por Alberto Medina Méndez
Existen muchas y variadas formas de tirar recursos a la basura con desprecio y descaro que cuentan con el aval implícito de todos.Es habitual escuchar frente a los más resonantes casos de corrupción frases hechas que repiten aquello de que el funcionario que roba se queda con los impuestos de la gente que los paga para que el Estado funcione.
Nadie en su sano juicio podría aseverar lo contrario. Los contribuyentes aportan una parte importante de su esfuerzo personal tributando. Cuando un corrupto se apropia de algo indebidamente, se lo ha quitado efectivamente a la sociedad de un modo inmoral e inaceptable.
Cabe en ese contexto una comparación incómoda pero igualmente válida. La corrupción no es la única fuente de derroche del dinero de los ciudadanos. Existen muchas y variadas formas de tirar recursos a la basura con desprecio y descaro que cuentan con el aval implícito de todos.
Cuando en una oficina estatal, por relevante que sea la supuesta tarea que se encara, se identifican más agentes que los necesarios, que cobran salarios inexplicables, gozando de privilegios especiales, con permisos extraordinarios, largas licencias, un ausentismo irracional y una productividad más que cuestionable, nadie parece horrorizarse demasiado.
A eso habría que agregar que aquellos que tienen la “bendición” de ser personal permanente son intocables ya que nadie los puede despedir. Su estabilidad nunca está en juego. Sus incentivos para hacer lo correcto, ser gentiles, eficientes y rendir al máximo están definitivamente relajados.
Mejor no preguntar demasiado acerca de qué gobernante o funcionario jerarquizado de turno les otorgó ese beneficio, en qué época y bajo qué circunstancias, porque es probable que todo haya sido poco transparente.
Es bastante difícil de comprender la lógica cívica de este tiempo. El dispendio parece tener diferentes categorías y entonces por un lado están las dilapidaciones de recursos aceptables y por el otro las inadmisibles.
No es indispensable ser un economista experimentado para darse cuenta que se gasta mucho más dinero de los contribuyentes en el despilfarro cotidiano del empleo estatal, que cuenta con la aprobación de la sociedad, que en la consabida corrupción que tanto escandaliza, a la que se le dedica largas prédicas y enormes espacios en los medios de comunicación.
Vale la pena recordar que la causa de muchos de los problemas que se atraviesan en el presente tiene que ver precisamente con el excesivo peso del gasto estatal. Sus fuentes de financiamiento no son inagotables. Impuestos, emisión monetaria artificial o endeudamiento son las únicas alternativas y todas salen invariablemente del bolsillo de las personas.
La ciudadanía está convencida de que es imprescindible encarcelar a los corruptos, eliminando esa aberración que tanto daño hace. Últimamente se ha insistido inclusive en la necesidad de recuperar lo robado para que los corruptos devuelvan el botín con el que se han quedado.
Sin embargo, a los ciudadanos no parece molestarles tanto ese otro despilfarro que gotea todos los días, con oficinas improductivas, empleados que sobran, gente que sigue parasitando para vivir de los demás. Algunos tienen todavía algo de pudor y tratan de disimular haciendo que trabajan, justificando horas de presencia estéril y cumpliendo el reglamento.
Claro que generalizar siempre es un riesgo. No faltará el que intentará defenderse corporativamente, siendo parte del sistema y haciendo gala de una escasa ecuanimidad. Ellos dirán que muchos trabajan bien, son eficientes e imprescindibles. Es posible que tengan razón, aunque si conocen de la existencia de abusos y excesos bien podrían denunciarlos en vez de ser cómplices de tanta indignidad a su alrededor.
Lo cierto es que cuando alguien plantea que sobran empleados estatales, que se podría funcionar de un modo más profesional, bajo un esquema en el que impere el mérito y sólo asumiendo la cantidad de colaboradores que se precisan, aparecen entonces una avalancha de justificaciones para argumentar la inviabilidad de cualquier cambio.
Están los que se enternecen y dicen que si se despidiera a los que sobran, a los menos eficaces, muchos quedarían en la calle sin trabajo. Es probable que esa hipótesis sea correcta aunque tampoco es una certeza. Lo que es evidente es que la sociedad admite que son muchos e ineficientes y parece estar dispuesta a aceptar ese dislate subvencionando ese disparate.
Tal vez sea tiempo de dejar de lado la hipocresía y buscar algo de coherencia entre el discurso y la acción. No parece razonable ofenderse por la corrupción argumentando que es el dinero de todos, y cuando de ineptitud y prerrogativas se trata, aceptar todo con resignación, como si fuera algo demasiado diferente.
No hay dilapidación de dinero de primera y de segunda. En todo caso existe una forma de derrocharlo que goza de una desaprobación total, como el de la corrupción, y otra más laxa y condescendiente, que viene de la mano de ese interminable barril sin fondo que es el inservible empleo estatal.
La próxima vez que alguien se queje de la inflación descontrolada y las tarifas de los servicios públicos, de la enorme carga impositiva y la eterna deuda de los gobiernos, será importante refrescar ésta consciente decisión de quienes esperan que todo cambie pero siguen avalando estas nefastas prácticas contemporáneas que minan el presente y destruyen el futuro.
Nada cambiará demasiado si la sociedad no está dispuesta a revisar en serio sus profundas creencias. Aborrecer la corrupción es una decisión inteligente, pero existen otras perversiones que siguen vigentes y cuentan con la anuencia de una sociedad que continua aprobando el despilfarro.
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