por Juan Manuel De Prada
Decía Chesterton que considerar al capitalismo defensor de la propiedad es tan absurdo como considerar a quien pretende incluir en su harén a todas nuestras mujeres defensor del matrimonio.
No existe modo más eficaz de comprender el alma del capitalismo que darse un paseo por el centro de nuestras grandes ciudades, donde todos los establecimientos (lo mismo tiendas de ropa que restaurantes, lo mismo cafeterías que hoteles) pertenecen a compañías transnacionales que, poco a poco, han ido erosionando el comercio local, hasta exterminarlo. Naturalmente, este acaparamiento no sería posible si no existiera una legislación que lo auspicia; o, dicho más descarnadamente, una legislación que se allana sin rebozo ante las pretensiones del Dinero, amparando concentraciones desmedidas de propiedad, permitiendo «deslocalizaciones» que destruyen las economías nacionales, favoreciendo las condiciones que arrasan el tejido empresarial autóctono (horarios comerciales irrestrictos, privilegios tributarios, etcétera), hasta claudicar en los más elementales principios jurídicos, hasta poner en peligro los intereses nacionales, hasta sacrificar la riqueza de las naciones. Todo en beneficio de los dueños del harén.
Un ejemplo llamativo (aunque felizmente no consumado) de estos allanamientos ante las pretensiones del Dinero lo constituyó el proyecto Eurovegas, un macrocasino o macroburdel cuya construcción fue detenida in extremis, después de que sus promotores pretendieran pasarse por el arco del triunfo la legislación española en las más diversas materias. Pero si aquel macrocasino o macroburdel finalmente se quedó en agua de borrajas no fue porque sus promotores pretendieran pasarse la legislación española por el arco del triunfo (cierta lideresa política, en su ardor lacayuno, afirmó sin empacho que se cambiarían las leyes que tuvieran que cambiarse para que Eurovegas fuese una realidad), sino porque el proyecto era una burla con la que unos cuantos canallas pretendían forrarse; pero de un modo tan burdo y descarado que finalmente hubieron de desistir, a medida que se iban descubriendo sus trapacerías (que, sin embargo, la prensa mamporrera y «sobrecogedora» trató de ocultar a toda costa).
Ahora tenemos otro ejemplo indecoroso de estos allanamientos ante el Dinero en las sórdidas operaciones especulativas que rodean las sucesivas compraventas del rascacielos llamado Edificio España, una de las muestras más emblemáticas y admirables de la arquitectura civil española del siglo XX. En cualquier nación que no fuese lacaya del Dinero, la venta de un edificio de estas características estaría sometida a condiciones muy onerosas; y a su dueño se le impondría la obligación de mantenerlo en perfectas condiciones, bajo amenaza de expropiación. Pero aquí se permitió que los propietarios del edificio (una compañía inmobiliaria cuyo accionariado acapara la banca) lo dejaran deteriorarse y después lo vendieran de mala manera a uno de sus principales accionistas. En cualquier nación que no fuese lacaya del Dinero, se habrían vigilado las condiciones de esta venta y se habría exigido al comprador la rehabilitación del edificio y su inmediata apertura; pero aquí se permitió una venta con intereses puramente especulativos a un banco que durante una década mantuvo el rascacielos sin uso, dejando que se degradase irremisiblemente, a la espera de poder revenderlo en condiciones más ventajosas. En cualquier nación que no fuese lacaya del Dinero, el Gobierno hubiese expropiado el edificio al banco especulador que dejó que se degradase; pero nuestros gobernantes permitieron sin pestañear su degradación, y también que, al cabo del tiempo, el rascacielos se vendiera a una multinacional china, dejando que una de las muestras más admirables de la arquitectura civil española (para entonces, convertida en un lóbrego hangar) pasase a manos extranjeras. En cualquier nación que no fuese lacaya del Dinero, los especuladores y los gobernantes que han permitido estos tejemanejes estarían en la cárcel, condenados por expolio del patrimonio nacional; y, por supuesto, a la multinacional china que pretendía derribar el rascacielos (incluida su majestuosa y colosal fachada) se le habría despojado sin indemnización, y se le habría prohibido desempeñar en el futuro cualquier actividad mercantil en España; pero nuestros gobernantes han permitido que vuelva a poner a la venta el rascacielos, que así ingresa -una vez más, mientras se cae a trozos- en la ruleta especulativa.
Así actúan los dueños del harén. Convirtiendo las naciones en su finca particular, haciéndose de sus riquezas.
XLSemanal (7/8/16). Animales de Compañía.
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