por G.K Chesterton
Espero que no sea una oculta arrogancia pensar que no soy excepcionalmente arrogante; o si lo fuere, mi religión me impediría estar satisfecho de mi orgullo.
Sin embargo, existe una terrible tentación de orgullo intelectual para todos los que participan de esta filosofía, si miran al caos de filosofías verborrágicas y triviales que nos rodea hoy. A pesar de todo, no hay muchas cosas que me muevan a algo parecido a un desprecio personal. No siento ningún desprecio por el ateo, que es a menudo un hombre limitado, constreñido por su propia lógica a una simplificación muy triste.
No desprecio al bolchevique, que es una rebelión contra errores muy verdaderos.
Pero existe un tipo de hombre hacia el cual siento lo que sólo puedo calificar como desprecio. Y ése es el propagandista popular de lo que él – o ella – describen absurdamente como control de la natalidad.
Desprecio el control de la natalidad porque, en primer término, es una palabra débil, indecisa y cobarde, que se usa para adobar el apoyo hasta de aquellos que en principio rechazarían su verdadero sentido.
El proceso que estos curanderos recomiendan, no controla ningún nacimiento. Solamente asegura de que no va haber ninguna natalidad que controlar. No pretenden, por ejemplo, determinar el sexo o hacer alguna selección al estilo de la seudo-ciencia que llaman Eugenesia. La gente normal actúa para producir nacimientos; y esta clase de personas sólo puede actuar para impedirlos. Pero ellos saben perfectamente bien que deberían escribir prohibición de la natalidad en cualquiera de los centenares de lugares en los que escriben la hipócrita frase control de la natalidad.
Saben tan bien como yo que la frase prohibición de la natalidad produciría un escalofrío en el mismo instante en que fuera proclamada en titulares, proferida desde plataformas o distribuida en anuncios, como cualquier otra medicina de curandero. No se atreven a llamarla por su nombre porque su nombre es mala propaganda. Por eso usan una frase convencional y sin significado, que puede hacer parecer a su curanderismo como algo más inocuo.
En segundo lugar desprecio al control de la natalidad porque es una cosa débil, indecisa y cobarde. No es ni siquiera un paso en el embarrado camino que ellos llaman eugenesia; es rehusarse de plano a tomar el primero y más obvio de los pasos en el camino que conduce a la eugenesia.
Una vez aceptado que su filosofía es correcta y su camino de acción evidente, su curso de acción es obvio, pero ellos se niegan a seguirlo y ni siquiera se animan a declararlo.
Si las cosas que la cristiandad ha considerado morales no tienen autoridad, porque sus orígenes son místicos, entonces deberían sentirse libres de ignorar toda diferencia entre los hombres y los animales, y tratar a los hombres como animales. No necesitan andarse con vueltas con el rancio y tímido compromiso y convención llamado control de la natalidad. Nadie lo aplicaría a un gato.
El camino de acción obvio para los eugenistas es actuar con los bebés como actuarían con los gatitos. Permitan que todos los bebés nazcan, para después ahogar los que no nos gustan. No veo ninguna objeción a esto, salvo la especie moral o mística de objeción que hemos opuesto a la prevención de la natalidad. Esto sería real y razonablemente eugénico, porque podríamos seleccionar los mejores, o al menos los más saludables, y sacrificar aquellos que se llaman los inadaptados.
Con el débil compromiso de la prevención de la natalidad, estamos, muy probablemente, sacrificando los adaptados para producir únicamente los inadaptados. Los nacimientos que impedimos pueden ser los de los mejores y más hermosos niños; los que permitimos, los más débiles o los peores.
Y esto es verdaderamente probable, porque este hábito desalienta la paternidad precoz de la gente joven y vigoriza, permitiéndoles dejar la experiencia para años posteriores, principalmente por motivos mercenarios. Hasta que no vea aparecer un verdadero líder pionero progresista, que proponga un programa científico bueno y audaz para ahogar a los bebés, no me uniré al movimiento.
Pero existe una tercera razón para mi desprecio, mucho más profunda y por lo tanto mucho más difícil de explicar, en la que están enraizadas todas mis razones para ser lo que soy o intento ser, y, sobre todo, para ser un distributista. Quizás lo más cercano a su descripción sea decir esto: mi desprecio hierve hasta convertirse en mala conducta cuando oigo la sugerencia común de que se impiden los nacimientos, porque la gente desea estar libre para ir al cine o comprar un tocadiscos o una radio. Lo que me hace desear caminar sobre esta gente como si fueran felpudos es que usen la palabra libre.
Con cada uno de esos actos se encadenan al más servil y mecánico sistema que haya sido tolerado por los hombres. El cine es una máquina para proyectar formas llamadas imágenes, que transmiten la noción que los más vulgares millonarios tienen acerca del gusto de las más vulgares multitudes. El tocadiscos es una máquina para reproducir el tipo de melodías que ciertos comercios y otras organizaciones eligen vender. La radio es mejor, pero tampoco se salva de lo que marca la modernidad de las tres: la impotencia de los que las reciben. El aficionado no puede desafiar al actor, el dueño de casa gritará inútilmente frente al tocadiscos; la turba no puede apedrear al parlante, sobre todo si es un altoparlante. Las tres forman parte de un mecanismo centralizado que les suministra a los hombres lo que sus patrones piensan que deben recibir.
Pero un chico es precisamente el signo y sacramento de la libertad personal. Es una tierna voluntad libre agregada a las voluntades del mundo; es algo que sus padres han elegido producir libremente y que libremente acuerdan proteger. Ellos pueden sentir cada diversión que les proporciona – que a veces es considerable – verdaderamente proviene de él y de ellos y de nadie más. Ha nacido sin la intervención de ningún jefe o señor. Él es una creación y una contribución: es su propia y creativa contribución a la creación. Además es mucho más bello, maravilloso, entretenido y asombroso que cualquiera de las historias rancias o melodías tintineantes de jazz suministradas por las máquinas.
Cuando los hombres han dejado de sentir que es así es porque han perdido la apreciación de las cosas primarias y, por consiguiente, todo sentido de proporción acerca del mundo.
La gente que prefiere los placeres mecánicos a semejante milagro, está exhausta y esclavizada.
Prefieren la escoria antes que la fuente primigenia de la vida. Prefieren la última, torcida, indirecta, copiada, repetida y exhausta creación de nuestra agonizante civilización capitalista, a la realidad que es el único rejuvenecimiento para cualquier civilización.
Son ellos los que abrazan las cadenas de su vieja esclavitud; es el niño el que está listo para el nuevo mundo.
Ecce Christianus
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