Por Agustín Laje *
El interrogante fundamental de las elecciones presidenciales venideras, que empieza a aparecer cada vez con más fuerza y que excede al resultado de las mismas, es la relativa al grado de autonomía o dependencia que podría caracterizar a un Daniel Scioli sentado en el sillón de Rivadavia.
Autonomía o dependencia, claro está, respecto de un kirchnerismo que ha prometido, tanto en boca de Cristina Kirchner como de su hijo Máximo, abandonar el gobierno pero no el poder.
La pregunta es fundamental, y no menor, porque reviste importancia no sólo para el escenario postelectoral sino para las definiciones que los votantes hagan a la hora de emitir su voto. Y es que lo que se juega en estas elecciones, nombres y colores aparte, es la disyuntiva dada por la continuidad o el cambio de modelo. ¿Votar a Scioli es votar un cambio encubierto o votar una continuidad impuesta?
Scioli ha sido la medicina amarga que la Presidenta tuvo que beber en vistas de que la clara opción de continuidad, Florencio Randazzo, no sería capaz de lograr resultados electorales auspiciosos. El hecho de haberse demorado tanto tiempo en esta definición pone de relieve que la duda sobre Scioli, duda política por excelencia, también está enquistada en la máxima líder del Frente para la Victoria. La imposición de Carlos Zannini como compañero de fórmula del motonauta no es otra cosa que la búsqueda de reducir la imprevisibilidad de esa duda.
No obstante, lo que para todos los argentinos aparece como duda, en Scioli toma la forma de paradoja. En efecto, él sabe bien que de resultar elegido como el próximo Presidente de la Nación, tendrá que definir su estrategia entre dos opciones que se resumen en la historia de dos tipos de presidentes paradójicamente opuestos, al menos en lo relativo a la construcción del poder: Néstor Kirchner y Héctor Cámpora.
En efecto, tanto el uno como el otro llegaron a la Casa Rosada –del mismo modo que eventualmente podría hacerlo Scioli– en virtud de una bendición política recibida por el verdadero depositario del poder político real del momento que, a través de dicha bendición, pretendía mantener por fuera del cargo formal los hilos de la marioneta que por causas de coyuntura debía utilizar. En el caso de Cámpora el titiritero fue Perón, mientras que en el caso de Kirchner el titiritero pretendió ser Duhalde.
Es curioso advertir, pues, que el origen del poder presidencial de Kirchner y Cámpora adopta la misma forma extrínseca a ellos mismos; en lo que ambas figuras se distancian, empero, es en el uso que hacen de ese poder. Allí donde el primero puso el poder al servicio de la destrucción de su fuente original −Duhalde−, el segundo duró apenas 49 días en su cargo para que el poder pudiera ser reabsorbido por su fuente real –Perón–.
El ejercicio de memoria que debe realizarse para recordar la traición de Kirchner a Duhalde no parece extenuante. La proximidad cronológica mantiene frescas ciertas imágenes, como el hecho de que el patagón aparecía frente a la sociedad, a la sazón, como un personaje ignoto que ocupaba el lugar del “candidato de Duhalde” en su disputa con Menem, es decir, el lugar del beneficiario del aparato clientelar de la Provincia de Buenos Aires cuyo peso específico en una elección nacional arriba al 40% de los votos.
Lo demás también es conocido: Kirchner actuó rápidamente para anular desde el comienzo la influencia de su padre político, empezando por reemplazar a los hombres que Duhalde le había dejado en posiciones estratégicas y continuando por anular algunas de las últimas medidas tomadas por su antecesor. El conflicto, que ya se hacía patente al primer año de gobierno de Kirchner, llegó a su clímax en las elecciones legislativas de 2005 cuando la pelea por el poder se tradujo en una contienda electoral entre sus mujeres. Duhalde fue calificado de “mafioso” por Cristina Kirchner en un discurso de lanzamiento de campaña que significaba una ruptura política sin retorno. El partido “Frente para la Victoria” fue el hijo de esta ruptura interna al PJ.
En el caso de Héctor Cámpora, recordar cuesta un poco más. Su ascenso al poder comienza el 9 de noviembre de 1971 cuando Perón, desde el exilio, reemplazó a su delegado Jorge Paladino por Cámpora. A los ojos del “viejo”, este último resultaba un hombre más maleable para concretar sus intereses frente al gobierno de Lanusse, que terminaría reabriendo el juego democrático pero con una salvedad: la llamada “cláusula del 25 de agosto” que impedía a Perón ser candidato presidencial.
“Cámpora al gobierno, Perón al poder” sintetizaba la maniobra que el peronismo había trazado para evadir los efectos de la citada cláusula. El entonces diputado nacional por Córdoba, Juan Lavaké, ha relatado que Perón minimizaba el rol de Cámpora diciendo: “que sea Juan o Pedro, lo importante es ganar las elecciones”.
Así como el 25 de mayo de 1973 Cámpora se ponía la banda presidencial, así el 13 de julio del mismo año se la quitaba. Fueron apenas 49 días de presidencia bajo la presión y el destrato de Perón para con su delegado-presidente. Allanado el camino para el titiritero, el títere no tendría otra función más que el destierro: primero siendo nombrado embajador en México (a pesar de las presiones de la izquierda peronista para que fuera designado vicepresidente de Perón) y, pocos meses después, siendo directamente expulsado del Partido Justicialista.
¿Quién decidirá ser Scioli si ganara las elecciones venideras? ¿Ser como Kirchner? ¿O ser como Cámpora?
“Scioli al gobierno, Cristina al poder” es la enunciación de la paradoja bajo la que se ha puesto al candidato presidencial del Frente para la Victoria y que podría resumirse en el hecho de que el kirchnerismo no quiere hacer de Scioli el próximo Kirchner, sino el próximo Cámpora, y no por sus virtudes sino por sus defectos y debilidades.
El kirchnerismo no quiere un traidor; quiere y necesita una marioneta.
* Director del Centro de Estudios LIBRE
La Prensa Popular (11/7/15)
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