Cuando los gobernantes se dedican a exaltar el mal, a propagar el error, a saquear los bienes morales que constituyen la principal riqueza de un pueblo, es natural que acaben organizándose como bandas de ladrones, mientras el pueblo chapotea en la sentina de los vicios.
por Juan Manuel de Prada
En estos días en que la corrupción salpica a capitostes sociatas y peperos que llegaron a ocupar puestos de gobierno, recupera toda su vigencia aquella pregunta que San Agustín se hacía en La ciudad de Dios: “Si de los gobiernos quitamos la justicia, ¿en qué se convierten, sino en bandas de ladrones?”. El puritanismo propio de nuestra época se rasga las vestiduras y pone el grito en el cielo, para excitar la demogresca y avivar el resentimiento social contra esos políticos que saquean nuestros bienes materiales. Pero la corrupción de nuestros gobernantes es la consecuencia natural de una política que ha abjurado de su misión primordial, que no es otra sino la protección de los bienes morales, la defensa de la verdad y el bien, la exaltación de las virtudes; pues esto es lo justo, según nos enseñaba San Agustín. Cuando los gobernantes se dedican a exaltar el mal, a propagar el error, a saquear los bienes morales que constituyen la principal riqueza de un pueblo, es natural que acaben organizándose como bandas de ladrones, mientras el pueblo chapotea en la sentina de los vicios.
En un mundo donde la muerte del inocente, la opresión del pobre, la perversión del orden natural y la defraudación del jornal del trabajador (lo que antaño se llamaban pecados que claman al cielo) campean por sus fueros, protegidas y fomentadas por leyes inicuas, resulta natural que nuestros gobernantes se dediquen a la rapiña. Pues es inevitable que, allá donde los bienes morales son sistemáticamente pisoteados y escarnecidos, afloren las ambiciones impacientes y la avidez de riquezas. Y seguirán aflorando de formas cada vez más aberrantes y sistémicas, mientras no tengamos gobernantes que restablezcan los bienes morales. Cuando alguien se rasga las vestiduras por tal o cual corruptela de nuestros gobernantes sin clamar por el restablecimiento de los bienes morales, podemos estar seguros de que nos hallamos ante un puritano hipócrita.
El puritanismo es el vicio disfrazado con las plumas de pavo real de la virtud. El puritanismo es la hipocresía repugnante del pelagiano, que piensa que por sus propios medios puede ser perfecto e irreprochable, negando la debilidad de la naturaleza humana. Mucho más asco que el político que sucumbe a la corrupción nos despierta el puritano que lo señala y condena, mientras aplaude y fomenta las condiciones ambientales que propician la corrupción, mientras pisotea y escarnece los bienes morales que actúan de freno contra la corrupción, mientras aprueba leyes y favorece costumbres que claman al cielo. Por eso, peores aún que los corruptos pillados con las manos en la masa son esos politiquillos de nuevo cuño que, a la vez que potencian y exaltan eufóricos la destrucción de nuestros bienes morales, posan ante la galería como látigos de la corrupción, como si su naturaleza no estuviese herida por el pecado original, como si su puritanismo los protegiera contra las debilidades de los demás hombres. Estos son aún más repugnantes que aquel fariseo de la parábola evangélica, que rezaba: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres: ladrones, injustos, adúlteros”. Pues estos, que son injustos y adúlteros hasta las cachas (y se enorgullecen de ello, y pretenden que el pueblo reducido a piara también lo sea), pretenden grotescamente convencernos de que no son ladrones, ni lo serán nunca.
Cuando se encaramen a la cucaña del poder, dejarán a estos corruptos convertidos en aficionados de la sisa. Porque sólo puede combatir la corrupción el gobernante que, conociendo la débil naturaleza humana, se impone como misión primordial de su acción política el restablecimiento de los bienes morales.
Publicado en ABC el 17 de septiembre de 2016.
ReL (19 septiembre 2016)
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