sábado, 17 de octubre de 2015

La Eclosión Iluminista (III)

P. Francisco Leocata
6.  Problemática religiosa del Iluminismo

Tras esta breve reseña de los principales representantes del Iluminismo, veamos un poco más cerca su relación con el cristianismo.

Hemos visto que, exceptuados los radicalmente  ateos, los iluministas se inclinan hacia el reemplazo  del cristianismo por una religión natural.
En el fondo esto no era sino una llamada al racionalismo teológico. Éste consiste esencialmente en un retorno al pelagianismo en el sentido más global del término. No es sólo la negación del pecado original, sino sobre todo la afirmación de la autosuficiencia humana para la consecución del propio fin. Esto a su vez implica la negación de la necesidad de la gracia y, por consiguiente, la superfluidad de un mediador como Cristo. Era pues plenamente coherente la conclusión: existencia de un Dios no Trino; reducción de la religión a un conjunto de normas morales. Este ideal, explicitado por Cherbury y Locke, y divulgado con variantes por Voltaire y Rousseau, tenía ya sus defensores en pleno Renacimiento [3].
La imagen de Dios, en ese contexto, y cuando no se cae en el panteísmo, es más bien la de un demiurgo ordenador del universo. No hay una verdadera presencia de El en el mundo ni como participación ontológica, ni como providencia.
La influencia que pudiera tener en el orden moral se limita a la condición de árbitro o remunerador. El único acceso a Él es el camino de la razón y el buen comportamiento moral, no propiamente el culto, la oración o los sacramentos.
Es por eso que el programa deísta distaba mucho de ser coherente, debiendo al cristianismo más de lo que él mismo dejaba suponer. Era una posición intermedia que no podía satisfacer las ansias de la experiencia religiosa, ni tampoco las del descreimiento total. Prueba de ello es el hecho de que la “religión natural” no pudo sostener durante mucho tiempo los embates del Iluminismo más radical, que puede considerarse como el heredero más directo del antiguo libertinismo epicúreo. Sus seguidores, generalmente materialistas o sensistas, son, o bien antirreligiosos, o bien escépticos. Hay quienes se proclaman públicamente ateos.
A este respecto, es digno de mención el comienzo, en este período, de una nueva problemática. Poco antes, Bayle había adelantado la tesis de que un Estado sin Dios tenía tal vez mayores probabilidades de buena marcha que si estuviera en manos de la superstición y el fanatismo. Esa hipótesis, que fue objeto de polémica para hombres como Voltaire y Diderot, comenzó a abrirse camino.
D'Holbach, por ejemplo, pensaba lisa y llanamente que sólo el ateísmo podía traer el bienestar a los pueblos y la libertad al hombre.
Hay sin embargo una segunda salida, tal vez más afortunada para la religión natural. Es la que fue divulgada por Lessing y Goethe. La perspectiva cobra un tinte más directamente panteísta. Las religiones particulares, el cristianismo entre ellas, son vistas como formas muy dignas pero perecederas, de un desarrollo de la historia humana, o, si se quiere, de la cultura en su sentido más amplio. Este modo de pensar no combate la religión o el cristianismo en actitud sectaria. Critica, eso sí, toda pretensión de revelación sobrenatural y de exclusividad en vistas a la salvación.
Blanco preferido de los ataques iluministas, implícita o explícitamente, es la doctrina del Intellectus quaerens fidem, o sea, el reconocimiento, en el plano natural y racional, de motivos profundos que armonicen con el contenido de la fe, aun sin identificarse con él. Los iluministas se preocupan de propagar la convicción de que no hay tales huellas en la naturaleza, sino que por el contrario la fe es algo contrario a la razón, o al menos un estadio inferior a ella. Ése es el motivo profundo del desprestigio de la metafísica en la mentalidad iluminista.
Y es interesante notar que a ese desprestigio contribuyeron no poco ciertas corrientes teológicas, especialmente en campo protestante, que oponían el evangelio a la filosofía, confirmando a los ojos de los no creyentes el prejuicio de la irracionalidad de la fe.
De este modo se consuma la ruptura de aquella integración y equilibrio entre naturaleza y gracia, sociedad e Iglesia, mundo y cristianismo que, aunque de un modo no plenamente satisfactorio, había constituido el ideal de la así llamada cristiandad.
Todo esto creó para el cristianismo una situación nueva. No es exacto decir que se trató de un retorno al paganismo sin más. Es cierto que los iluministas se inspiraron en muchos aspectos del mundo grecorromano, al que no siempre comprendieron debidamente. Pero, sin caer en la ingenuidad de suponer que el iluminismo es un fenómeno de origen cristiano, puede decirse que en todo ese esfuerzo de emancipación respecto a la verdad revelada entraban en juego también elementos que el cristianismo había ayudado a emerger.
De todos modos, las circunstancias en que se hallaba entonces la fe cristiana diferían notablemente de las de la Iglesia primitiva. Ésta se dirigía a un mundo en el que el paganismo había agotado muchas de sus reservas. La fe aparecía como la novedad, la luz que brillaba en las tinieblas. Además, los evangelizadores estaban todavía muy próximos cronológicamente a los apóstoles y a Cristo. Desde ese punto de vista, era más inmediata su referencia a las propias fuentes.
Cuando surgió el Iluminismo, en cambio, la fe cristiana se veía como naturalmente ligada a muchos siglos  de historia,  que ponían sobre  sus  espaldas un peso no siempre fácil de llevar. El mundo medieval, junto con maravillosas realizaciones, había tenido sus lagunas, y muchas de sus características no podían ya conservarse. Era pues un fácil juego el recargar las tintas sobre las penurias medievales poniendo su responsabilidad en manos de la fe.
A esto debe añadirse que no siempre podían los creyentes tener la suficiente amplitud de miras como para distinguir vez por vez con absoluta claridad el depósito de la fe de las realizaciones transitorias.
Todo esto facilitó la superficial oposición entre ciencia y fe, mundo moderno y cristianismo, sintetizada en la negación iluminista del Intellectus quaerens fidem.
Por lo demás hay que reconocer que en el siglo XVIII hay bastante penuria teológica y que el nivel de instrucción religiosa entre el pueblo deja mucho que desear. Por lo que los ataques y críticas iluministas dan a menudo en el blanco de muchos defectos reales de la Iglesia.
No hay que olvidar que todo este movimiento de ideas está muy unido a los acontecimientos políticos y sociales. El Iluminismo comienza por tener el apoyo de las grandes cortes europeas, para recibir luego una especie de consagración en la Revolución francesa. A esto ha de sumarse la declinación política de algunas potencias más tradicionalmente católicas.
En este  terreno  el  programa  de  la  Ilustración quería  dar cumplimiento  a una  larga  aspiración, abrigada desde los tiempos de las guerras de religión. Se propiciaba la tolerancia y la igualdad civil de todas las formas  de culto.  Pero de hecho, la tolerancia teórica no siempre quedó ilesa de cierto sectarismo en la lucha antirreligiosa.
Este gran vuelco de la situación occidental significó para el creyente muchas cosas, pero sobre todo ésta: cada vez se hacía menos posible vivir la fe en una actitud puramente pasiva, carente de convicción personal. El cristianismo iría perdiendo progresivamente gran parte del anterior apoyo y protección políticas; se hacía necesario el surgir de una fe revivificada en sus fuentes genuinas, para poder pasar de la respuesta apologética al cuestionamiento salvífico del llamado mundo moderno.
7. Iluminismo y teología
Concretamente, los problemas más urgentes que tuvo que enfrentar el pensamiento cristiano, giraban alrededor de un mismo núcleo.
Los ataques de los iluministas más radicales y escépticos, si bien más virulentos, eran en el fondo más fáciles de resistir, por el solo hecho de que sus mismos autores se colocaban en un plano apartado del cristianismo y en polémica, muchas veces, contra toda religión. Una filosofía que demostrara la insostenibilidad del empirismo al estilo de Locke y del materialismo de D'Holbach, era suficiente para remover las bases de esas críticas.
Pero el iluminismo tenía otras armas que no eran precisamente las del pensamiento riguroso. Su influencia era más eficaz en el plano de las costumbres, la literatura y las artes, las estructuras sociales y políticas.
Desde un punto de vista más estrictamente teológico, los nuevos problemas giraban alrededor del tema de la religión natural y de la historicidad del cristianismo. Éste debía probar la necesidad concreta que siente el hombre de una iniciativa salvífica de Dios y, por tanto, la insuficiencia de una religión basada en la mera razón natural, en la buena voluntad y en el buen sentido.
No es que esta última careciera de valor para la salvación (hubo escuelas teológicas que defendieron esa tesis), pero en la situación real de una humanidad que no era ya la misma que había salido de las manos de Dios, no era posible encontrar una salvación plena, universal y duradera, sino a través de la reiteración del don divino en la gracia de Cristo.
Y aun sin tener en cuenta el pecado, debía aparecer clara la posibilidad y la conveniencia de un diálogo entre Dios y el hombre, que fuera algo más que la percepción de la perfección divina derramada en la creación.
En breve, el problema teológico que surgía a través de la crítica del Iluminismo deísta, y especialmente del de Lessing, era el siguiente: ¿cómo el cristianismo, siendo una religión particular e histórica, podía tener pretensiones de universalidad y eternidad?
Aceptar la universalidad del cristianismo sin abandonar, antes bien reafirmando, sus características de religión particular o histórica, equivalía a darle una autoridad divina recibida a través de una revelación positiva; y esta revelación, a su vez, implicaba una palabra que se hiciera historia y que vivificara la acción de la Iglesia. Todo esto era precisamente lo que rechazaba la filosofía religiosa del Iluminismo. Y es este rechazo lo que alimentó no sólo la crítica de las instituciones eclesiásticas sino también la crítica bíblica.
Ésta, aunque preparada ya por el libertinage érudit, encuentra su primera formulación sistemática en el Tractatus theologico-politicus de Spinoza, que, de acuerdo a su monismo naturalista, niega el concepto mismo de revelación positiva. En la misma línea deben ubicarse los papeles de Reimarus publicados por Lessing. La crítica bíblica se abrió camino mucho más rápidamente, aunque no sin conflictos, en el mundo protestante. Allí se percibió también más inmediatamente la importancia teológica del tema de la historia, como lo señala la obra de algunos pietistas contemporáneos de Wolff y en modo especial la de J. Hamann, interlocutor de Kant.
En campo católico Bossuet había visto el problema muy de cerca, tanto en su obra sobre las variaciones del protestantismo como en su polémica  contra  el  crítico  católico   Richard   Simon. Ya entonces los mejores teólogos de la época advirtieron que la respuesta cristiana a la crítica racionalista debía ubicarse en un contexto más amplio.
El hecho de la revelación supone la posibilidad de que un Dios trascendente hable al hombre en un punto particular de su historia, para traer la salvación a toda la humanidad. Negada a priori esta posibilidad por motivos materialistas  o monistas, ya no hay nada que discutir.
Gran parte de la tarea de los pensadores cristianos desde el Iluminismo hasta nuestros días, ha consistido en elaborar una respuesta más plena a esta temática, teniendo en cuenta la nueva conciencia histórica aparecida en la filosofía y la cultura occidentales.
8. Actualidad del Iluminismo
El Iluminismo tuvo éxito, indiscutiblemente. Aunque no del todo. Sus ideales, supuesto que así se los quiera llamar, han llenado el ámbito de la civilización occidental y tienden a hacerse universales. Y sin embargo es justamente en ese triunfo donde, ahora más que nunca, se revelan sus debilidades.
Por una parte, el desarrollo histórico parece haberle dado la razón al Iluminismo más radical. Aunque todavía perdura en muchos ambientes un deísmo más o menos difuso, en otros se ha mostrado la insostenibilidad a largo plazo de semejante postura respecto al problema religioso, y se ha optado por el ateísmo.
Con el ateísmo a su vez han perdido vigencia muchos valores, de vital importancia para el hombre.
Éste, a fuerza de emanciparse parece haberse quedado solo. El extremado y en el fondo falseado entusiasmo por las ciencias acentuó el proceso de desacralización de  la  naturaleza, ahuyentando de ella todo lo mágico y supersticioso. Sabemos, sin embargo, que no es de hecho tan difícil el paso de esa demitización a nuevas formas de fetichismo. La progresiva desaparición del sentido creacionista ha transformado la naturaleza por una parte en una hipóstasis casi divina, y por otra en algo extraño, en material de consumo y de conquista para el hombre. La virtud iluminista, basada en la autosuficiencia humana, ha demostrado a la larga su secreta connivencia con ciertas formas, sutiles o burdas, de hipocresía. La técnica en la que se ponían tantas esperanzas significó, además de una expresión de la grandeza humana, también la posibilidad de una vil manipulación del hombre y de un insensible secuestro de su libertad.
Éstas y otras críticas han sido hechas por algunos pensadores de nuestro tiempo, como Horkheimer y Adorno. Pero no por repetidas dejan de ser ciertas.
  No parece que haya dudas acerca de la decisiva influencia del Iluminismo en la gris desorientación de que gozamos hoy día. Veamos mientras tanto cómo el pensamiento humano y cristiano de los siglos posteriores quedó marcado por este acontecimiento y qué respuestas ensayó a sus instancias.
  
Notas:
[1] [Nota del Centro Pieper: Nacido en Catania (Italia) en 1944, reside desde 1954 en Argentina. Es sacerdote salesiano, Licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica Argentina (UCA) Santa María de los Buenos Aires, y en Teología por la Pontificia Universidad Salesiana de Roma. Fue Profesor de Filosofía en las Facultades de Filosofía y de Teología de la UCA y en el Profesorado de Filosofía y Ciencias de la Educación “Don Bosco” de Buenos Aires].
[2] Véase M. MENÉNDEZ Y PELAYO: Historia de los heterodoxos  españoles,  Emecé,  Buenos Aires, 1945,  t.  VI,  pp.  257-385.
[3] Justamente una secta surgida en ese período y emigrada, desde Italia y Suiza a Polonia con bastante éxito, profesaba esa fe casi dos siglos antes del Iluminismo: la de los Socinianos.
Fuente: Francisco Leocata, Del Iluminismo a nuestros días. 
Síntesis de las ideas filosóficas en su relación con el Cristianismo, 
Ediciones Don Bosco, Argentina 1979, págs. 13-41.

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