por Alberto Medina Méndez
Es bastante habitual que ciertas posiciones políticas intenten defenderse desde un complejo arsenal de justificaciones.
La lectura acerca de lo que ocurre en el mundo real es invariablemente subjetiva, pero encuentra usualmente algún soporte intelectual en el nutrido intercambio de diversas miradas que procuran explicar cada uno de los acontecimientos.
En ese contexto y de modo recurrente, sobrevuela una estrategia argumental que tiene un marcado sesgo utilitarista y que se apoya en los hipotéticos resultados exitosos obtenidos. Desde allí, pretende advertir que una decisión política es instrumentalmente más conveniente que otra.
Es una gran tentación hacerlo. Es muy inocente caer en esa infantil trampa. De hecho hasta los más inteligentes, inexorablemente incurren en esta práctica, buscando tomar un atajo para demostrar sus eventuales razones.
Ese sendero procura conducir hacia una especie de camino breve que demuele cualquier comentario desde una pretendida objetividad manifiesta. A veces parece que se tratara de la ingenua tarea de ganar una pulseada mental para señalar que cierta idea ha sido más eficaz que otra.
En ese tipo de debates se corre el riesgo de vaciar de contenidos el valioso flujo de ideas. Sería bueno enriquecerlo con nuevos ingredientes en vez de buscar aplastarlo todo como metodología secuencial. El uso de datos técnicos, de estadísticas y cifras, no deja de ser solo una perspectiva particular sobre lo que ocurre y siempre puede alejar a la verdad.
La mayoría de los sectores políticos que gobiernan, y muchos de sus defensores acérrimos, apelan a este tipo de razonamientos de dudosa fortaleza. Sostienen que durante una etapa de tiempo consiguieron que un aumento del salario real, récord de exportaciones o una masiva compra de vehículos nuevos, por solo citar ejemplos tan reiterados como irrelevantes.
Un peligro evidente es creer que esos números, demuestran algo realmente importante, sin visualizar que esos datos son cambiantes, que pueden revertirse velozmente y desmentir lo antedicho con excesiva simplicidad.
Es cierto también que esos movimientos políticos, tienen un manual preparado para su rutinaria manipulación informativa. Saben de antemano que cuando los vientos son favorables se adjudicarán el mérito, y cuando todo muestre lo contrario, encontrarán rápidamente un culpable, hecho a la medida, para endilgarles la responsabilidad del cambio de rumbo.
En realidad, el análisis esencial debería basarse en una escala de valores de orden conceptual. No se está mejor o peor porque un indicador u otro así lo determinen, sino en la medida que esas presuntas mediciones sean compatibles con los objetivos definidos como prioridad en un momento.
Que una persona obtenga más dinero no garantiza que sea dichoso. Pero tampoco el hecho de que consiga más ingresos lo convierte en desdichado. Si el parámetro fuera su felicidad, pues la evaluación no debería pasar entonces por indicadores que no pueden explicar una correlación directa.
Con las sociedades pasa algo muy parecido. En una comunidad, inclusive, esto constituye un fenómeno de mayor complejidad ya que supone la existencia de una voluntad difícil de establecer, ya que los objetivos de la misma no se pueden fijar con tanta contundencia porque se trata del deseo de la suma de muchos individuos con características y metas disimiles.
El dilema de fondo es interesante y merece ser discutido con suficiente profundidad. La libertad es un valor superior, lo es también la vida y por supuesto la propiedad, por solo citar los ejemplos más elementales.
Para medir el éxito de un sistema político, es imprescindible enfocarse en esas cuestiones y no en meras fórmulas estadísticas sin contenido y supuestos utilitaristas prejuicios tan encarnados en la sociedad moderna.
Aunque suene algo extraño, importa muy poco que un sistema económico sea eficiente en términos de índices si lo hace a costa de limitar libertades, irrespetar vidas humanas o apropiarse de lo ajeno. Esto mismo podría decirse en términos inversos, es decir en el caso de sistemas menos eficientes pero que permiten mayores márgenes de libertad individual, respeto a la integridad humana y al derecho de propiedad.
Estos debates pueden conducir innecesariamente hacia un callejón sin salida porque ponen en el centro de la escena a mediciones superfluas. La comparación con el deporte tal vez ayude, aunque a veces justamente este esquema es el que invita al error. En la actividad competitiva, muchos suponen que lo importante es ganar, y entonces los métodos, el estilo y hasta los ardides, no parecen ser primordiales y pasan a segundo plano.
Sin embargo para otros es posible que lo importante sea divertirse, disfrutar, compartir con amigos o hacerlo en armonía. En ese caso, si se gana será mucho mejor, pero igualmente anecdótico. Lo significativo no habrá sido el resultado, sino todo lo demás, claramente más importante.
Los números no están de más y pueden aportar un extra, un plus que agrega, y hasta convertirse en una consecuencia natural de todo lo fundamental. Nuevamente, como dirían los analistas deportivos, existen más oportunidades de ganar un campeonato jugando bien que haciéndolo mal, mostrando talento que siendo incapaz. Sin embargo, es probable que el mundo actual prefiera inclinarse frente a la linealidad que proponen los argumentos exclusivamente estadísticos.
El desafío es discutir las cuestiones de fondo, las trascendentes, las esenciales, superando la mediocridad que propone el debate superficial que se apoya en la mera conveniencia del corto plazo. Las sociedades maduras son aquellas que han logrado darle el espacio necesario a las discusiones vitales sin caer en el perverso juego de utilizar los números circunstanciales para demostrarlo todo. Hay que evitar tropezar con esa dinámica que solo invita a exhibir un argumento demasiado frágil.
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