viernes, 16 de octubre de 2015

La Eclosión Iluminista (II).


P. Francisco Leocata
3. El Iluminismo en Francia 

Y henos aquí finalmente en la Francia del siglo XVIII. Todo estaba preparado, incluyendo los aspectos políticos y sociales, para la expansión del Iluminismo.
Éste se presentaba con los esplendores de la razón natural contrapuesta al fanatismo de la fe y a la ignorancia de un estadio bárbaro de la historia humana.

El paso del Iluminismo de Locke a Francia está señalado por Voltaire. Hombre de fina erudición y notable talento literario, no escatimó nunca su admiración por los ingleses, en especial por Locke y por Newton.
Es el típico adversario de toda religión revelada y defensor de una religión natural al estilo de los deístas británicos, aunque entenebrecida por innumerables dudas y vacilaciones. Su crítica religiosa, cargada de resentimiento y, por tanto, de superficialidad, hereda los principales elementos dejados por Bayle: crítica histórica de la Biblia y de las tradiciones cristianas, manifestación de la superioridad de la moral pagana, identificación del cristianismo con el fanatismo y la ignorancia.
Pero a todo esto le da Voltaire una mayor amplitud de miras, una superior visión de conjunto, una mayor seguridad y lucidez, y un estilo literario más placentero, que no puede disimular sin embargo un agrio pesimismo de fondo.
Entre sus más importantes obras figuran el Diccionario filosófico, conjunto de artículos de picante sarcasmo anticristiano, y el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de los pueblos, que constituye una cierta filosofía de la historia, donde el autor maneja, en forma no muy crítica, un extenso material con el fin de poner en relieve la progresiva derrota de la barbarie y el igualmente progresivo triunfo de la razón después del Medioevo.
No puede negarse que la figura de Voltaire oculta una cierta tragedia. Enemigo del cristianismo, no quiere sin embargo adherir al materialismo ateo que profesan otros iluministas y que estaría más de acuerdo con las tesis sensistas que él toma de Locke. Como él está condenado a la posición intermedia que defiende la legitimidad de una religión natural prácticamente reducida a la moral. Pero a diferencia del inglés toma una actitud  destructiva respecto del cristianismo. De allí que su incoherencia sea más dramática que la de su maestro.
J. D'Alembert y D. Diderot son conocidos sobre todo por su obra de dirección de la famosa Enciclopedia, monumento que tiene toda la pretensión de abrir una nueva era en la historia de la civilización y de las ciencias.
Su espíritu está descrito por el Prólogo redactado por D'Alembert, que es una de las más moderadas figuras del Iluminismo francés, tal vez porque sus intereses fueron más específicamente científicos. Allí puede apreciarse su convicción de que el futuro de la humanidad está en manos de las ciencias, especialmente las matemáticas y las naturales.
La Enciclopedia se presenta así como la realizadora del sueño cartesiano de la organización de las ciencias (aunque este diseño no tenía en Descartes caracteres iluministas) y como el primer intento precursor del positivismo del siglo XIX.
Diderot es una de las mentes más agudas y radicales del Iluminismo. Es autor de los artículos filosóficos de la Enciclopedia. No es muy original, como filósofo, pero demuestra no poco talento y versatilidad. Su pensamiento pasó del deísmo al panteísmo y luego al ateísmo materialista. Puede decirse que retoma el naturalismo de los libertinos, sometiéndolo a influencias de autores más modernos, sin excluir los de clara inspiración cristiana, como Leibniz, por quien profesa admiración.
Se ocupa también de problemas estéticos, campo al que trajo contribuciones notables. En sus páginas de moral es un acerbo crítico del cristianismo. Como buen iluminista, niega el libre albedrío y se, inclina a un epicureismo contaminado de dignidad estoica.
El ala más radical del Iluminismo francés está representada por un grupo de escritores de un materialismo crudo y explícito. Entre ellos contamos al Barón D'Holbach, predicador de un Sistema de la Naturaleza que intenta explicarlo todo por el intercambio de fuerzas físicas, reeditando a Demócrito y Lucrecio. Es enemigo de toda expresión religiosa, a la que considera raíz de toda opresión.
Muy cerca de él se halla, aunque con muy dispar talento, La Mettrie autor del opúsculo El hombre máquina, a quien no escatimaron burlas Voltaire y Helvetius, autor a su vez del célebre libro Sobre el espíritu, y divulgador de un intransigente sensismo en un vastísimo campo de influencia.
Un tanto separado del grupo de la Enciclopedia, aunque también su colaborador, sobresale J. J. Rousseau.
Es sin duda uno de los escritores más importantes y significativos de la época. Temperamento extremadamente sensible y dotado de gran poder de intuición, advirtió muchos de los puntos débiles del Iluminismo y en cierto modo es su primer crítico desde dentro mismo del movimiento. Su susceptibilidad fue también causa de que no siempre mantuviera buenas relaciones con sus amigos. Por lo que relata en sus Confesiones, es un autodidacta que asimila en forma desordenada y a veces paradójica la problemática de la época.
En sus escritos políticos transparenta una visión optimista del estado natural  del hombre unida a un fundamental pesimismo acerca de la sociedad. Rousseau comparte con Hobbes (y Locke) la teoría contractual de la sociedad. Pero, a diferencia de Hobbes, y acercándose en esto a Locke, supone que el hombre en su ser primitivo es bueno, o más bien, inocentemente egoísta. Pronto siente, por las mismas circunstancias de la existencia, la necesidad de entrar en relación con los demás, y de allí surgen los grandes problemas.
El contrato por el que el hombre se une en sociedad pronto se transforma en una injusticia, al someter los intereses de la mayoría al arbitrio del más poderoso. La sociedad justa, en cambio, sólo puede darse cuando el individuo no vea enajenada su voluntad al capricho del otro, sino identificada con la voluntad general. Un gobierno que no represente de hecho esa voluntad general pierde sin más todo derecho de poder, al hacer caducar el contrato sobre el que reposa la sociedad.
Rousseau extendió también su teoría de la bondad natural al ámbito de la educación en su conocida obra Emilio que encierra además un cierto manifiesto religioso y moral, explicitado en la “Profesión de fe del vicario saboyano”.
Sus ideas, al mismo tiempo que comparten tesis iluministas, como las del deísmo y de la religión natural, de la contractualidad del Estado y de la moral naturalista, entran por otra parte en conflicto con el movimiento, al constituirse como una dolorida protesta contra el tipo de sociedad a menudo exaltado por los iluministas del tipo de Voltaire, y al preludiar en muchos aspectos la venida del romanticismo.
Una de las cuestiones más discutidas en la interpretación del Iluminismo fue la de su sentido histórico. Hay quienes se lo han negado,  basados en algunos representantes iusnaturalistas del movimiento, mientras otros, como E. Cassirer, se lo reconocen como una verdadera conquista. Sin entrar aquí en cuestiones más específicas, es suficiente notar que durante el período de la Ilustración se da una inmanentización del sentido de la historia. Se abandona la idea de Providencia y se la sustituye por la del progreso. 
Este cambio se advierte ya en Voltaire, y luego en Turgot y Condorcet. Este último es autor de un Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano, donde se declara continuador de Voltaire y del ideario expuesto por D'Alembert en el prólogo de la Enciclopedia. Ve la historia humana como un constante progreso hacia formas de civilización cada vez más racionales y avanzadas.
De la mayor importancia es la escuela fundada por Condillac, que es la forma más depurada del sensismo iluminista.
Condillac es el sistematizador y continuador de Locke y de Hume. Su gnoseología deriva todo el conocimiento humano a partir de las sensaciones, constituyendo una de las formas más acabadas de nominalismo, hasta tal punto que preanuncia algunos de los aspectos más característicos del neoiluminismo de nuestro siglo. Concibió la ciencia como “una lengua bien hecha” y postuló la necesidad de un análisis del lenguaje para la definitiva organización de las ciencias.
Sus discípulos, entre los que se destacan Cabanis y Destutt de Tracy, cubren todavía las primeras décadas del siglo XIX con el nombre de “ideólogos”.
Estudios recientes han visto también en el Marqués de Sade un consecuente seguidor del ala más radical del Iluminismo.
4. El Iluminismo en Alemania
En Alemania la así llamada Aufklärung (Ilustración) tomó formas muy peculiares.
En el siglo XVIII logra tener una amplia repercusión la obra de Ch. Wolff célebre sistematizador racionalista de la filosofía, autor de un complicado edificio de doctrina alabado por muchos por su rigor y odiado por otros por su aridez. Es en parte heredero de Leibniz, pero da a la filosofía un nuevo giro al lograr una cierta síntesis de racionalismo y empirismo que preludia la “revolución” kantiana. Hay también en su pensamiento elementos tomados de la segunda escolástica, especialmente de Suárez.
Su pensamiento religioso no es explícitamente anticristiano; al contrario, se interna también en el terreno teológico. Pero tiende claramente a explicar  los misterios en forma racionalista, por lo que no pudo evitar el choque con el protestantismo más ortodoxo.
Dentro de esta misma dirección, aunque con una más marcada inclinación a la religión natural, puede ubicarse la “filosofía popular” de M. Mendelshon y A. Baumgarten. Filosóficamente este grupo, que mantiene todavía fuerte la influencia de Leibniz, no presenta los caracteres de la Ilustración francesa. Se ocupa de problemas metafísicos, aunque con un acento inconfundiblemente racionalista. Su visión religiosa tiende a subordinar la fe a la moral.
A pesar de que en la Prusia de Federico el Grande hubo intentos de importación del Iluminismo francés, se evitó en general en Alemania el sectarismo volteriano. Lo que sí tuvo aceptación fue la tesis de la religión natural, pero en la versión panteizante de Spinoza.
 Una figura clave a este respecto es el gran dramaturgo Lessing. Éste concibe la religión como el desarrollo de la conciencia de la divinidad a lo largo de la historia humana. Las distintas religiones particulares, incluida el cristianismo, son sólo otros tantos medios para el logro de la Educación del género humano, que es un constante progreso hacia la emancipación y la libertad. En su drama Natán el Sabio retoma una célebre parábola originaria de Boccacio, para demostrar que no puede atribuirse la totalidad de la verdad a ninguna religión determinada, a la que sólo se pide que manifieste su fecundidad a lo largo del proceso histórico.
Lessing fue además editor de un opúsculo de sabor volteriano, formado por escritos de Reimarus, quien atribuía el origen del cristianismo a una piadosa impostura. La influencia de Lessing fue vasta en el mundo alemán. Su visión religiosa se enriquece en Goethe en el que confluyen además ecos del estetismo religioso-moral de Shaftesbury.
Pero puede decirse que el Iluminismo alemán encuentra su forma más acabada en I. Kant. Es éste al mismo tiempo heredero de la escuela wolfiana y del iluminismo de Hume y de Rousseau, de quienes fue atento lector. Habiéndose propuesto establecer una crítica de los alcances de la razón, Kant advierte la necesaria unión entre el elemento sensible y el elemento racional en todo conocimiento humano. Pero esta síntesis se realiza en el seno de la subjetividad. Los datos sensoriales son estructurados, en el mismo acto de ser recibidos, por las formas “a priori”, es decir, por las condiciones subjetivas que posibilitan todo conocimiento. El ámbito de lo “a priori”, contrapuesto a lo “a posteriori” de la experiencia, recibe también el nombre de “trascendental”, por ser anterior y como condición para captar lo empírico.
Distingue Kant dos tipos de formas “a priori”. En primer lugar, las de la sensibilidad, las formas puras del espacio y del tiempo, que unidas a los datos sensibles conforman un primer nivel de conocimiento que tiene como resultado los “fenómenos”. Pero estos fenómenos, a su vez, no constituyen todavía en sí mismos un verdadero conocimiento. Es necesaria la intervención de las formas “a priori” del intelecto, también llamadas categorías, que sintetizan los fenómenos en juicios. Las categorías corresponden a otras tantas maneras de juzgar. El juicio es, en efecto, la verdadera actividad cognoscitiva del intelecto. Nuestro conocimiento tiene así un carácter activo-sintético. Y tiene su centro unificador en el sujeto o “yo trascendental”, del que dependen  últimamente  las  formas  “a priori”. El progreso del conocimiento humano es un constante paso de una síntesis a otra.
Entre las conclusiones más importantes de la Crítica de la razón pura, está la imposibilidad de un sensismo puro, que quiera explicar todo el conocimiento a partir de los datos sensoriales. Pero, a su vez, según Kant, las categorías no pueden ser utilizadas fuera de su ámbito normal: sólo sirven para estructurar la experiencia sensible.
Las consecuencias de esto son explicitadas en la tercera parte de la Crítica: es imposible una ciencia cierta y segura acerca de un mundo que supere la experiencia. Por lo tanto, es imposible la metafísica. Carecen de validez las pruebas de la existencia de Dios, pues el principio de causalidad, como toda categoría, sólo puede ser usado para enlazar datos del mundo físico. En cambio, son posibles las ciencias exactas.
Para completar su visión, Kant escribió además una Crítica de la razón práctica. En ella busca una cierta salida a lo metafísico, admitiendo la existencia de Dios y la inmortalidad del alma como postulados del acto moral.
La moral kantiana, basada en la absoluta autonomía del sujeto, toma empuje de un “imperativo categórico” que libera al hombre de todo interés egoísta y hedonista. Es el sentido del deber, que transforma la acción en algo digno de ser puesto como norma a toda la humanidad.
Entre sus demás importantes obras, absolutamente decisiva es la Crítica del juicio, en la que esboza las líneas de una teoría estética y de una filosofía de la naturaleza que influirá fuertemente en el idealismo posterior.
La obra de Kant supera en realidad, por sus consecuencias, los límites del Iluminismo, y es susceptible de ser interpretada desde ángulos muy diversos. Es difícil negar con todo que ella, como ha demostrado Cassirer, constituye una cierta culminación del movimiento iluminista. Su teoría del conocimiento lleva a la negación de la metafísica y a la sobrevaloración de las ciencias: dos tesis muy queridas al Iluminismo. En su moral hay ecos estoicos y rousseaunianos. Su filosofía de la religión, en fin, es una nueva versión de la tesis de la religión natural, al hacerla coincidir con la moral filosófica.
A esto hay que añadir la viva conciencia iluminista que Kant demuestra en sus escritos de filosofía de la historia, que concibe como una progresiva toma de conciencia del hombre acerca de su propia “mayoría de edad” y, por tanto, de total autonomía respecto a cualquier fuente de verdad exterior a él.
Luego de la crítica kantiana, la filosofía religiosa alemana se vuelca en gran parte a la Aufklärung, de caracteres más liberales y generosos que los de la Ilustración francesa.
Para documentar esta mentalidad, nada más significativo que los pensamientos del viejo Goethe sobre el Evangelio recogidos en las Conversaciones por su fiel discípulo Eckermann. El cristianismo sigue siendo para él una culminación de la historia religiosa. Pero su contenido debe ser despojado de todo carácter sobrenatural y reducido a una vivencia religioso-moral en la que amar a Dios es amar al Todo, del que forma parte cada hombre y cada cosa. En una palabra, el mensaje bíblico es algo excelente, que debe ser superado por algo más excelente todavía. Esta preocupación es compartida por los grandes idealistas.
5.  El Iluminismo en otras regiones de Occidente
Desde Francia y Gran Bretaña los ideales iluministas se extendieron rápidamente por toda Europa, favorecidos por el irreversible rumbo que tomaban las cosas en lo político y en lo social.
En Italia hallaron resistencia en la obra de S. Gerdil, filósofo agustinista de gran agudeza y erudición, y en otros apologistas. Sin embargo las ideas de Locke, Condillac y los iluministas franceses fueron difundidas por grupos de pensadores, especialmente en Nápoles, donde se distinguió A. Genovesi, y en la Lombardía, donde actuaron, ya al inicio del siglo XIX, M. Gioia y G. Romagnosi cuyas ideas rebatió más tarde Rosmini.
En  España  la  influencia  se  debió  más  bien  a  factores políticos, que favorecieron su expansión en tiempos de Carlos III y Carlos IV. Algunos de sus consejeros  estaban  directamente  relacionados  con el círculo de la Enciclopedia. Hubo también seguidores de Locke y de los ideólogos franceses, así como del italiano Genovesi [2]. A todo esto debe añadirse la acción de las sociedades secretas.
También en la Rusia de Pedro el Grande, como es sabido, se dio una “occidentalización” a través de la apertura a las ideas de la Ilustración. Pero allí, junto con la divulgación de Voltaire, Helvetius y Rousseau, hubo también en algunos sectores una actitud más crítica y un deseo sincero de dar a las nuevas ideas una respuesta cristiana.
Si a todo esto se añade la influencia en Estados Unidos y, en un sentido muy diverso, en Iberoamérica, se tendrá una cierta idea de la rapidez con que se extendió en Occidente esta revolución  del espíritu, cuyos  gérmenes  desde  siglos  venían madurando.


(continuará)



Centro Pieper.

  
  

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