jueves, 15 de octubre de 2015

La Eclosión Iluminista (I)

P. Francisco Leocata
La “voluntad de inmanencia” caracteriza las formas iluministas de pensar. Por ello, Francisco Leocata [1] inicia su recorrido con un rápido panorama del siglo de las luces, momento clave de la ruptura entre buena parte del pensamiento moderno y el cristianismo.


1. Orígenes del Iluminismo
En la historia del pensamiento, como en cualquier otra historia, —se ha dicho ya tantas veces— es imposible trazar líneas divisorias tajantes. No es difícil, sin embargo, acordar que el siglo XVIII, también llamado “siglo de las luces”, señala un punto crítico en la relación entre el cristianismo y el mundo occidental. Las consecuencias de ese trance están a la vista en nuestro tiempo. No hay que olvidar, por supuesto, que en esa encrucijada intervinieron muchos factores de diversa índole, que no pueden reducirse simplemente a los filosófico-teológicos. Pero eso no quita legitimidad a nuestro propósito, que es el de detenernos en estos últimos a fin de detectar el significado inteligible de cuanto ha acontecido.
El Iluminismo se siente a sí mismo como una emancipación. Y en buena medida se trata de una emancipación de toda revelación divina, acompañada de una celosa custodia de la autonomía humana. Esta batalla tuvo sus comienzos remotos en el mismo Medioevo y, más próximamente, en el Renacimiento italiano. Su protagonista es un movimiento polifacético, imposible de reducir a una unidad totalmente armónica, pero no menos dotado de una unidad fundamental de propósitos. El mismo nombre que adoptó más tarde declara su explícita intención  de disipar las tinieblas de los siglos precedentes y de comenzar una nueva era.
Ya a fines de la Edad Media asistimos al considerable éxito del nominalismo. Es ésta una posición gnoseológica antimetafísica que, con el pretexto de valorizar lo concreto, niega el momento universal de cada cosa: su esencia. Todo lo que conocemos sería estrictamente individual y lo que llamamos esencias serían, o bien una elaboración de nuestra mente para facilitar la ordenación de los conocimientos, o bien una mera palabra, un nombre con el que simbolizamos las cosas concretas.
Esta tesis encierra al menos dos consecuencias de la mayor importancia. La primera es que no hay una verdadera intelección por la que nuestra mente cale en la interioridad de las cosas para descubrir, aun sin agotarlo, su sentido. La otra, de orden moral y político, es que los hechos singulares tienen la primacía sobre las normas universales de conducta y sobre los valores ideales. Por la primera consecuencia se cierra la puerta a la metafísica. Por la segunda, se la abre a la victoria del poder sobre la norma racional. Ambas irán a formar parte, con variantes, del bagaje iluminista.
También desde la Edad Media se van afirmando en algunas universidades ciertas tendencias heterodoxas, como el averroísmo y otros tipos de aristotelismo naturalista. El averroísmo tendía a desvalorizar cuanto pudiera significar un lazo religioso entre Dios y el hombre. Negaba la espiritualidad del alma individual y defendía la doctrina de la doble verdad, por la que se aceptaba la posibilidad de que algo fuera al mismo tiempo verdadero para la razón y falso para la fe, o viceversa. Estas tesis contribuyeron poderosamente a la ruptura entre pensamiento racional y revelación. El averroísmo, que tuvo su centro en Padua, se expandió durante el Renacimiento, y pasó desde Italia a Francia, donde algunas de sus enseñanzas fueron divulgadas por el movimiento precursor del Iluminismo: el libertinismo erudito.
Pero ni el nominalismo, ni el averroísmo hubieran podido ganar tanto terreno, si no se hubiera sumado otro factor: el surgir de las ciencias naturales. Este magnífico logro se gestó en un doble frente. Por una parte, el desarrollo de las matemáticas, impulsado por la corriente platónica del Renacimiento; por otra, la creciente importancia dada a la experiencia o, más exactamente, al método experimental.
Fue Francis Bacon el profeta del dominio del hombre sobre las fuerzas de la naturaleza. Pero su método, puramente inductivo y experimental, desconocía la importancia del factor matemático, por lo que no pudo ir mucho más allá de un elocuente alegato. Los matemáticos, por su parte, tampoco podían basar el conocimiento de la naturaleza exclusivamente  en  sus  cálculos.
  El método apropiado quedó establecido finalmente por Galileo, quien aplicó en forma consecuente el cálculo matemático a la experiencia.
Aunque este surgir de la nueva ciencia no fue causado en sí mismo por el nominalismo,  sirvió sin embargo de ocasión para confirmar la tesis de la inutilidad de la metafísica. Los asombrosos descubrimientos, además, que se sucedieron ininterrumpidamente, echaron por tierra los últimos vestigios de la física aristotélica, favoreciendo la confusión de creer que esa caída arrastraba también la metafísica en cuanto tal.
El mismo equívoco se produjo respecto a la fe. Debido a un mal planteo de los métodos y objetivos propios de la filosofía, la teología y las ciencias, se llegó a una banal oposición entre ciencia y metafísica, entre razón y fe. Y así, la legítima autonomía lograda por las ciencias modernas respecto a la filosofía y la teología, se convirtió, en manos de los iluministas, en oposición irreconciliable.
El resonante éxito logrado por Newton fue saludado como el inicio de una nueva era y como el adiós definitivo a la metafísica y a la fe, a pesar de que Newton era buen amigo de una y otra.
Un elemento de fundamental importancia para los orígenes del Iluminismo fue el interés por los escritores griegos y latinos. En el humanismo renacentista se generaliza no sólo su lectura, sino también un cierto hábito de contraponerlos a las abstracciones escolásticas. Se aprecia tanto su estilo como su doctrina y su valor moral.
Sería erróneo sin embargo atribuir a todos los autores antiguos, en especial a los filósofos griegos, el mismo papel en la preparación del Iluminismo.
El problema ciertamente no es simple, pero puede afirmarse en general que las corrientes antiguas que más puntos de contacto tuvieron con el Iluminismo fueron las del período helenístico, y en especial los escépticos, epicúreos y estoicos, aunque también, en un sentido un tanto diverso e indirecto, el neoplatonismo.
Cada una de estas corrientes influye a su vez en aspectos específicos. Autores como Lucrecio, Séneca, Epicteto, Plutarco y Cicerón fueron muy leídos y estudiados a lo largo de los siglos XVI y XVII. Con ellos se fue formando un conjunto de ideas que, a pesar de su diversidad, tenían como común denominador una clara tendencia a destacar la autosuficiencia humana y la dignidad de una moral no basada en la revelación.
Epicureísmo y estoicismo, además, alimentaron no pocos aspectos de la filosofía natural y de la teología del Iluminismo, así como el escepticismo, recientemente refrescado por Montaigne, le dio ese aire de elegante prescindencia frente a los problemas más acuciantes del hombre.
Ya en pleno siglo XVII se había formado en Francia un clima apto para la difusión de estas ideas, en especial en los ambientes “eruditos”, preocupados por exhumar recuerdos de la antigüedad clásica y oriental, y en los salones aristocráticos en los que se estableció la moda de discutir en forma a menudo superficial y “dilettante” doctrinas filosóficas, morales y políticas.
Sus cultores forman el heterogéneo grupo del “libertinage érudit”, en cuyas filas se  cuentan Naudé, La Mothe-Le Vayer, Cyran de Bergerac y Saint-Evremond. P. Bayle es, en cierto modo, el culminador de este movimiento.
Mientras tanto en Alemania e Inglaterra la conciencia religiosa se había visto sacudida. La reforma protestante, si bien surgió en parte también contra el naturalismo del Renacimiento, preparó al menos indirectamente el camino al Iluminismo. Éste aprovechó hábilmente las luchas internas al ámbito de la fe cristiana, oponiendo a menudo las argumentaciones protestantes al catolicismo y viceversa, con la clara intención de mostrar los inconvenientes que surgían de una religión revelada, o con pretensiones de exclusividad.
La interioridad luterana, con su remoción de toda autoridad externa en materia de fe, fuera de la palabra bíblica, no tenía de por sí una relación directa con el “libre pensamiento” iluminista. Y, sin embargo, más de un “espíritu fuerte” se profesó continuador de la reforma por el hecho de someter la misma palabra inspirada al criterio de la razón natural.
El rigor calvinista, por su parte, sirvió de piedra de escándalo para la tolerancia libertina, como ejemplo de la esclavitud que emana del fanatismo de la fe.
Y en fin, las guerras religiosas que azotaron a Europa fueron interpretadas fácilmente como calamidades surgidas de la fe cristiana, postulándose entonces como remedio un retorno a la “religión natural”.
2.  El Iluminismo en Gran Bretaña
Mientras en Francia el libertinismo erudito pululaba en forma desordenada y a veces contradictoria, en Gran Bretaña iba tomando perfiles cada vez más sistemáticos. Es allí donde nace propiamente el Iluminismo.
El nominalismo había pasado a ser, desde el Medioevo, una de las características de buena parte del pensamiento británico. T. Hobbes, contemporáneo de Descartes, no sólo es francamente nominalista, sino que puede considerarse como el primer intento de traducir en sistema muchas tesis del libertinismo erudito. Pero en Hobbes se advierte justamente una rudeza cuyo impacto volvía indigerible en muchos ambientes semejante ideario. Éste, lejos de presentarse en forma tan cruda, necesitaba tener en cuenta el nuevo giro que había tomado la filosofía después de Descartes.
Por otra parte las voces de protesta contra la revelación, o mejor, las voces de quienes buscaban una religión más amplia, más universal, más natural, parecían provenir de otros medios, no precisamente materialistas.
Algunos pensadores vinculados al platonismo de Cambridge, como H. Cherbury, buscaban la manera de reducir el cristianismo a un mínimum de verdades que podían ser conocidas por toda persona razonable, “sin apelar a una revelación sobrenatural: existencia de un Dios autor del universo y remunerador; supervivencia del alma después de la muerte; observancia de las normas morales básicas. Quitando del cristianismo todo misterio, milagro o revelación, podía presentárselo como la religión universal. Es preciso tener presente esta postura liberal, para comprender el paso al Iluminismo obrado por John Locke.
Era éste un heredero del empirismo nominalista, aunque en una forma más moderada que la de Hobbes. Puede decirse que lo remodeló de acuerdo a las exigencias creadas por la reciente filosofía cartesiana.
Pero Locke tenía, tanto en lo político como en lo religioso, una mentalidad liberal. Lejos de tomar una actitud intransigente y sectaria, predicó una religión natural, que hubiera debido ser común a toda la humanidad, siguiendo justamente el ideario de Cherbury.
Su cristianismo es un cristianismo “sin misterios”. Se transformó así en el heraldo de la moderna libertad religiosa y de la tolerancia política, en nombre de una razón que, pensándolo bien, no se encuentra muy cómoda en su sistema filosófico. Es también un claro ejemplo del equilibrio ecléctico, tan característico de la tradición filosófica inglesa posterior, entre el individualismo nominalista y el postulado de la armonía social y política. Esta armonía, en el fondo, más que una exigencia de la naturaleza, es algo superpuesto a ella en vistas de una mayor seguridad para el individuo. El origen de la sociedad sigue siendo, pues, contractual, aunque desprovisto del tono pesimista de Hobbes.
El relativo buen sentido que caracteriza en general las obras de Locke, y que tanto contribuyó a su éxito, no proviene en rigor de su empirismo, sino de otras influencias, algunas de ellas de raíz platónica y aristotélica, que fueron luego progresivamente eliminadas por sus sucesores.
Uno de ellos, A. Collins por ejemplo, fue célebre por una obra en que defendía la “libertad de pensamiento”, frente a toda intromisión política y religiosa, y por otra en que negaba en el hombre la facultad del libre albedrío, destruyendo así las bases de la vida ética.
Más radical aún fue el famoso D. Hume. Filósofo de un escepticismo cáustico y satisfecho, que lleva a sus últimas consecuencias las premisas sensistas de Locke, llega a la negación de toda sustancia, tanto espiritual como material, y al rechazo del principio de causalidad, impidiendo así toda vía de acceso natural a Dios. Hume retoma, en cuanto a lo religioso, la línea libertina, aunque evitando el sectarismo virulento. En su Historia natural de la religión, publicada en 1757, da a entender que la religión es un instinto necesario en el hombre y que en su origen juegan un importante papel el sentimiento y la fantasía. Pero su contenido objetivo carece de toda certeza. La misma existencia de Dios, en último término, no escapa al más completo escepticismo.
Su posición filosófica no podía superar un marcado individualismo que habría de influir notablemente en la naciente ciencia económica elaborada por sus amigos escoceses. Hume se mantuvo muy en contacto con el Iluminismo francés que ya para ese entonces había avanzado a pasos agigantados. En sus viajes al continente fue recibido con grandes honores, invitando a su vez a sus tierras a hombres como Rousseau.
Mientras tanto seguía vigente la otra dirección más moderada de más clara raigambre neoplatónica, que conservaba una actitud más amplia y comprensiva respecto al cristianismo, aun cuando miraba al establecimiento de una religión natural. En ella hay que ubicar la importante figura de A. Shaftesbury.
Este pensador, cuya influencia se extendió al mundo germano gracias a la mediación de Goethe, Hamann y Herder, profesa una religión natural animada por un Dios inmanente en la belleza de lo creado, y tiende también a traducir la vida moral a una cierta intuición estética del Absoluto.
De esta doble vertiente de pensamiento británico, la empirista y la neoplatónica, se derivarán los dos tipos fundamentales de Iluminismo del continente.

(continuará)


Fuente: Francisco Leocata, Del Iluminismo a nuestros días. 
Síntesis de las ideas filosóficas en su relación con el Cristianismo, 
Ediciones Don Bosco, Argentina 1979, págs. 13-41.

Centro Piepe (28/9/15)

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