por Alberto Medina Méndez
Con diferente intensidad y una exagerada frecuencia este fenómeno se replica en demasiados lugares.
El entorno del poderoso siempre le teme. Un extraño vínculo une al jefe con sus circunstanciales colaboradores en una perversa forma de relacionarse que invariablemente perjudica a todos.
Sin que resulte necesario justificar a nadie, cierto grupo de funcionarios detenta una evidente dependencia económica al ocupar un puesto en el gobierno y eso explica, en buena medida, su sumisión casi reverencial, que lo empuja a aceptar mansamente una larga lista de humillaciones.
Es probable que ese personaje no haya sido exitoso en su vida profesional, por eso su sustento familiar está atado ahora directamente a este ocasional trabajo. Su lugar en el Estado es hoy su medio de vida, su forma de sobrevivir y su salida laboral. El piensa que provocar a su líder es una mala idea porque puede generar la abrupta finalización de su vínculo con catastróficas consecuencias para él y su círculo afectivo más íntimo.
Pero no todos los que se comportan de este modo se enrolan en esta controvertida categoría tan injustificable como comprensible. Claudicar en las convicciones jamás es una virtud, pero se puede entender que ciertas circunstancias generan gran debilidad y producen dudas permanentes que impiden, muchas veces, tomar una oportuna y atinada decisión.
Existen también otras situaciones menos sensatas e igualmente habituales. La política suele convocar, de tanto en tanto, a profesionales, especialistas, técnicos, gente que tiene experiencia en ciertas áreas que puede aportar su visión a la gestión. En esos casos resulta más difícil entender esa transformación que paulatinamente culmina con tanta docilidad.
Ese conjunto de personas, que aceptan integrarse a un equipo de trabajo, lo hace por vocación, intentando contribuir, a su manera, con el futuro. El entusiasmo suele ser enorme cuando todo inicia y muchos creen que desde ese lugar que han alcanzado, podrán finalmente cambiar la realidad.
A poco de andar, los que vienen de afuera de la política y no disponen de una trayectoria en estas lides, inician un camino de desilusión que, por etapas, transita un derrotero del que difícilmente se pueda volver.
La burocracia omnipresente, las infernales regulaciones, los malos hábitos tan arraigados en el Estado, la asfixiante postura de los sindicatos, la dinámica de la vieja partidocracia y la intromisión interminable de la política, hacen que la máquina de impedir muestre todo su esplendor.
Todo sucede con gran vertiginosidad pasando del fervor original al repentino desengaño. Mientras tanto, con la misma celeridad aparecen los inconvenientes que modifican todo lo planificado. Cuando ocurren esos incidentes se inician los roces entre el conductor político y sus auxiliares. Las rispideces se convierten en reclamo y nunca nada vuelve a ser igual.
Es tal vez allí donde habría espacio para tomar determinaciones relevantes, sin embargo la historia da cuenta de abundantes anécdotas, que muestran como ese excelente colaborador se convierte en un obediente soldado de causas ajenas y se desdibuja inexplicablemente a enorme velocidad.
En la descripción de esa triste y patética secuencia, se evidencia que las causas son siempre múltiples. En ese contexto no parece muy saludable generalizar. Al hacerlo es inevitable caer en ciertas crueles injusticias, pero habrá que decir que algunos de estos funcionarios "aman" el poder.
Su fidelidad no se explica desde su dependencia económica. Muchos de ellos descuidan sus negocios y su actividad profesional para dedicarse a este nuevo ámbito totalmente desconocido. Ellos no necesitan esos sueldos, pero adoran las "alfombras rojas" y el glamour que rodea al poder.
No lo reconocerán a viva voz, pero ellos también sueñan con nuevas oportunidades que lo acerquen a posiciones más trascendentes. Ellos saben que el caudillo puede ungirlos y por eso prefieren recorrer el sombrío sendero de las adulaciones y soportan lo inaceptable, esperando esa bendición tan anhelada, que muy pocas veces llega.
En definitiva, estas personas, aún sin la necesidad de los otros, de esos que si dependen de su salario estatal, terminan comportándose de un modo idéntico y aceptando los reiterados desplantes del poderoso.
Lamentablemente todo gira y este proceso deriva hacia conductas inapropiadas. Los funcionarios empiezan a tener miedo a las reacciones del líder político, a sus modos enérgicos y a sus reacciones intempestivas.
Justo es reconocer que hay excepciones a esta regla general. Son muchas menos que las deseables pero allí están. Algunos funcionarios conservan en alto su autoestima y se hacen respetar, evitando esas posturas inadecuadas de sus superiores directos. Claro que los lideres, si son astutos, lo comprenden rápidamente y saben hasta donde llegar en cada caso.
Estos comportamientos tan habituales serían irrelevantes si no fuera porque impactan directamente sobre el funcionamiento de la política, lo que deriva en determinaciones equivocadas y por lo tanto es la gente, la sociedad, la que termina sufriendo las consecuencias de esos desaciertos.
Cuando un funcionario omite criticar al dirigente, acepta que seleccione opciones inconsistentes, no le advierte sobre los posibles desenlaces de una medida, comete un error imperdonable. Eso se torna aún más grave cuando esa negligencia es producto del miedo a un desquite brutal y viene de la mano del temor a una represalia automática.
No se puede esperar que estas cuestiones se resuelvan gracias a la eventual bondad del jefe. El es una persona y como cualquier otra avanza hasta que encuentra límites concretos. Ponerle coto a esta dinámica depende mucho más de los funcionarios que del mandamás.
Es imperioso interrumpir esta mala costumbre. No se beneficia el líder, cuando se priva de escuchar opiniones sinceras que pueden ayudarlo a enfocar mejor sus acciones. Tampoco sale fortalecido el subordinado, porque su actitud es indigna y lo deteriora. Pero es la sociedad la más perjudicada porque paga los platos rotos de todos estos dislates. Es vital tomar las riendas, recuperar el amor propio, para que el pánico de los funcionarios, no siga siendo moneda corriente.
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