionadamente se omiten esos requisitos, simplemente no hay confesión. Para la Unción de enfermos, hay que estar bautizado y enfermo. Para el Matrimonio se requiere la capacidad natural y canónica de los contrayentes, un válido consentimiento y la forma canónica de la celebración. Si no se cumple alguna de estas condiciones, el matrimonio es nulo. ¿Estamos discriminando injustamente por eso a los que no se arrepienten de sus pecados, a los que no están enfermos o a los niños de cinco años que quieran casarse? Sería una afirmación absurda.
Los sacramentos no son “para todos” de forma indiscriminada y uniforme. Las condiciones que pone la Iglesia para recibirlos no son absurdas normas que obstaculizan el acceso a los sacramentos de “los que más los necesitan”, sino que cumplen dos misiones fundamentales. En primer lugar, son criterios mediante los cuales la Iglesia discierne quién está llamado a recibir una gracia en particular y a quién Dios le lleva por otros caminos.
Si una persona no cumple los requisitos necesarios para ser sacerdote, por ejemplo por una enfermedad mental que le incapacite para ello, no es que la Iglesia le prive del “premio” de la ordenación, sino que la vocación a la que Dios le llama es otra. Si un muchacho de dieciocho años y fuerte como un roble no recibe la unción de enfermos no es porque esté siendo castigado o discriminado injustamente por la Iglesia en comparación con su abuelo enfermo, sino porque no necesita esa ayuda especial que Dios quiere regalar a los enfermos. En esos casos, la Iglesia discierne que Dios no llama a esas personas en concreto a los sacramentos que querían recibir, sino a otros sacramentos, como la Eucaristía o el Bautismo.
Del mismo modo, cuando la Iglesia dice a una persona divorciada en una nueva unión que no debe comulgar, lo que está haciendo no es “cerrarle la puerta a los sacramentos”, sino abrirle la puerta del sacramento que le conviene en ese momento, que es la confesión, para que pueda convertirse y recibir el perdón de Dios. Si la Iglesia hiciera otra cosa, estaría fallando en su misión de discernimiento. Como dice el Papa, “todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial”. De alguna manera, no de todas las maneras y sin realizar el adecuado discernimiento previo. Como recuerda también el Papa Francisco, la Iglesia “es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas”. Y la Iglesia, como buena Madre y Maestra, lo que hace es ayudar a que sus hijos encuentren ese lugar que les corresponde, no sea que el Señor les tenga que decir que dejen el sitio y entonces tengan que irse avergonzados a ocupar el último lugar (cf. Lc 14,9).
En segundo lugar, algunos de los requisitos para la recepción de los sacramentos están tan ligados a la naturaleza misma del sacramento que, sin ellos, el sacramento es nulo o incluso se convierte en un pecado o sacrilegio en lugar de ser una fuente de gracia.
Por ejemplo, si alguien se confiesa sin arrepentirse de sus pecados, la confesión no sirve absolutamente de nada. Y si se hace conscientemente, se corre el riesgo de estar profanando el sacramento. Algo similar sucede si alguien aparentemente se “casa” a pesar de que no puede hacerlo (por ejemplo, en el caso de alguien que intente casarse con su hermana) o consigue ser ordenado con engaños sustanciales sobre su idoneidad. En estos casos, es evidente que la Iglesia, al recordar a esas personas que no pueden recibir esos sacramentos, no está siendo elitista, sino cumpliendo su misión de amonestar a esas ovejas para su salvación.
Del mismo modo, si una persona está en situación de pecado grave, no debe recibir la comunión. Esto ha sido evidente para la Iglesia desde tiempos apostólicos: “cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor” 1Co 11,27. Y se ha mantenido siempre en la práctica de la Iglesia hasta el día de hoy en innumerables cánones, catecismos, homilías, manuales teológicos y documentos magisteriales (además de ser una condición común a todos los llamados “sacramentos de vivos”). Por otra parte, es algo evidente en sí mismo, porque el pecado grave rompe por completo la comunión con Cristo y no tendría ningún sentido estar apegado al pecado grave que rompe el Cuerpo de Cristo y a la vez querer comulgar con ese Cuerpo. El que quiere comulgar y a la vez permanecer en pecado grave, está engañándose a sí mismo. En cambio, quien se arrepiente de su pecado y recibe el sacramento de la Confesión, puede participar de la comunión y encontrará en ella, como dice el Papa, “un generoso remedio y un alimento para los débiles”.
Admitir a la comunión a los que no están dispuestos a romper con el pecado grave es, por un lado, destruir el sacramento de la Confesión, que ya no tendría sentido. Y también es destruir la misma Eucaristía, ya que una comunión con el Cuerpo y la Sangre de Cristo compatible con la ruptura de esa unión producida por el pecado grave sería una falsa comunión, una comunión meramente aparente, sin sustancia real.
Así pues, cuando la Iglesia recuerda a una persona que vive en adulterio que no puede comulgar, no sólo no está abandonándola a su suerte, sino que, a imagen del buen samaritano, está acogiéndola, mostrándole el camino de la conversión y ofreciéndole el sacramento de la Confesión, como bálsamo que cure sus heridas, para que pueda recuperarse y un día se siente también a la Mesa de la Eucaristía.
¿Podemos imaginar qué sucede cuando se eliminan estos criterios fundamentales de discernimiento sobre los sacramentos? Lo cierto es que no hace falta imaginarlo, porque, desgraciadamente, ha sucedido alguna que otra vez, con consecuencias desastrosas. En los años setenta, la moda de las confesiones comunitarias se extendió como una plaga por gran parte de la Iglesia. Con ellas, se eliminaban en la práctica los requisitos de la confesión que hemos mencionado anteriormente… y el resultado es conocido por todos: el abandono generalizado de la confesión. Otro ejemplo podría ser la ordenación de personas que no estaban preparadas psicológica ni moralmente para ser ordenadas y que redundó en la crisis de los abusos sexuales en Estados Unidos y otros países. También podríamos citar la falta casi absoluta en muchos lugares de preparación y discernimiento ante el matrimonio. Hace poco, el propio Cardenal Kasper señaló la terrible gravedad de este problema. ¿Cómo es posible que su solución para ese problema del Matrimonio sea cometer el mismo error fatal con la Eucaristía, permitiendo que se acerquen a comulgar los que objetivamente no pueden hacerlo? Un error no se borra con otro error y menos aún con el mismo error ampliado y aumentado.
En consecuencia, parece ser que los criterios de discernimiento ante los sacramentos, lejos de ser una práctica elitista son universales en la práctica de la Iglesia, existen en todos los sacramentos, defienden la participación genuina y provechosa en esos sacramentos y forman parte fundamental de la misión de la Iglesia de discernir el camino por el que Dios llama a cada uno de sus hijos. En el caso particular de la recepción de la comunión por parte de los divorciados en una nueva unión, ese discernimiento no les “cierra la puerta de los sacramentos” en absoluto, sino que les muestra el camino por el que Dios les está llevando, que es un camino maravilloso de conversión para que puedan recibir el sacramento del perdón y, después, puedan sentarse a la Mesa del banquete eucarístico.
*Bruno Moreno es laico y ha sido bendecido por Dios con tres hijos y una esposa mucho mejor de lo que merece. A pesar de su escasa habilidad literaria, se empeña en ofrecer al mundo sus ocurrencias sobre todo y nada en este blog, siempre desde la fe católica y la razón. También colabora regularmente con Radio H.M. Para purgar sus pecados, forma parte del Consejo de Redacción de InfoCatólica.
Su correo electrónico es espadadoblefilo@hotmail.com.
Blog: espada de doble filo (14/5/14)
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