lunes, 12 de octubre de 2015

Feminismo medieval, cinturón de castidad y derecho de pernada (3-3).


P. Javier Olivera Ravasi
Cinturón de castidad
Entre los innumerables «clichés» pseudo-históricos que pueden leerse en internet se encuentran aquellos que hacen de la mujer medieval, una «esclava del hombre» con una «sexualidad reprimida» o bien una simple compañera que se utilizaba a despecho y para satisfacer los bajos instintos masculinos.
Olvidan sin embargo quienes esto piensan, que no sólo esta opinión daría risa a cualquier historiador serio, sino incluso a aquellos que mínimamente tuviesen acceso al arte de la época. En efecto, las descendientes de Eva no por ser mujeres de aquella época y vivir en tiempos en que la filosofía del Evangelio gobernaba los estados, se encontraban en un estado de gracia permanente. Pensar esto sería tan ilógico como pensar que hoy, por estar en la época de las cirugías, todos moriremos jóvenes y con cuerpos bellos… No. La humanidad no está determinada por la sociedad en la que vive y se puede ser tan santo en Sodoma como pecador en la mejor ciudad de Dios.
Las fallas humanas existían en aquellos tiempos, tanto para el hombre como para la mujer; testigo de ello son incluso algunas canciones picarescas que hasta demuestran la infidelidad femenina por aquellas épocas. Los términos usados en el lenguaje popular y en los villancicos (aunque un tanto fuertes) no por ello dejan de mostrar el humor y el realismo en el que se vivía:
¡Cucú, cucú, cucucú!
Guarda no lo seas tú.
Compadre, has de guardar,
para nunca encornudar;
si tu mujer sale a mear,
sal junto con ella tú.
¡Cucú, cucú, cucucú!
Guarda no lo seas tú[1].
Sí; la mujer caía tanto como el hombre; y caía porque podía caer, es decir, no sólo porque era débil, sino porque existía la posibilidad fáctica (¡ay, que somos hijos de Adán!) de hacerlo.
Ha habido, sin embargo, quienes han intentado crear en los últimos tres o cuatro siglos, ciertas leyendas por medio de las cuales, o bien la mujer estaba impedida de pecar en este ámbito o bien, que era un objeto sexual a piacere de los señores feudales: nos referimos a las leyendas del cinturón de castidad y del llamado derecho de pernada.
Pero vayamos por partes; ¿qué era un «cinturón de castidad»?
La leyenda, nacida en el Renacimiento para burlarse de la mentalidad cristiana del Medioevo, tomó forma especialmente en la Inglaterra del siglo XIX. Se afirmaba entonces que los caballeros medievales, al momento de partir a las Cruzadas u otros viajes, colocaban a sus esposas un cinturón de hierro que, cubriéndole sus partes íntimas y cerrado con una llave que sólo él poseía, hacían imposible la infidelidad conyugal durante su ausencia.
El mito se difundió tanto que hasta comenzaron a recrearse para colocarlos en los museos medievales para turistas desprevenidos.
Ahora bien, lo cierto es que no existen referencias históricas anteriores al siglo XIX, siendo que ninguno de los cinturones de castidad que actualmente pueden exhibirse están datados más allá del 1800.
Ni la música los canta, ni el arte los ha pintado, ni la literatura contemporánea de aquella época los menciona, siendo, hoy por hoy, un mito desechable incluso por el más acérrimo crítico de la historia de la Iglesia o de la Edad Media. Sin embargo, como la repetición es madre de la ciencia (incluso de la histórica) cada cinco o seis años suele suscitarse un debate sobre el tema, para volver a repetir y corroborar el mito de los cinturones de castidad.
Esto es lo que sucedió, por ejemplo, hace algunos años atrás, cuando en Roma, en la Academia de Hungría, situada en el Palazzo Falconieri, se expusieron reproducciones de todos los tipos de cinturones de castidad bajo el título «La historia misteriosa de los cinturones de castidad. Mito y realidad»[2].
Allí, el estudioso Efe Sebestyen Terdik, declaró que los mismos son «más mito que realidad porque las investigaciones históricas ya han demostrado que la historia de los cruzados y caballeros que habrían garantizado la integridad de sus mujeres gracias a un instrumento de tortura y sado-fetichismo ha sido en realidad, una gran mentira».
En realidad, observando de cerca los cinturones de castidad resulta imposible imaginar a una mujer embutida en semejantes artilugios de metal pesados, duros y cortantes, algunos con agujeros estratégicamente colocados y otros sin ellos, cerrados con enormes candados, con los que ni siquiera podría caminar libremente, ni mucho menos sentarse.
Además, según Terdik, los metales producirían sin lugar a dudas y con el pasar de los días, terribles y profundas heridas, lesionando a la epidermis de las partes íntimas que terminarían en septicemias incurables para la época.
Algunos estudiosos ingleses y americanos, como James Brundage, historiador de la sexualidad medieval, Felicity Riddy y Albrecht Classen, entre otros, expresaron en esta muestra su desacuerdo con la veracidad de estos objetos, al punto que recordaba que algunos de los supuestos cinturones de castidad que se habían expuesto en grandes museos (como el British Museum de Lonres, que desde 1846 exhibía un supuesto «original») acabaron por retirarlo por considerarlo una patraña histórica que desacreditaba al mismo museo.
Como decíamos, la veracidad de su existencia se pone en duda incluso a partir de la literatura crítica y picaresca del mismo Renacimiento, puesto que entre los siglos XIV y XVI ni siquiera se encuentra alusión alguna a los mismos (Bocaccio, Bardello o Rabelais, jamás los nombran[3]).
Entre los siglos XVI y XVII su nombre reaparece en algunas obras satíricas como ejemplo de la estupidez masculina que, buscando ser el único varón de su esposa, intenta imponerle la castidad a la fuerza; pero será recién a partir de la Ilustración y durante el período pre-revolucionario francés, donde los pensadores «iluministas» como Voltaire y Diderot, se encargarán de difundir la leyenda como un símbolo de la «oscuridad medieval».
Pero el «cinturón de castidad» no es el único mito.
El ius primae noctis o «derecho de pernada»
Quizás algunos no hayan escuchado hablar de él, pero basta con navegar por internet para encontrar miles y miles de páginas que repiten hasta el cansancio este supuesto privilegio que tenían los señores feudales de «iniciar» sexualmente, la misma noche de la bodas, a las jóvenes que contraían matrimonio en sus territorios con los pobres aldeanos. Luego del matrimonio —se narra— el joven esposo debía aceptar la tremenda humillación de acompañar a su esposa al castillo para que probara hasta la mañana, los favores del impúdico patrón; y todo esto de modo legal y con la complicidad de la Iglesia…
La leyenda de un supuesto «derecho del señor feudal» fue no sólo difundida por los iluministas, quienes veían en la Edad Media una época de «tinieblas y superstición religiosa» sino también por los protestantes, enemigos del triunfo, en esa época, de la Iglesia Católica.
Para entender mejor el problema, habría que recordar los pormenores de la época feudal, donde existía, tanto el señor feudal como el «siervo de gleba», es decir, el campesino que obtenía, en concesión de su señor, un lote de tierra suficiente para trabajarlo y —de este modo— mantenerse, a cambio de una cuota sobre la cosecha, pagadera en bienes o en trabajo para el feudo (construcción y mantenimiento de puentes y caminos y el saneamiento de terrenos pantanosos, etc.).
Bien lo señalaba Pernoud: "La condición del siervo era completamente diferente a la del antiguo esclavo: el esclavo es un objeto, no una persona; está bajo la potestad absoluta del patrón, que posee sobre él derecho de vida y muerte; le está vedado el ejercicio de cualquier actividad personal; no tiene familia ni esposa ni bienes (…).El siervo medieval es una persona, no un objeto: posee familia, una casa, campos y, cuando le ha pagado lo que le debe, no tiene más obligaciones hacia el señor. No está sometido a un amo, está unido a una tierra, lo cual no es una servidumbre personal, sino una servidumbre real. La única restricción a su libertad reside en que no puede abandonar la tierra que cultiva. Pero, hay que señalar, esta limitación no está exenta de ventajas ya que si no puede dejar el predio tampoco se le puede despojar de éste[4].
Fue este arraigo a la propiedad lo que creó el nacimiento del presunto jus primae noctis; en efecto, al principio de la era feudal, el campesino tenía prohibido contraer matrimonio fuera del feudo ¿Por qué?, porque ello causaba un deterioro demográfico en áreas y zonas cuyo mayor problema era la falta de población. Los feudos necesitaban trabajadores y, en el caso de que un siervo o sierva se casase, alguien de otro feudo, se perdía una futura familia ligada a esa tierra. Sin embargo, «la Iglesia no cesó de protestar contra esa violación de los derechos familiares que, en efecto, desde el siglo X en adelante fue atenuándose», por lo que se estableció en sustitución del mismo la costumbre de reclamar una indemnización monetaria al siervo que abandonase el feudo para contraer matrimonio en otro. Así nació el jus primae noctis del que se han dicho tantas tonterías: sólo se trataba del derecho a autorizar el matrimonio de los campesinos fuera del feudo[5].
En cuanto a los derechos, entonces, nada tenía que ver con una presunta licencia de acostarse con la pobre aldeanita en su noche de bodas, ni mucho menos con tratar a los siervos como a esclavos de la antigüedad pagana.
Existían, sí, casos de violación o de abuso por parte de los señores feudales, respecto algunas habitantes de sus feudos o comarcas, como hoy pueden existir en cualquier oficina donde una mujer trabaja doce horas diarias para mantener su casa, pero esto no es, como tampoco lo era antes, sino un abuso y hasta un delito.
La confusión con el derecho sexual se ha mantenido durante décadas y donde debería verse una institución basada en la costumbre medieval de no abandonar el feudo salvo a cambio de una «multa», terminó por ser un dato más de la barbarie medieval. Para terminar con la leyenda, hace algunas décadas, el francés Alain Boureau[6] escribió un contundente ensayo que sigue siendo hasta hoy una fuente infranqueable para quien se asome al tema. Allí se señala que fue principalmente en el siglo XIX, cuando los pensadores liberales comenzaron con la leyenda con fines propagandísticos; uno de ellos, que Boureau se encarga de refutar punto por punto, es el escritor Jules Delpit quien, en 1837, presentó un conjunto de «pruebas» basándose en leyendas falsas escritas con posterioridad a los hechos que narra.
Boureau señala que en varios casos no hay testimonios documentales de origen medieval que confirmen las menciones de ese supuesto «derecho», salvo la compensación que ya mencionamos por casarse e ir a vivir fuera del feudo. Uno de los argumentos centrales en contra de la existencia del derecho sexual de pernada o ius primae noctis es su muy escasa mención en documentos medievales[7]. Sin embargo, como francamente señala el autor, no se trata tampoco de negar que los señores medievales hayan recurrido a la violación. Esto sería angelismo, pero tal arbitrariedad «nunca fue una norma y menos aún una norma jurídica»[8].
Que existió el delito no puede negarse, pero un delito no es un derecho, sino todo lo contrario.
Testigo de ello es, como lo señala Carlos Barros[9] en un ensayo, algunas regiones de España contaminadas del derecho musulmán (este sí completamente misógino) y por costumbres aún no del todo cristianizadas. Así, en la Cataluña de finales del siglo XV existían esos abusos que terminaron por encontrar un freno en la legislación 1462 que los Reyes Católicos impusieron ante la rebelión campesina conocida como la remensa; allí se leía «que el señor no pueda dormir la primera noche con la mujer del campesino»; lo mismo declararon los grandes Reyes en 1486, en la legislación conocida como Sentencia de Guadalupe, donde se penaba este delito al declarar: «ni tampoco puedan los señores (feudales) la primera noche que el campesino prende mujer dormir con ella»[10]. Como bien advierte Barros, en el caso de haber existido como práctica delictiva (a Boureau no le convencen sus evidencias), se trataba de una simple y llana «violación», todo lo contrario de un «derecho», que tanto Fernando como Isabel se encargaron de castigar y extirpar para siempre.
*          *          *
¿En qué quedamos entonces? La mujer en épocas de cristiandad, ¿era una dominada? ¿Una oprimida? ¿Una sometida?
Que no te la cuenten…


[1] Juan del Encina (1464-1523), ¡Cucu, cucu! (el sonido cucu hace referencia al Cuculus canorus, un ave cuya hembra, pone los huevos en otro nido, de allí que se asocie el cucu a quien es traicionado por su mujer). Pueden verse, además, los romances que el gran recopilador español, Joaquín Díaz, realizó para la música de aquella época, en especial «La esposa infiel», «Romance de Gerineldo» y «La molinera y el corregidor», entre otros.

[2] Véase «La gran mentira de los cinturones de castidad»  en http://www.abc.es/20120220/sociedad/abci-gran-mentira-cinturones-castidad-201202201403.html (20/02/2012).
[3] En 1548 aparece un cinturón de castidad en el catálogo del arsenal de la República de Venecia, que pertenecía a Francisco II «El Joven», señor de Padua, quien tras enfrentarse en guerra con Venecia, fue conducido allí para ser estrangulado. A fin de denigrar su memoria y demonizarlo aún más, se difundió maliciosamente la creencia de que torturaba a su esposa y amantes con un cinturón de castidad. El hecho de que Venecia definiera a su víctima como un «torturador» significaba que no sólo, de haber existido, no era una práctica común, sino incluso repudiada.
[4] Cfr. Vittorio Messori, Leyendas negras de la Iglesia, Planeta, Barcelona 2004, 144.
[5] Ibídem, 144-145.
[6] Alain Boureau, Le droit de cuissage. La fabrication d'un mythe (XIIIe-XXe siécle), Albin Michel, París 1995, 325 pp. Pueden consultarse las reseñas del mismo en Abel López, Historia Crítica 20 (2001) 189-192 y en Reyna Pastor, La Aljaba 7 (2002), 214-217.
[7] En Francia, la primera referencia directa aparece en 1247 en un verso de un poema satírico y para señalar el monto a pagar por la emigración de un siervo a otro feudo (Alain Boureau, op. cit., 135).
[8] Ibídem, 253.
[9] Carlos Barros, “Rito y violación: derecho de pernada en la Baja Edad Media”, en Historia Social, Valencia 16 (1993), 3-17.
[10] Ibídem, 16


quenotelacuenten | 11 octubre, 2015


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