jueves, 5 de junio de 2014

Polémicas matrimoniales (II): la comunión espiritual.


por Bruno  Moreno Ramos
Hoy vamos a tratar un curioso argumento dado por el Cardenal Kasper en favor de que los divorciados en nuevas uniones reciban la comunión. Digo que es curioso porque se basa, nada más y nada menos, que en la práctica de la comunión espiritual, que ha sido recomendada en varias ocasiones a las personas que están en esa situación.
Por un lado, creo que hay que darle puntos al Cardenal por la originalidad del argumento, que es simpático y llamativo. Sin embargo, como veremos, pierde esos puntos (y unos cuantos más) por el aparente desconocimiento total de la práctica espiritual que utiliza como argumento.
Dice el Cardenal Kasper:
“la Congregación para la Doctrina de la Fe nos dio una advertencia en 1994, cuando afirmó -y el Papa Benedicto XVI lo reiteró durante el encuentro internacional de familias en Milán en 2012- que los divorciados y vueltos a casar no pueden recibir la comunión sacramental, pero pueden recibir la comunión espiritual. Por supuesto, esto no es cierto para todos los divorciados, sino para aquellos que están espiritualmente bien preparados. Sin embargo, muchos agradecerán esta respuesta, que supone una auténtica apertura. La misma, sin embargo, plantea varias cuestiones. De hecho, los que reciben la comunión espiritual se hacen uno con Jesucristo; ¿cómo van a estar entonces en conflicto con el mandamiento de Cristo? ¿Por qué, entonces, no pueden también recibir la comunión sacramental? Si excluimos de los sacramentos a los cristianos divorciados vueltos a casar que están dispuestos a acercarse a ellos y los remitimos a la vía de la salvación extrasacramental, ¿es que no estamos poniendo en tela de juicio la estructura fundamental sacramental de la Iglesia? Entonces, ¿para qué sirven la Iglesia y sus sacramentos? ¿No estamos pagando con esta respuesta un precio demasiado alto?” (Discurso del Cardenal Kasper ante el consistorio del 20 de febrero de 2014)
Así pues, el argumento del Cardenal, resumido, consiste en afirmar que la comunión espiritual que se recomienda a los divorciados en una nueva unión supone “ser una sola cosa” con Cristo. Y, si pueden ser una sola cosa con Cristo por la comunión espiritual, no parece que pueda haber ninguna razón para que no reciban la comunión eucarística sacramental, cuyo efecto será, igualmente, hacerles una sola cosa con Cristo.
Empezaremos recordando lo que es la comunión espiritual, que es algo que vendrá muy bien a los que no la conozcan. Esta práctica espiritual consiste en desear y orar para recibir a Jesucristo espiritualmente en el alma cuando no es posible recibirlo de forma eucarística, por ejemplo porque se está en un lugar en que no hay Misa o por cualquier otra razón. Una de las oraciones más conocidas para realizar la comunión espiritual es: “Yo quisiera, Señor, recibiros con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre; con el espíritu y fervor de los Santos”. También es muy utilizada la de San Alfonso María de Ligorio, que comienza: “Creo, Jesús mío, que estáis realmente presente en el Santísimo Sacramento del Altar. Os amo sobre todas las cosas y deseo recibiros en mi alma…”
Es una práctica maravillosa, que puede tener unos efectos milagrosos en el alma. Santa Teresa se la recomendaba a sus hijas, por su “grandísimo provecho”. El Cura de Ars la comparaba a “un soplo de viento en una brasa que está a punto de extinguirse” y la recomendaba cuando uno viera que su amor por Dios se enfriaba. Es una práctica antiquísima. El mismo Catecismo del Concilio de Trento recogió esta tradición inmemorial y afirmó: “Hace falta que los pastores de almas enseñen que no hay sólo una manera para recibir los frutos admirables del sacramento de la Eucaristía, sino que hay dos: la comunión sacramental y la comunión espiritual”. La lista de los santos que han practicado la comunión espiritual o la han recomendado, desde Santa Catalina de Siena a San Josemaría, sería interminable.
Volvamos a la argumentación. ¿Dónde está el fallo fundamental de la deducción que hace el Cardenal Kasper? En una confusión evidente en cuanto se piensa un poco en ella. El Cardenal está mezclando, supongo que inconscientemente, dos cosas diferentes: realizar la práctica de la comunión espiritual y recibir el fruto de esa práctica, que puede ser o no la comunión espiritual en sentido estricto. La confusión se produce al hablar de “recibir la comunión espiritual”, que parece unir ambas cosas como si fueran indivisibles, como si el mero hecho de recitar la oración indicada al principio fuera a proporcionar la comunión con Dios. Es decir, lo que está haciendo el Cardenal, en la práctica, es convertirla en un octavo sacramento. Sin decirlo, está suponiendo que la práctica de la comunión espiritual tiene una eficacia ex opere operato, es decir, por el mismo hecho de lo que se realiza, como los sacramentos. Esta suposición, sin embargo, es injustificable según la teología católica.
En realidad, cuando uno realiza la comunión espiritual, lo que hace es desear estar en unión con Cristo. Desear, no obtener automáticamente esa unión. Como han enseñado los santos, esta práctica espiritual consiste fundamentalmente en el deseo de recibir a Cristo (el Concilio de Trento la llama “comer en deseo el Pan del cielo”). Y ciertamente ese deseo nunca cae en saco roto, sino que Dios responde a él con numerosas gracias. 
¿Cuáles son esas gracias? Los frutos de la comunión espiritual pueden ser los mismos que los de la comunión eucarística sacramental (excepto la propia recepción del Cuerpo sacramental del Señor, claro). Pueden ser los mismos, pero no lo son necesariamente. Es evidente, por ejemplo, que la mera recitación rutinaria de una de las oraciones mencionadas anteriormente, sin pensar siquiera en lo que se dice, no va a proporcionar la unión con Cristo. Los frutos de esta práctica espiritual dependen, por lo tanto, de la devoción con que se realice esta práctica espiritual, de la situación del que la realiza, de la libertad de Dios que es el que concede las gracias que le parecen oportunas, etc. Por eso, en la práctica de la Iglesia, la comunión espiritual nunca ha sustituido a la recepción del Cuerpo eucarístico de Cristo, sino que, ante todo, se entiende como una preparación para ella.
De la misma forma, en el caso de las personas en situación de pecado grave y sin propósito de la enmienda, la práctica de la comunión espiritual no puede producir la realidad de la comunión espiritual. Recordemos de nuevo que nadie, ni siquiera Dios mismo, puede dar un regalo a quien lo rechaza. Así que no puede estar en comunión con Cristo quien se encuentra en un pecado grave sin arrepentimiento o sin propósito de la enmienda. No puede ser una sola cosa con Cristo quien está rechazando su Voluntad en una materia grave. Pretender lo contrario es renunciar a la lógica y a la razón.
Cuando la Iglesia anima a los divorciados en nuevas uniones a que practiquen la comunión espiritual no está dictaminando que esas personas estén en comunión con Dios, ni mucho menos que sean una sola cosa con Cristo. Lo que hace es, simplemente, animarles a que deseen estar en comunión con Dios, para que este deseo, con la ayuda de la gracia, les ponga en camino de conversión y un día puedan llegar a esa comunión con Dios.
Por lo tanto, la práctica de la comunión espiritual será, con seguridad, provechosísima para los divorciados en nuevas uniones, aunque en ellos no dé el mismo fruto que en un alma sin pecados graves, porque no puede estar en comunión con Cristo quien no se encuentra en gracia de Dios. Lo que sí conseguirá, sin duda, la práctica de la comunión espiritual es ablandar el corazón endurecido por el pecado, iluminar a la persona que realiza esta práctica, disipar la desesperanza, ir sanando su voluntad, dándole la fuerza de obrar según la voluntad de Dios. Es decir, no le dará simplemente a esa persona lo que quiere (el imposible de estar unido a Cristo y permanecer en pecado), sino que le irá concediendo querer lo que Dios quiere. 
Así pues, practicar la comunión espiritual, que es avivar el deseo de estar en unión con Cristo, llevará de una manera u otra a eliminar los obstáculos que impiden esa unión. Es decir, llevará al sacramento de la confesión, para que el arrepentimiento y el propósito de la enmienda, santificados por la gracia de Dios, destruyan esos obstáculos y pueda darse la auténtica comunión espiritual y sacramental.
En este punto, conviene señalar la asombrosa ingenuidad del Cardenal Kasper cuando afirma que estamos excluyendo “de los sacramentos a los divorciados vueltos a casar” y los “remitimos a la vía de la salvación extrasacramental”, algo que, según él, estaría “poniendo en tela de juicio la estructura fundamental sacramental de la Iglesia”. Y digo que es una ingenuidad asombrosa porque asombra ver que un teólogo de su categoría diga que, por el hecho de no comulgar, una persona ha sido excluida de los sacramentos. ¿Es que no existen otros sacramentos en la Iglesia? En particular, ¿es que no existe la confesión, que es el sacramento que deben recibir los que se encuentran en pecado? Lo que realmente pone en tela de juicio la estructura sacramental de la Iglesia es, aparentemente, la propuesta del Cardenal Kasper, que sustituye los siete sacramentos por uno solo, sin tener en cuenta el plan de Dios para cada persona. La vía sacramental de salvación para un divorciado en una nueva unión es necesariamente la del sacramento de la penitencia. Igual que sucede con cualquier otra persona en pecado grave: arrepentimiento, propósito de la enmienda y el magnífico sacramento que perdona los pecados. Rechazar esta vía es lo mismo que negarse a recibir lo que Dios nos quiere regalar y pretender arrebatárselo por la fuerza cuando, como y donde uno quiere.
La diferencia entre la propuesta del Cardenal y la práctica que propone la Iglesia es fundamental. Es la diferencia entre pretender que Dios haga mi voluntad y querer lo que Dios quiere, entre mantenerse en rebeldía contra Dios y convertirse. Como en la parábola del fariseo y el publicano que oraban en el templo, es la diferencia entre el que se pone en pie para exigir con soberbia la comunión, sin convertirse ni recibir el perdón, y el que se arrodilla ante Dios y desea humildemente la gracia que necesita, sin atreverse a exigir nada, pero esperándolo todo de su Padre. Que Dios nos conceda a todos esa humildad.


Blog: espada de doble filo (16/5/14)


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