por Carlos Daniel Lasa Dentro de pocos meses, todos los argentinos tendremos que decidir, mediante la emisión del voto, qué orientación daremos a nuestro país en los venideros cuatro años.
Detrás de cada uno de nuestros votos, con seguridad, anida la secreta esperanza de que el porvenir sea un estado más venturoso que el actual. Los filósofos clásicos designaban mediante el vocablo griego eujé el deseo y el ruego, propio de toda persona decente que tenía por objeto la existencia de un orden perfecto de la ciudad. Dado que el ideal de las personas decentes es siempre el bien, su deseo político se traduce en un ideal práctico ordenado a la realización de un orden político lo más perfecto posible.
Los filósofos clásicos sabían perfectamente que existía un abismo entre el ideal y la realidad. La realización de un ideal es un asunto azaroso en el cual intervienen tantas circunstancias que no permiten garantizar, de un modo necesario, la existencia de un resultado determinado. En consecuencia, una persona decente debe saber con claridad cuál es el ideal que debiera alcanzar una sociedad política (si bien, como he referido, sabe que el máximo bien político está regido por la ley del azar).
Refiriéndose a esta forma de utopismo, refiere Leo Strauss: “El significado práctico de este utopismo no consistía, insisto, en hacer predicción alguna sobre el futuro curso de los acontecimientos; consistía simplemente en señalar la dirección que deberían tomar los esfuerzos dirigidos a mejorar las cosas”[1].
Pese a estos deseos de “mejorar las cosas”, pareciera que los argentinos hemos perdido la conciencia del referido ideal, reemplazándolo con máximas indecentes como éstas: “roban pero hacen”, “se manejan bien en el poder”, “tienen vocación de gobierno”, etc. La pérdida de este ideal tiene un resultado bien concreto: la imposibilidad de mejorar. Pareciera que cada argentino llevase dentro de sí a un Maquiavelo, que se conforma con describir cómo son y cómo se comportan los hombres en general —y los gobernantes en particular—, en lugar de bregar por la existencia de una sociedad que enseñe a todos sus integrantes cómo deben ser y cómo deben comportarse.
Pero me pregunto: ¿cuáles son los ideales que un argentino decente debiera perseguir para que se vean realizados en el próximo gobierno?
En primer lugar, el Poder Ejecutivo venidero debiera afianzar los lazos de amistad entre los ciudadanos que conformamos la Argentina. Una sociedad en la que reinan el litigio y la violencia permanentes, es una sociedad enferma. La conquista de grandes objetivos, entre los cuales el primero es el de la paz interior, exige la presencia de un espíritu de amistad entre todos los argentinos. Los períodos de auténtico progreso no se dan en tiempos de guerra sino cuando reina la paz.
En segundo lugar, se debiera superar la esquizofrenia argentina entre una praxis política caudillista —que en realidad somos— y el estado republicano —que la Constitución dice que somos—. Para esto será necesario recuperar el sentido de la primacía de la ley. La configuración de un Parlamento y de una Justicia fuertes (el Ejecutivo siempre lo ha sido) harán que la adopción constitucional de nuestro sistema político sea, por fin, una realidad.
Finalmente, el gobierno deberá poner todo su esfuerzo en hacer efectiva una educación de excelencia, una educación de verdaderos señores: aquella que hace que cada hombre llegue a ser dueño de sí mismo. Una república no puede hacerse sin señores, que es como decir, sin personas plenamente libres. Es hora de que nuestra sociedad asegure la existencia de un espacio educativo apto para cincelar el alma. La República es el resultado del alma ensanchada de cada ciudadano: no habrá República sin la existencia de almas valiosas cuyo primer acto sea el señorío sobre sí mismas.
Considero que cada argentino tiene una gran responsabilidad frente a sí: dar cuenta, ante todo, de un ideal político decente. Será esta perspectiva la que nos permitirá distinguir el trigo de la cizaña y, de este modo, poder proyectar una Argentina mejor, ya no una esperanza utópica. Los argentinos debiéramos mostrar, en esta elección y en las venideras —como así también en cada acto público—, que aquella máxima de Giulio Cesare Vanini, proclamada en el año 1615, que rezaba “el mundo ama ser engañado y, por eso, se lo engaña”[2], no será ya aplicable a nuestro caso.
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Citas
[1] Leo Strauss. ¿Qué podemos aprender de la teoría política? Madrid, Alianza Editorial, 2014, p. 168.
[2] Giulio Cesare Vanini. Amphitheatrum aeternae providentiae. En Giulio Cesare Vanini. Tutte le opere. Milano, Bompiani, 2010. Exercitatio VI, 36, p. 384. “Mundus vult decipi, decipiatur ergo”.
Fuente: ¡Fuera Los Metafísicos! MARZO 23, 2015
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