miércoles, 25 de marzo de 2015

La Iglesia Católica frente a los temas controversiales.

por Carlos Daniel Lasa  
La Iglesia Católica en Argentina, al igual que en otras partes del mundo, le toca enfrentar, de tanto en tanto, temas controversiales (como pueden ser el de la eutanasia, el aborto, el divorcio, la homosexualidad, etc.).
Frente a los mismos, ¿desde dónde argumenta?, ¿cuáles son los principios a partir de los cuales fija su posición frente a las referidas cuestiones?
La Iglesia Católica siempre ha argumentado, frente a estos problemas, a partir de principios extraídos de la Revelación divina y de la ley moral natural. Toda argumentación extraída de la primera fuente (la Revelación) tendría fuerza, naturalmente, sólo para aquellos los hombres que profesan la fe cristiana, y aquella otra extraída de la ley moral natural sería aplicable, en cambio, para todo hombre que, en cuanto partícipe de la naturaleza humana, se encuentra regido por la ley moral natural.
Ahora bien, la actual Iglesia en Argentina, como también en otros lugares de la tierra, ¿cómo podrá argumentar desde la ley moral natural cuando no pocos representantes de la misma Iglesia la niegan? Y además, ¿podrá, acaso, oponerse a una realidad que aparece como nueva cuando ha identificado, previamente, lo nuevo con el  progreso y, a éste, con el bien? A continuación nos ocuparemos, simplemente, de explicitar las afirmaciones involucradas en los dos interrogantes.
Admitir la existencia de la ley moral natural supone la afirmación de la dimensión metafísica. En efecto, si la ley moral natural es una ordenación hacia determinada actividad ínsita en las cosas naturales, que en el hombre recibe el nombre de ley moral natural por cuanto puede conocerla y tiene la obligación de seguirla, ello supone la aceptación, por parte de la inteligencia humana, de la existencia de fines en las cosas mismas, independientes del querer humano. Seguir el orden natural no es otra cosa que plegar la voluntad del hombre a los fines propios que surgen de la naturaleza de las cosas. Pongamos un ejemplo muy simple: si un peine fuese inteligente y libre, su obrar bien consistiría en cumplir con el fin para el que fue creado, esto es, peinar. De análogo modo, el obrar bueno del hombre consiste en plegar su voluntad a los fines que brotan de su mismísima naturaleza. Así, entonces, sólo una filosofía que reconozca la existencia de un orden en las cosas, (orden que supone la existencia de fines que aguardan ser conocidos), nos hablará de una ley moral natural a la cual el hombre debe ajustar su voluntad para obrar bien.
Es en este punto en el que se plantea, en la actualidad, un grave problema para la Iglesia. Gran cantidad de sus miembros, de toda jerarquía, han renegado de la metafísica. En su lugar, sostienen que no existe un orden en las cosas y que toda configuración de la realidad, incluida la dimensión ética, resulta ser el producto de una mera construcción humana. Si toda configuración humana es producto de una construcción por parte del hombre, sin fundamento alguno en una realidad que no pasa, entonces las configuraciones van cambiando de acuerdo a los intereses de los hombres. De allí que se afirme que todo sea histórico. Ahora bien, una Iglesia fundada en este historicismo, el cual reduce la realidad a un puro acontecer histórico, no puede sino acompañar y consentir a las cuestiones más arriba planteadas. En efecto, si el hombre ha decidido configurar la realidad así, ¿por qué dicha acción será calificada moralmente como mala?
¿Y qué queda de la ley natural que sostiene la Iglesia? Esta posición seguirá sosteniendo la existencia de una ley natural… aunque será preciso, para mantenerla, “resignificarla”, esto es, quitarle todo carácter de inmutabilidad. Si la ley natural es propia del hombre, nos dirán, entonces es esencialmente histórica ya que el hombre es un ser esencialmente histórico. De este modo, la moral no presenta al hombre exigencias universales que brotan de la verdad inmutable que el intelecto humano aprehende, sino que es preciso reinterpretar dichas exigencias de modo permanente a la luz de los datos que sobre el hombre nos dan las denominadas ciencias humanas y sociales: la psicología, la sociología, la economía, la medicina, etc. Esta posición ha sido muy difundida en los centros de estudio de la teología y es defendida por no pocos teólogos morales. Un diccionario de teología moral editado por Ediciones Paulinas, muy difundido en los ambientes católicos, sostiene la doctrina que venimos comentando en su artículo sobre “ley natural”. Frente a estas “reintepretaciones”, “resignificaciones” que en realidad son monumentales traiciones, Juan Pablo II, en la Fides et ratio, advirtió a la Iglesia toda: «La teología moral debe recurrir a una visión filosófica correcta sea de la naturaleza humana y de la sociedad, sea de los principios generales de la decisión ética» (N° 68). [En la cita, hemos destacado nosotros].
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A esta primera contradicción existente entre la Doctrina del Magisterio oficial de la Iglesia y entre el “magisterio” de aquellos que viven, según ellos mismos lo expresan, en las “fronteras” de la Iglesia Católica (aunque, en realidad, hace ya tiempo que se han autoexiliado), debe añadirse aquella otra contradicción que surge de pensar la realidad en términos de viejo–nuevo. Los autodenominados progresistas, dominados por la tesis hegeliana del progreso necesario[1], establecen una equivalencia entre lo nuevo y el progreso. De allí que haya que estar siempre abrazando aquello que acontece, y superando todo lo acontecido. La ley de hierro de esta mentalidad es la «ley de la adaptación».
Ahora bien, la fe cristiana no ha enseñado nunca esta tesis progresista; sí ha enseñado que la Verdad eterna se ha revelado en la historia, y que el hombre, dentro de la dimensión histórica, es capaz de ir descubriendo aspectos de la misma sin jamás agotar su virtualidad infinita. De modo tal que la vida moral del cristiano no se sitúa dentro de los parámetros de lo viejo y de lo nuevo sino de la verdad y del error. El esfuerzo del cristiano, a partir de su inteligencia iluminada con la luz de la fe, es descubrir y abrazar la verdad. Y como las virtualidades de esta Verdad eterna son infinitas, su conocimiento no puede ser agotado por su inteligencia finita de hombre. De allí que pueda descubrir aspectos de la Verdad eterna en el tiempo histórico: aspectos que ya han sido puestos en evidencia, y que se sitúan en el pasado, o aspectos que se están poniendo en evidencia y se sitúan en el presente. En consecuencia, el cristiano abraza toda verdad sin importarle si se sitúa en el pasado o en el presente. La abraza, simplemente, porque es verdad y no porque sea vieja o nueva.
Pero lamentablemente no es ésta la conciencia que domina al mundo cristiano de hoy, la cual se sitúa dentro de la falsa tensión viejo–nuevo. De allí que, dentro de las mismas comunidades cristianas, sus miembros se rotulan de progresistas o de conservadores. Desde esta conciencia, ¿qué podrá argumentarse frente a los temas controversiales que enfrenta la Iglesia de hoy? Los cristianos progresistas no harán otra cosa más que avalar todo lo nuevo, ya que nuevo equivale a progreso. En consecuencia, para ellos, las cuestiones que hemos denominado controversiales no lo son ya que no puede existir conflicto alguno entre las novedades históricas y una Iglesia que sólo tenga que adaptarse a las mismas.
Evidentemente la Iglesia, dominada por esta concepción progresista, abandonará su llamado a ser sal de la tierra y luz del mundo para hacerse una misma cosa con el mundo. Esta Iglesia habrá sellado la paz definitiva con el mundo por cuanto habrá renunciado a ocuparse del Reino de Dios para entretenerse en los negocios terrenos. En realidad, no será más dado hablar de la relación Iglesia–mundo por cuanto el primero de los términos habrá perdido completamente su existencia. Sin embargo es probable que esto no podrá suceder nunca por cuanto ni siquiera las puertas del infierno abatirán a la Iglesia; por lo tanto, habrá que pensar que este progresismo tendrá corta vida en el seno de la Iglesia y que, tarde o temprano ella misma lo expurgará.


*

Notas
[1] Expresa Hegel: «Pero con el sol del espíritu, la cosa varía. Su curso y movimiento no es una repetición de sí mismo. El cambiante aspecto en que el espíritu se ofrece, con sus creaciones siempre distintas, es esencialmente un progreso» (Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Madrid, Alianza Editorial, 1982, 2ª edición, p. 73).


Fuente: ¡Fuera los Metafísicos!  ( FEBRERO 19, 2010)

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