viernes, 7 de agosto de 2015

Los “pueblos originarios” de América: ¿son realmente “originarios”? (2-4).

por Cristián Rodrigo Iturralde.
f) ¿Los pueblos originarios como parte de un mismo todo? No son pocos quienes en aras de intentar minimizar la labor civilizadora y evangélica de España y la Iglesia Católica en América, pretenden la existencia de una saludable y armoniosa unidad continental indígena hacia 1492.
Así entonces, los españoles habrían roto esa unidad perfectamente cohesionada con su llegada, exterminando una misma raza, una misma cultura: la indígena.
Afirmar esto es desconocer completamente la realidad precolombina e historia indígena. Desde la llegada de los primeros inmigrantes asiáticos al continente hasta el descubrimiento de estas Indias, habitaron en él un sin fin de distintas razas, etnias, culturas y pueblos, de disímiles lenguas, dialectos y costumbres. Como bien apunta don Vicente Sierra, sintetizando el asunto: ¨Las posibilidades culturales de un maya nada tenían de contacto con las de un araucano¨. Algunos pueblos resultaron irreductibles por estar acostumbrados a vivir en la más completa anarquía y excesos, mientras otros conservaron cierto grado de organización. Algunas razas se encontraban tan degeneradas fisiológica y psíquicamente –principalmente por la embriaguez- que estaban a punto de extinguirse. Esto, naturalmente, dificultó la aplicación de algunas legislaciones comunes a todos, por tratarse de pueblos y situaciones tan dispares –no solo geográfica y culturalmente-[1].
Generalmente peleando a muerte unos con otros, motivados por invasiones, venganzas, por mero oficio de hacer la guerra, para procurarse esclavos u otros motivos; llegándose al límite del exterminio de poblaciones enteras. Sólo en la región de la actual república mexicana, coexistieron numerosos pueblos, habitualmente ajenos y enemigos entre sí, como los mayas, zapotecas, Olmecas, totonacas, toltecas, tlaxcaltecas, tarascos, otomíes, chichimecas, tarahumaras, cholulas, tecpanecas, texcocanos, por referir solo unos pocos. En la región andina batallaron a sangre y fuego incas, nazcas, chovís, tihuanacos, moches, araucanos, etc.
No necesitaron, pues, venir los españoles para destruir grandes civilizaciones indígenas: éstas eran, pues, o bien destruidas y extintas por las hordas invasoras de turno, por sublevaciones internas o simplemente desaparecían misteriosamente de la faz de la tierra, como el caso de los Olmecas, mayas, toltecas[2], teotihuacanos, Tiahuanacos, nazcas, etc.  O como el caso del pueblo taino, exterminado por los denominados indios caribes. Por tanto, pretender que en tanto indígenas pertenecían estos a una comunidad común solo diferenciadas geográficamente, es, cuanto menos, de badulaque.
Y fue España, de hecho, quien protegió y apoyo aquella ¨multiculturidad¨ continental -por utilizar un término tan en boga- siempre en peligro latente bajo los imperios precolombinos expansionistas, sumado a la criminalidad de hordas anárquicas como los caribes. España y los misioneros se ocuparon de elaborar y aplicar distintas legislaciones considerando a cada pueblo particular, a fin de facilitar su transición al nuevo orden, respetando la mayor parte de sus costumbres.
g) ¿Bravura Indígena?- Corresponde preguntarse sinceramente a este propósito si resistieron los aztecas e incas estoica y espartanamente la ocupación europea como suele creerse. ¿Lo hicieron? Resistieron algunos; no más que eso.
Existe la costumbre de dotar a estos pueblos con rasgos que ciertamente no tuvieron. Suélese así, entonces, dedicar las mas grandes loas al supuesto poderío y genio militar que tuvieron y al valor legendario de sus guerreros.
Cabría recordar que Hernán Cortes conquistó el imperio precolombino más extenso de la historia con solo 300 hombres en menos de 24 meses y que Pizarro hizo lo propio con 170 hombres, frente a una población de 3 millones de incas y 300.000 guerreros. La relación en número respecto a indígenas y españoles fue siempre, en el mejor de los caos, de 200 a 1, en favor de los primeros. Y cabe a este propósito aclarar una cosa: España no trajo consigo ningún colosal arsenal con tecnología 3D, ni teléfonos celulares lanza granadas, como no trajo sus tanques y misiles, ni la Fuerza Aérea y su regimiento de entrenados paracaidistas, ni sus comandos terrestres o anfibios. A decir verdad, no trajo consigo siquiera a soldados profesionales ni aficionados a la guerra.
Parece ser que la supuesta superioridad de las armas europeas no es más que un mito. En un conocido documental del Discovery Channel, los especialistas en armas Ross Hasig y Jack Schultz -luego de la reconstrucción de los hechos y analizando las armas utilizadas por uno y otro bando- llegan a la misma conclusión. Señalan, entre otras cosas, que la ventaja que ofrecía, en principio, a los europeos disponer de armas de fuego fue mínima; pues era mucho el tiempo que se tardaba en recargar el arma luego de cada disparo, por lo que fue casi inútil en los enfrentamientos a corta distancia, donde al parecer la ventaja estaba del lado de los indígenas, cuyas espadas hechas de obsidiana podían cortar a un hombre a la mitad con tan solo una o dos estocadas. A esto sumemos que, como hábiles guerreros, se las ingeniaban para que los proyectiles lanzados por las hondas, dardos o flechas, hiciesen blanco en las partes del cuerpo de los españoles que no cubrían sus armaduras de hierro[3].
A diferencia de los aztecas, que eran todos consumados guerreros y hacían de la guerra su vida, los soldados españoles, salvo honrosas excepciones, ninguno tenía experiencia previa en guerras ni batallas. Ni la clara ventaja geográfica que ofrecía para los aztecas Technotitlan pudo detener a los españoles.  Recordemos que la capital de los mexicas estaba establecida en un islote en el lago Texcoco, cuyos únicos accesos a tierra eran unos pocos y angostos puentes artificiales que estos habían construido y que podían levantar en cualquier momento para cerrar el paso de acceso a la ciudad. Antes de llegar aquí, Cortes debió recorrer con sus soldados 400 kilómetros de indómita selva, lleno de peligros, de fieras salvajes, ataques sorpresa; y todo esto con escasos alimentos. El protestante Pierre Chaunu narra con gran destreza y detalle la tenacidad mostrada por los españoles en la conquista:
Prodigiosa rapidez la de esta aventura maravillosa, cumplida con medios precarios. Cortés partió al asalto del imperio azteca con seiscientos sesenta hombres; Pizarro, al del imperio de los Andes, con ciento ochenta, Los otros grandes devoradores de distancias solo tuvieron a sus ordenes un puñado de aventureros; con esas fuerzas insignificantes triunfaron en las emboscadas de un país desconocido, hostil, no hecho a la escala humana. Pizarro pasó reiteradamente de las llanuras palúdicas de las costas a los altiplanos del interior; Orellana recorrió decenas de millares de leguas a través de las selvas del Amazonas, en constante procura de lo desconocido. Estas conquistas fueron realizadas sobre pueblos primitivos del centro de America del Sur y de las islas, pero también sobre otros que, como en el caso de los incas, habían llegado a un grado de perfeccionamiento y organización social rara vez logrado. Esta lucha de puñados de hombres hambrientos y quebrantados por la fatiga, contra multitudes; esta conquista total seguida en todas partes por el hundimiento definitivo de las culturas indígenas y de sus organizaciones políticas logró el triunfo más por la superioridad y arrojo de sus hombres que por su superioridad técnica[4]
Aunque los españoles tuvieron una ventaja, es cierto; dos a decir verdad. La primera, fue el genio estratégico y la voluntad indomable de un hombre extraordinario: Hernán Cortés. La segunda: sus hombres. Si bien en su mayoría civiles y neófitos en las artes militares, hay que comprender que eran, antes que nada, españoles; y esto es decir mucho. Pues el español de aquellos siglos era moldeado desde la cuna a imagen y semejanza del Arquetipo, esto es, del Caballero Cristiano: a despreciar todo peligro y a rehuir a toda vanidad; a dedicar su vida a los más elevados ideales. El espíritu de cruzada, de reconquista, estaba presente y firme en cada uno de sus gestos, hasta en el más recóndito e íntimo de sus huesos, llenando su alma.
Estos hombres no conocían la guerra ni eran muchos de ellos, a decir verdad, grandes moralistas o portadores de una intensa vida espiritual, pero aborrecían las guerras fútiles y conocían y practicaban el honor, la lealtad y la caridad; sobre todo con los vencidos y con las mujeres, ancianos y niños, y esto los hizo los primeros practicantes del Tratado de Ginebra, aun siglos antes que éste existiera. Ni aun con los pueblos extremadamente belicosos utilizaron Cortés y Pizarro las armas sino como ultimísimo recurso, prohibiendo y castigando severamente los saqueos y el maltrato sobre los vencidos. No necesitaron de ninguna legislación nacional o internacional que regulara el tipo de comportamiento adecuado en tiempos de guerra; ellos lo aplicaron instintivamente, gracias a su formación católica y a la puesta en práctica de sus preceptos cristianos. El Tratado de Ginebra solo raramente fue respetado desde su promulgación hasta la fecha. España lo hizo siglos antes. Le cabe por tanto este merecido reconocimiento.
Los indígenas, por su parte, no conocían nociones tales como códigos de guerra o misericordia: todo prisionero de guerra era, por norma y en el mejor de los casos, ejecutado en el acto o esclavizado para ser eventualmente torturado y sacrificado ritualmente. Lo mismo sus familias; sus mujeres previamente violadas en forma sistemática y los niños destinados a empalagar la insaciable sed de sangre de los dioses mexicas, mayas o incas.
¿Bravura azteca? Lo cierto es que a veces ni siquiera era preciso el combate cuerpo a cuerpo, pues, como reconocen los mismos indígenas, era suficiente muchas veces el estruendo de algún humeante cañón para que estos huyeran atemorizados. La creencia que estos constituyeron una suerte de espartanos o cruzados templarios americanos es un despropósito histórico y una afrenta para aquellos grandes pueblos y hombres que murieron y lucharon en grado heroico por los más altos ideales.
Fueron los aztecas, incas y mayas, ¨feroces¨ guerreros únicamente cuando guerrearon contra otros pueblos que superaban ampliamente en número y en calidad de guerreros; pueblos que no contaban generalmente con ejércitos regulares y profesionales ni con el armamento o recursos de los grandes imperios.
A los recién mentados, agreguemos tres últimos ejemplos, emblemáticos por cierto, que fundan en gran medida nuestra opinión: 1) Moctezuma II es tomado prisionero por los españoles sin oponer resistencia. Pero lo más grave (a los propósitos de la ¨hombría¨ indigenista) es que se convirtió en el portavoz del capitán español instando a los suyos a rendirse. La historia termina con un Moctezuma lapidado y flechado por parte de su misma gente. 2) Cuauhtémoc, último líder azteca, sucesor del recién mencionado (considerado un verdadero guerrero del pueblo por los suyos) intentó huir rápidamente cuando vió que la contienda se tornaba desfavorable, sin combatir –los españoles lo apresaron cuando estaba fugándose en una canoa-. Al sur del continente tenemos el caso del sanguinario rey Inca Atahualpa, tomado prisionero por Pizarro. Todos prefirieron vivir a aceptar la muerte como verdaderos hombres y guerreros; aquellos que no rinden más que su vida, sin renunciar a lo que creen su misión, ni a su pueblo ni a sus ideales. En el año 1319, vencidos los aztecas por la alianza formada entre culhuas, xochimilcas y tecpanecas, fueron sometidos a la humillación de desistir de sus deidades, obligados a entregar todos los símbolos religiosos u objetos que hicieran referencia a ellos.
En contraste, resulta inimaginable suponer a un guerrero católico renunciando a Cristo para no ser ejecutado. El español y un cristiano de aquellos siglos aceptaban –y hasta buscaron- la muerte como una gracia que se les presentaba. Arrodillarse ante el enemigo, ante la barbarie y el salvajismo jamás fue una opción. Nadie en la historia ha contado entre sus filas con mayor número y calidad de mártires y guerreros en grado heroico que España y la Iglesia Católica. El calendario del martirologio da buena muestra de ello. ¿Su inspiración?: muy especialmente la Caballería católica. Una de las principales normativas del Código de la Caballería -redactado por Raimundo Lulio- ordenaba ¨no retroceder jamás ante el enemigo¨. Alfredo Sáenz, quien dedicara una de sus grandes obras a esta cuestión, nos explica la cosmovisión de la vida que tenía aquel hombre católico: "Antes morir que retroceder. Al fin y al cabo, la muerte por valor es la más gloriosa para un caballero. Más importante es para él la inmolación que la victoria, la sangre ofrecida que la sangre derramada (…). ¨Combatid, Dios os ayudará¨: tal es la fórmula que aúna la fuerza del hombre y la ayuda de Dios, la naturaleza y la gracia. No otra cosa quería decir Santa Juana de Arco cuando afirmaba: ¨Los hombres de armas batallarán, y Dios dará la victoria¨[5]
Al final, Hegel tenía razón: América cayó al soplo de Europa.
h) ¿Y el oro donde está? ¨El oro¨; cuestión ésta que se ha utilizado como caballo de Troya para intentar confundir los verdaderos designios de España en el continente. Típico de la mentalidad renacentista el querer explicar, interpretar, todo hecho histórico en móviles materiales (lo que usualmente denominamos ¨materialismo histórico¨). Y es por esta estrechez mental, esta insuficiencia crítica y cognitiva, que no han podido explicar un proceso que perseveró por más de 300 años, donde se fundaron cientos de casas de estudios, de oficios, de hospitales, edificios, templos, construyendo ciudades en las regiones más recónditas, inhóspitas y peligrosas del continente donde no había mas riqueza o recursos naturales que unos cuantos yuyos.
No. Imposible –y por ello inconducente- será intentar explicar la obra de pacificación y población americana con el pretexto que unos pocos aventureros sedientos de oro se despertaron un día mengano decidiendo ipso facto, desde la espesura de los montes vascos o de las montañas y penillanuras extremeñas, recorrer más de 5000 millas náuticas, liquidando todas sus pertenencias (incluso a precio vil), pidiendo prestado lo que no tenían, alejados de su prole, exponiéndose a todo tipo de peligros sabiendo que era probable que jamás volvieran a la Península con vida o con algún dinero en el bolsillo. Antes bien, más factible era que murieran sin un maravedí. Y la experiencia se encargó de demostrar sus presunciones. Descubrimos por doquier en los anales del descubrimiento, exploración y pacificación americana, conquistadores y adelantados quebrados económicamente y/o comidos por caníbales o liquidados por la hambruna, las guerras, las tempestades y otros mil motivos. Otros, como el mismo Cortés, reinvierten todo lo ganado en nuevas empresas que los llevarán eventual e indefectiblemente a la quiebra y a la muerte. El conquistador español se ubicó en las antípodas de su par europeo, enriquecido por la especulación financiera y la explotación inhumana de los naturales. La del conquistador español, advierte Garcia Soriano, ¨fue una vejez de privaciones, estrecheces y miserias. Conquistada América, realizada la homérica hazaña y pacificada la tierra, el conquistador se sentía como escapado del tiempo… Fueron muy pocos los que pudieron gozar del fruto de sus trabajos y desvelos en la paz sencilla y tibia del hogar… En cambio, cuántos cayeron en la mitad del camino, padeciendo las terribles torturas de las flechas, arrebatados por los torrentes, despeñados en los abismos, víctimas de las espantosas torturas del hambre o de las fiebres tropicales, o al filo de las espadas de sus propios compañeros… Examinad al azar, las probanzas de méritos y servicios de los conquistadores que solicitan mercedes a la Corona y oiréis la voz angustiada de los viejos soldados, cubiertos de gloria, solicitar al monarca, en todos los tonos de la súplica, el reconocimiento de sus servicios para mitigar su miseria. Los oiréis quejarse de que a sus años no tienen con qué dotar a sus hijas para casarlas con decoro; que no tienen con qué vestir y educar a sus hijos; que salvo un nombre glorioso, no tienen qué otra herencia dejar a sus descendientes. Examinad el Diccionario Autobriográfico de los Conquistadores y Pobladores de Nueva España, y oiréis una interminable queja, una eterna cantinela, en la que el Conquistador pide a la Corona remedio para sus necesidades y miserias. Viejos, enfermos, cubiertos de heridas y rodeados de hijos, soportan las angustias de una estrechez económica que los aplasta, y que es la mejor réplica a la acusación de avaricia con que sus detractores pretendieron lapidarlos…¨[6].
Sin dudas, de haber constituido la materia su único móvil, bastante más sencillo hubiera sido para ellos probar suerte en otros lugares de Europa, en las costas asiáticas y africanas o en la misma España. 1492 es el año que marca el final de la reconquista española contra el infiel y despiadado invasor musulmán. Ese español, ese católico, infundido de un sentido heroico y servicial de la vida, anhelaba (buscaba incluso hasta enloquecerse) ensanchar los confines e ideales hispánicos -desafiando a la gravedad y la geografía misma de ser necesario; como de hecho lo hicieron-, pero, por sobre todo, estos hombres cristo céntricos ambicionaban mayor gloria para Dios; y esto solo podían lograrlo evangelizando a aquellos extraños paganos que habitaban al otro lado del orbe: en un lugar que llamaban ¨el Nuevo Mundo¨.
Afirmar que España vino nomás a llevarse el oro riñe completamente con la cuantiosa documentación existente y con los hechos objetivos, verificables, de aquel período. En síntesis, insistir en ello para explicar una empresa que persistió por más de tres siglos, que construyó y civilizó un continente, es una de dos cosas: mala voluntad o severa estultez.
La cuestión del oro fue para España meramente complementaria, secundaria, casi accidental. Si bien el mal de unos no puede justificar el mal de otros, conviene recordar que los mismos indígenas explotaban a la gran masa perteneciente al pueblo llano en los trabajos de las minas; pues este metal precioso fue igual de estimado entre estos. ¡Y que decir de los ingleses![7] al norte del continente y aun en sus colonias africanas y asiáticas, junto a sus socios (a veces competidores) holandeses –y a veces portugueses-, que no hesitaron un instante en exterminar poblaciones enteras a este propósito.
Ahondaremos algo más en este sentido posteriormente, pero digamos no obstante una o dos cosas acerca de esta trillada acusación: España no encuentra oro sino recién más de medio siglo después de haber puesto pie en América. Si la intención de España hubiera sido meramente comercial, hubiera agotado sus energías y recursos en la construcción de puertos y asentamientos costeros –como hicieron sajones y portugueses-, sin penetrar en el corazón del continente, atravesando indómitas selvas, llevando misioneros y labradores, fundando escuelas, hospitales y universidades; tanto para indígenas como para españoles. Dice don Vicente Sierra: (…) las ganancias materiales no aparecieron sino mucho más tarde, pues ni el oro abundaba como algunos suponen, ni el trigo, las hortalizas y las frutas aparecieron con solo sembrarlas, ni aumentaron las vacas sus pariciones, ni las gallinas traídas de España pusieron mas de un huevo por día (…) Y al llegar, lo mismo en la México fabulosa, que en el Tucumán donde no había ni raíces para comer, el conquistador se queda, deja en un rincón las armas y ara o busca quien mueva un arado[8]
No obstante, reconocemos, difícil será negar que algunos conquistadores fueran movidos en parte por afanes materiales (lo cual no es ilegítimo ni inmoral per se), y, en realidad, no debería sorprendernos si nos ponemos en sus zapatos por un momento. Muchos de ellos, lo hemos dicho ya, habían invertido todo cuanto poseían para emprender tan agotador y costoso viaje, llegándose a endeudar grandemente. No hay que olvidar que las conquistas y exploraciones -salvo la de Colón y alguna otra, sufragadas por la Corona- fueron empresas privadas, siendo por tanto natural que estos quisiesen recuperar lo invertido o sacar algún rédito por su esfuerzo. Y es lógico que así fuese, ¿o acaso el que trabaja no merece una retribución? Máxime quien trabaja arriesgando su vida por una causa trascendente y universal. Ingrato e injusto sería de nuestra parte olvidar que hoy habitamos este continente gracias a su arrojo.
Conviene recordar, no obstante, que en general fueron estos hombres profundamente religiosos, mediando además un contrato con la Corona: se habían comprometido con los monarcas a difundir el evangelio cristiano entre los indígenas y, naturalmente, a protegerlos y darles buen trato. Violentar tal acuerdo no solo significaba la rescisión del convenio, sino que acarreaba gravísimas consecuencias para la fama de sus personas (en tiempos donde el honor lo era todo), pudiendo ser multados y encarcelados (como de hecho sucedió algunas veces). Por tanto, actuar conforme al Derecho y al Evangelio estaba en el mejor interés de todos -aun de los avariciosos-. Y para asegurarse que ningún posible abuso de colonos, adelantados o conquistadores pasase por alto, la Corona y la Iglesia tenían sus propios ojos en el continente: los misioneros; predicadores como Fray Antonio de Montesinos y Toribio de Benavente -por nombrar sólo dos grandes protectores de indígenas-, y un sin fin de funcionarios reales, entre cuyas atribuciones estaba la de supervisar y vigilar el comportamiento de conquistadores, adelantados, colonos, etc.
Por tanto, nada de inmoral o ilícito encontramos en el anhelo material de conquistadores y colonos, puesto que, antes que todo, fueron labradores y constructores.  Lo ¨malo¨ o reprobable no es el oro en sí o su búsqueda, sino, como enseña el Dr, Caponnetto, cuando apartadas del sentido cristiano, las personas y las naciones anteponen las razones financieras a cualquier otra, las exacerban en desmedro de los bienes honestos y proceden con métodos viles para obtener riquezas materiales.[9] Conviene aclarar, por si hiciera falta –como ha sido ya largamente probado y discutido- que España no se enriqueció en su empresa americana sino justamente lo contrario. Los mismos impugnadores de la conquista española son quienes se encargan de señalar que el fracaso económico de España se debió, en gran medida, a su falta de políticas y medidas adecuadas para la explotación comercial del continente; relegando lo económico a un segundo y lejano plano. Ingenuamente, algunos historiadores creen tener la prueba de la ¨sed de oro¨ española en los cargamentos que de este metal partían a la Península, pero no dicen que a cambio ingresaban al continente un sin fin de mercancías y productos utilísimos para la mejora sustancial en la calidad de vida de sus habitantes. A esto comenta el historiador recién citado: ¨ (…) además, la explotación minera, fue considerada por la Corona como de utilidad pública, de modo tal que que no pocos de sus réditos volvían a América en inversiones institucionales, administrativas o asistenciales. De allí la expresión de Bravo Duarte de que todo el país (refiriéndose al americano) fue beneficiado por la minería[10].
España no participó ni se contagió de la política capitalista, usurera y expoliadora -creada y promovida por protestantes y judíos- practicada por el resto de Europa, sino que la combatió tenazmente, coherente con la doctrina católica[11].
Si por el vil metal se inculpa a España, entonces, con mismo criterio, caerían necesariamente bajo el mismo yugo acusatorio todas las naciones modernas, que al momento de su creación o independencia apropiáronse de los recursos de la región (de otra forma no hubieran podido construir ni una mesa).
Refiriéndose al momento de la primera aparición de oro en América, dice don Vicente Sierra: "Es muy explicable que los colonos, a pesar de todo su catolicismo, se dedicaran a recogerlo. Si así no hubieran procedido, y hubieran despreciado al rico metal para preferir continuar plantando repollos o criando aquellos cerdos, sin los cuales no se hubiera conquistado el Nuevo Mundo, pues fueron los cerdos de La Española los que integraban las columnas de abastecimiento de los conquistadores, España seria un país de orates. Y no hubiera fundado un imperio sino una casa de salud[12]

(continuará)


Notas:

[1] Consultar para mas detalle la obra de Vicente Sierra (Sentido Misional..., pp. 131-138) y, particularmente, dos de Guillermo Furlong Cardiff: Entre los Abipones del Chaco, Buenos Aires, 1938, y Entre los Pampas de Buenos Aires, Buenos Aires, 1938.

[2] Según el protestante Prescott, los toltecas fueron destruidos por las pestes, hambrunas y guerras, tanto internas como externas. Historia de la Conquista de México, pp. 20-21. Casi todos los grandes pueblos desaparecieron o fueron destruidos por las mismas razones (veremos algunos ejemplos más adelante)
[3] Documental, Unsolved History, temporada 2, episodio 6: Aztec Temple of Blood, producida por Peter Karp y dirigida por John Joseph, para el Discovery Channel, 21/1/2004. Citaremos ese documental más adelante en el ensayo. La investigación contó también con la colaboración de los antropólogos Frances Berdan y Barry Issac, los recientemente mencionados especialistas en armas Ross Hasig y Jack Schultz, los diseñadores de torsos artificiales Wsley Fisk y Chris Leigh y el prestigioso cirujano Brendon Conventry. Disponible completo en: http://www.youtube.com/watch?v=sfTMFsniCXM
[4] Pierre Chaunu, Historia de América Latina, Eudeba, Buenos Aires, 1972, p. 25. Más allá de algunas imprecisiones -como la cantidad de hombres que dice acompañaron a Cortés y las cifras de población que ofrece para América-, y de inmerecidas concesiones a los sajones en su conquista del norte del continente y algunos prejuicios antiespañoles y anticatólicos, su obra resulta de bastante provecho para el estudio de la conquista americana.
[5] Alfredo Sáenz, La Caballería, Ediciones Gladius, Buenos Aires, 1991, pp. 162-163. Consultar, en el mismo libro (pp. 169-175) la carta que San Bernardo dirige a los Caballeros del Temple, animándolos a combatir a los injustos agresores e infieles; a no temer la muerte sino a buscarla, en defensa de Dios.
[6] Manuel García Soriano, El Conquistador Español del siglo XVI, Tucumán, URU, 1970, pp. 90-91.
[7] Lo singular del caso de nuestros indigenistas ¨criollos¨ -incluidos, naturalmente, los mediáticos Galeano y Pigna- es que a fin de inculpar a España con puerilidades como estas, han buscado el vil metal hasta en los bolsillos de Pipo Pescador –sin suerte, por cierto- olvidando cachear los del Imperio Británico mismo. Aunque, a decir verdad, no podemos decir que nos sorprenda tal descuido si considerásemos las locaciones de las sedes de las entidades indigenistas más influyentes de nuestro país: nada menos que Londres y Bristol, Inglaterra.
[8] Vicente Sierra, El Sentido Misional de la Conquista de América, Dictio, Buenos Aires, 1980, p. 365.
[9] Tres lugares comunes de las leyendas negras, Antonio Caponnetto. Conferencia, Buenos Aires, 1992. Disponible versión escrita en http://www.statveritas.com.ar/Varios/Caponnetto-01.html
[10] Caponnetto, Hispanidad y Leyendas Negras, Buenos Aires, Nueva Hispanidad, 2001, pp. 126-127.
[11] Incluso –como advierte el Dr. Caponnetto- autores marxistas como Vilar, Simiand, Carande, Braufel, Nef y otros, han reconocido que el capitalsimo jamás arraigó en esa España conquistadora.
[12] Vicente Sierra, El Sentido Misional de la Conquista de América, Dictio, Buenos Aires, 1980, p. 365.

quenotelacuenten | 7 agosto, 2015 .

No hay comentarios:

Publicar un comentario