por Alfonso Aguiló
—¿Entonces, la Iglesia reconoce que es cierta la leyenda negra de la Inquisición?
La Inquisición es ciertamente una institución controvertida. Lo fue entonces y lo sigue siendo ahora. Sin embargo, la perplejidad disminuye al conocer mejor la realidad de su historia y las circunstancias que determinaron su existencia.
Porque, como ha señalado Beatriz Comella, la polémica sobre la Inquisición se nutre en buena parte de ignorancia histórica, desconocimiento de las mentalidades de épocas pasadas, falta de contextualización de los hechos y de estudio comparativo entre la justicia civil y la inquisitorial. Esas carencias han hecho que se magnifique una injusta leyenda negra en torno a la Inquisición.
—¿Y qué hay entonces de cierto sobre la Inquisición, por ejemplo en España, que fue bastante famosa?
En España se formaron los primeros tribunales en 1242. Como en otros países europeos, esos tribunales dependían de los obispos diocesanos y por regla general fueron bastante benévolos.
Sin embargo, en la época de los Reyes Católicos el Santo Oficio español se convirtió en un tribunal eclesiástico supeditado a la monarquía y en un instrumento represivo de la disidencia religiosa influido con frecuencia por lo político. Los Reyes Católicos impulsaron a lo largo de su reinado medidas religiosas muy acertadas, que la historia les reconoce, pero quedaron un tanto ensombrecidas por la actuación de esos tribunales. Consideraban que la unidad religiosa debía ser un factor clave en la unidad territorial de sus reinos, y juzgaron imprescindible la conversión de los hebreos (unos 110.000) y los moriscos (unos 350.000). Algunos de ellos se bautizaron por convencimiento, pero otros no, y al regresar a sus antiguas prácticas fueron perseguidos por la Inquisición.
—¿Y cómo se explica esa decisión en unos reyes que han pasado a la historia como católicos?
Cuando se juzgan actuaciones del pasado, hay que tener presente que son diversos los tiempos históricos, sociológicos y culturales. En aquella época, la fe era el valor central de la sociedad, tanto como puede serlo ahora, por ejemplo, la libertad.
Igual que en nuestra época se lucha y se muere, y a veces también se mata, por defender la libertad personal o colectiva, entonces se hacía lo mismo por defender la fe.
La fe se percibía entonces como la base y la garantía de la convivencia, y el que atentaba contra ella era considerado de manera semejante a como ahora se vería a un terrorista, a una persona que contamina el agua de una ciudad o a quien vende droga a unos niños. Esa es la razón por la que la mayoría de la gente aplaudía la actuación de aquellos guardianes de la ortodoxia.
No quiero con esto decir que eso estuviera bien, ni que la historia lo justifique todo, sino simplemente que deben considerarse con atención los condicionamientos de entonces. Era una sociedad con una gran preocupación por la salvación eterna, en la que la muerte era una realidad fuertemente presente (la esperanza media de vida no llegaba a los treinta años, y la mortalidad infantil era muy alta, de modo que todo el mundo había visto morir muy jóvenes a varios de sus familiares más cercanos), y en ese clima, el común de la gente veía al hereje como un grave peligro social, de modo semejante -insisto- a como veríamos hoy a quien se dedicara a propagar enfermedades contagiosas, corromper niños o dañar el medio ambiente.
—¿Y era muy frecuente la tortura, o la muerte en la hoguera?
La pena de muerte en la hoguera se aplicaba al hereje contumaz no arrepentido. El resto de los delitos se pagaban con excomunión, confiscación de bienes, multas, cárcel, oraciones y limosnas penitenciales. Las sentencias eran leídas y ejecutadas en público en los denominados "autos de fe".
En cuanto a la tortura, la Inquisición admitió su uso, aunque con diversas restricciones: por ejemplo, no podía llegar al extremo de la mutilación, ni poner en peligro la vida del imputado. No hay que olvidar que la tortura era utilizada entonces con toda normalidad en los tribunales civiles. La principal diferencia era que en los tribunales de la Inquisición, el acusado confeso arrepentido tras la tortura se libraba de la muerte, algo que no ocurría en la justicia civil.
Otro rasgo característico de la Inquisición era que el imputado tenía mejor garantizados sus derechos que en el sistema judicial civil. Además, la Inquisición no hacía distinciones a la hora de acusar a prelados, cortesanos, nobles o ministros. Prueba de ello fue el caso del juicio de Carranza, arzobispo de Toledo y Primado de España, que fue acusado de luteranismo y condenado por la Inquisición española. O el de Antonio Pérez, que era secretario del rey. Este último, junto con otros políticos españoles exiliados, difundieron por Francia, Alemania e Inglaterra el germen de la leyenda negra de la Inquisición española, que fue acogida de buen grado en un ambiente de gran rivalidad por el dominio político del imperio español en numerosos puntos de Europa.
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