por Javier Olivera Ravasi
La tortura
En el proceso inquisitorial, para obtener la confesión, se apeló a la tortura, pero sobre fundamentos muy diferentes de los del antiguo derecho romano. Desde la segunda mitad del siglo XIII hasta fines del siglo XVIII, la tortura formó parte del procedimiento penal ordinario de la mayor parte de los estados de Europa y también de la Iglesia, sólo en caso de delitos cuyo castigo implicara la muerte o mutilación (ésta, no aceptada por la Iglesia, que expresamente la prohibió, diferencia de las inquisiciones protestantes).
Para el canonista Bouix, no es medio intrínsecamente pecaminoso ni injusto[1].
La tortura estaba rodeada de protocolos de precaución: no podía ser desmedida ni causar muerte ni daños permanentes; debía ser del tipo ordinario, ya que se desaprobaban las nuevas torturas; debía hacerse en presencia un médico, y un notario debía elaborar un informe oficial del procedimiento. Aun en tales condiciones las confesiones obtenidas bajo tortura no eran válidas. Tenían que obtenerse igualmente después de aplicada la tortura[2]. La tortura no se aplicaba sino en casos en que la sentencia no fuese ni absolutoria ni condenatoria, es decir, únicamente en aquellos en que persistía la firme duda de herejía[3]. Nunca fue medio probatorio ni tampoco pena.
De más está decir que, frente a acusaciones infundadas, la compulsa de procesos en expedientes y archivos de la Inquisición, permite comprobar que el procedimiento inquisitorial estaba rodeado de garantías a favor del acusado. No me detendré en ellas, pues pueden leerse en los buenos libros.
El tormento ya era utilizado desde antes en los tribunales civiles, y en el de la Inquisición tuvo otra finalidad: al acusado confeso y arrepentido se lo libraba de la muerte, lo que no ocurría en el ámbito civil. En 1252 Inocencio IV autorizó, por primera vez, el uso de la tortura en casos de herejía (bula Ad Extirpanda). Para los inquisidores era una penitencia más que un castigo, servía a otro propósito, penitencial antes que punitivo, asegurar el arrepentimiento. Las torturas no llegaban a mutilar o matar al acusado. Los manuales de los inquisidores precisaban que la tortura no debía ser infligida sino en casos muy graves y cuando las presunciones de culpabilidad eran ya muy serias, requiriendo de una sentencia especial. Al igual que con la pena de muerte, las exageraciones forman parte del mito y no de la historia.
Según Escudero, se aplicaba la tortura cuando el reo entraba en contradicciones o era incongruente con su declaración; cuando reconocía una acción torpe pero negaba su intención herética; y cuando realizaba sólo una confesión parcial. “Los medios utilizados fueron los habituales en otros tribunales, sin acudir nunca a ninguna otra presión psicológica que la derivada del propio miedo al dolor.” Es decir, no fue un medio sistemático para obtener la confesión sino extraordinario para casos en que era dable presumir la mentira[4].
Un historiador clásico de la Inquisición, el norteamericano Charles S. Lea, ya en el siglo XIX reconoce que la tortura del Santo Oficio fue menos cruel que la estatal y menos frecuente, y que también era más restringida y limitada que aquella de que hacían uso los tribunales romanos. Y uno más actual, Kamen, afirma que “no debemos exagerar el significado de la tortura o de la pena de muerte. Salvo algunas excepciones importantes, la tortura se empleaba poco, y las cifras por muertes inquisitoriales han sido consistentemente exageradas.” [5]
Dumont afirma que si la Inquisición española entabló casi 50 mil procesos inquisitoriales, como sostiene el historiador Gustav Henningsen (49.092), usó de la tortura sólo en el 2% de los casos[6].
Las penas
Las sentencias condenatorias daban lugar a que el reo fuera penitenciado, reconciliado o quemado en la hoguera. Los penitenciarios debían abjurar de sus errores. Ante una cruz y con la mano puesta sobre los evangelios, el reo juraba acatar la fe católica. Si la falta había sido leve, aceptaba ya entonces, para el caso de una recaída futura, ser declarado impenitente con las penas oportunas. Si la falta había sido grave, se daba por enterado de que, caso de reincidir en ello, sería declarado relapso con el consiguiente castigo en la hoguera. Pero el arrepentido, es decir, el no pertinaz, era perdonado de su delito (desaparecía el crimen) y sólo se aplicaban penitencias canónicas y obras pías. Lo que prueba que se juzgaba, antes que el delito, la intención. Ante ningún tribunal civil el arrepentimiento era motivo de perdón; sí ante la Inquisición.
Las penas fueron regladas y fijas[7].
1º) El sambenito, o saco bendito, era un hábito penitencial cuyo uso arranca de la Inquisición medieval. Cuando el sambenito era impuesto como pena, era amarillo con la cruz de San Andrés bordada en la espalda y en el pecho. En los primeros tiempos se castigó a llevar el sambenito de por vida, pero luego las sentencias solían equiparar la obligatoriedad de su uso con el tiempo de reclusión o bien, imponían durante un cierto período.
Dentro de las penas menores también estaban las peregrinaciones y las obras pías.
2º) El castigo de los azotes fue muy corriente y tuvo carácter público. Los penitenciados, subidos en asnos y desnudos hasta la cintura, recorrían las calles con una capucha en la cabeza donde constaba su delito, mientras el verdugo iba propinando los azotes con la penca o látigo de cuero. Lo normal era recibir doscientos azotes.
3º) La cárcel fue también una pena muy común, oscilando el tiempo de reclusión entre unos meses (la prisión perpetua se remitía en unos pocos meses y nunca más de tres años)[8]. En los primeros años, fue frecuente el recurso de que cumplieran la reclusión en sus propias casas[9]. Desde mediados del siglo XVI se impuso el sistema de los establecimientos permanentes, conocidos como casas de la penitencia o de la misericordia, donde imperaba una cierta laxitud.
4º) La condena a galeras fue peculiar de la Inquisición española, dejó de emplearse a mediados del siglo XVIII. Para las mujeres, el castigo equivalente fue el trabajo en hospitales y casas de corrección.
5º) La pena de muerte en hoguera se aplicaba solamente al hereje contumaz no arrepentido (pertinaz) y al reincidente en delitos graves (relapso). Mas primero se le ahorcaba y luego era enviado al fuego; son muy raros los casos de condenados quemados vivos. Ha sido uno de los temas más discutidos y por el cual se ha acusado de genocidio a España y la Inquisición.
Recuérdese aquí la opinión de Santo Tomás de Aquino sobre las penas aplicables a los herejes: “Respondo diciendo que en relación con los heréticos dos cosas deben ser consideradas, una por parte de los mismos heréticos, y otra por parte la Iglesia. Por parte de los mismos heréticos, es pecado por el que merecen no sólo ser separados de la Iglesia mediante la excomunión, sino aún excluidos del mundo por la muerte. Porque es más grave corromper la fe, que es la vida del alma, que falsificar la moneda que es medio de subvenir a la vida temporal. De donde, si los falsos monederos u otros malhechores son justamente castigados a la muerte por los príncipes seculares, con más fuerte razón los heréticos, desde que ellos están convencidos de herejía, pueden ser no solamente excomulgados, sino justamente asesinados.
“En cuanto a la Iglesia, como ella es misericordiosa y busca la conversión de los culpables, ella no condena inmediatamente al herético, pero lo exhorta una primera y una segunda vez, como dice el Apóstol (Tit. 3,10) al arrepentimiento. De manera que si el herético permanece obstinado y si la Iglesia desespera de su conversión, la Iglesia proveerá a la salud de los otros separándolos por medio de la excomunión y el abandono al juicio secular para que éste los extermine del mundo por la muerte.”[10]
Los muertos por la Inquisición
Las extraordinarias cifras que Llorente dio en el siglo XIX (más de 341 mil víctimas: 31.912 personas quemadas, otras 17.659 en efigie o estatua, y 291.450 condenadas a penas graves), han sido corregidas por los historiadores actuales. Por caso, Escudero afirma que, en cuanto al número de víctimas, la Inquisición no llegó probablemente a ejecutar a un 2% de los acusados, esto es unas 600 personas a lo largo de tres siglos[11]. Kamen lo pone de otro modo: 3 personas por año, contando España, Italia y América, muchos menos de los que mandaban a ejecutar los tribunales seculares.
Dumont, cuestiona incluso esta cifra menor: las ejecuciones fueron muy pocas, afirma, y no se ejecutaron científicos, escritores ni humanistas[12].
Más allá de la cifra verdadera, tan difícil de aportar pero jamás tan increíble como la inventada por Llorente, habrá que decir con Joseph de Maistre que si se comparan los muertos en España con los muertos que provocaron las guerras de instalación del protestantismo en Europa, la ventaja a favor de España es inmensa[13]. Efectivamente, compárese con los protestantes:
Calvino en un solo día mandó a la hoguera a 500 herejes;
los calvinistas en Holanda y Suiza ejecutaron a todos los curas y monjes de 400 iglesias y conventos;
Enrique VIII de Inglaterra para instalar el anglicanismo mandó matar más de 200.000 católicos;
María Tudor (Bloody Mary) ejecutó a casi 60.000 personas por brujería;
a Jacobo I de Inglaterra se le atribuyen en su reinado (1603-1625) unas 500 víctimas al año;
en los primeros 300 años del anglicanismo se estima que se condenaros a muerte más de 264.000 personas por diversos delitos, a razón de 800 por año; etc.
La censura
La idea de que la Inquisición fue un aparato de control ideológico tampoco resiste el análisis. La orden de no leer libros prohibidos se acató, pero no se cumplió, como han demostrado varios autores. La Inquisición, en realidad, luego de un primer enfrentamiento con los sectores más ilustrados, fijó su atención en el control de las capas sociales menos instruidas (mujeres, jóvenes, no universitarios)[14].
¿Control ideológico? Es un prejuicio ilustrado. En principio, la censura estaba a cargo, no del Tribunal, sino de los calificadores, teólogos expertos de las universidades de Alcalá y Salamanca[15]. Se olvida que en esos siglos el 90% de la población no sabía leer. Por lo mismo, para la Iglesia el púlpito era un recurso mucho más útil para enmendar los espíritus que la censura. Además, el sistema de licencias ejercido con bastante liberalidad permitió la circulación de las ideas y los libros en mayor medida de lo que suele reconocerse[16]. Finalmente, el extraordinario desarrollo intelectual que en letras y ciencias tuvo la España desde mediados del siglo XV hasta algo más de la mitad del siglo XVII, coincide con el período de mayor actuación de la Inquisición[17]. “Jamás se ha escrito ni más ni mejor en España que durante los dos siglos de oro de la Inquisición”, asienta Menéndez y Pelayo[18].
Digámoslo con Ortí y Lara:
“¡Estrechos los moldes de donde salió la filosofía de Suárez, la ciencia jurídica de Soto, la erudición de Vives, la lengua de Cervantes, el teatro de Calderón, el genio de Herrera y de Murillo!”[19]
[1] Ortí y Lara, La Inquisición, pp. 235-236.
[2] Si el juez había violado las instrucciones sobre la tortura, más tarde podía ser demandado mediante el proceso sindicatus (revisión formal de las actuaciones de un juez), al terminar su mandato judicial.
[3] En el procedimiento inquisitorial en general, una vez iniciada la inquisitio specialis, se requería al juez que usase de todos los medios posibles para descubrir la verdad antes de la aplicación de la tortura. Sin embargo, la tortura sólo podía ser usada cuando la verdad no podía ser aclarada por otras pruebas, pues existía una jerarquía de las pruebas legales: dos o más testigos oculares (en la Inquisición española solían ser tres), la confesión, las “semipruebas” y los indicios, condicionaban la aplicación de la tortura. Incluso una vez que la tortura era planteada como un posible curso de acción, tenía que haber un conjunto preexistente de datos contra el acusado, aunque fueran circunstanciales y presuntivos. Esos datos tenían que ser probados: la fama debía provenir de gente respetable; los testigos presenciales debían coincidir en los detalles de su testimonio; los datos debían ser evaluados según un conjunto de criterios bien conocidos.
[4] Además, la tortura se aplicaba con la presencia de un médico que podía limitarla o suprimirla; no se aplicaba –salvo raras excepciones- a niños y ancianos. Por otro lado, el valor de lo declarado en la tortura no era absoluto, pues las confesiones así obtenidas no eran válidas por sí mismas y debían ser ratificadas, sin tormentos, en las veinticuatro horas siguientes.
[5] Kamen, “Cómo fue la Inquisición. Naturaleza del Tribunal y contexto histórico”, p. 21.
[6] Jean Dumont, L’Église au risque de l’histoire, Criterion, 1982, p. 379. Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, p. 135. Iturralde, La Inquisición. Un tribunal de misericordia, p. 364, resumiendo lo dicho por historiadores contemporáneos, afirma que sólo el 2 o el 3% de los acusados fue sometido a tormento. Contrasta con el dato de Llorente: 348.021 procesados. García Carcel dice que fueron 150.000 aproximadamente.
[7] Iturralde, La Inquisición. Un tribunal de misericordia, pp. 311 y ss.; Llorca, Historia de la Inquisición en España, pp. 227 y ss.
[8] Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, p. 142.
[9] Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, pp. 128-129.
[10] Suma Teológica, II-II, q. 11, a. 3, resp.
[11] Agrega Escudero, como dato comparativo: la caza de brujas provocó en el continente unas 300.000 víctimas (dos tercios de ellas en Alemania) y unas 70.000 en Inglaterra. Iturralde, La Inquisición. Un tribunal de misericordia, p. 328 dice que sólo el 1,9%.
[12] Dumont, L’Église au risque de l’histoire, pp. 364-365 y 399.
[13] Alzog, Historia de la Iglesia, II, p. 287.
[14] José Pardo Tomás, “Censura inquisitorial y lectura de libros científicos. Una propuesta de replanteamiento”, en Tiempos Modernos, nº 9 (2003-04), 18 pp.
[15] Iturralde, La Inquisición. Un tribunal de misericordia, p. 431.
[16] Escribe Kamen, “Cómo fue la Inquisición. Naturaleza del Tribunal y contexto histórico”, p. 18: “El sistema de las licencias fue un extremo difícil de imponer en los países católicos; en la práctica, había mucha más libertad de predicar en la España del siglo XVII que en la Inglaterra del mismo siglo. Así, pues, es difícil ver dónde estuvo amenazada la libertad de pensamiento. En cuanto a la facilidad para expresar ideas abiertamente, mi opinión es que España fue uno de los países más libres de Europa en este
aspecto. Cuando las leyes de la censura se introdujeron en los países de Occidente, uno de los últimos territorios en ponerlas en vigor fue Castilla, desde 1558, y en la Corona de Aragón no hubo control estatal sobre la prensa hasta finales del siglo XVI.” Véase del mismo autor, Henry Kamen, “Censura y libertad. El impacto de la Inquisición sobre la cultura española”, en Revista de la Inquisición, n° 7 (1998), pp. 109-117.
[17] Valen aquí las innumerables correcciones y contra pruebas contra la acusación de oscurantismo hecha a la Inquisición, que trae Dumont, Proceso contradictorio a la Inquisición española, pp. 176 y ss.
[18] Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, Buenos Aires, 1945, tomo II, p. 316.
[19] Ortí y Lara, La Inquisición, p. 378. Aunque en filosofía sea preferible Vitoria a Suárez, y en teología se haya omitido a Melchor Cano.
Quenotelacuenten ( el 11.07.15)
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