En su determinación de hacer una pausa y estudiar la complejidad del debate, el presidente Bush nos recordó que algo más profundo está en juego más allá de las células madre: nuestras propias almas.
por Christopher White
Hace ahora quince años [el 9 de agosto de 2001], el presidente George W. Bush anunció que impondría una moratoria a la financiación con fondos federales de la investigación con células madre embrionarias. Posteriormente se referiría a esta decisión como uno de los “momentos decisivos” (Decision Points, título de su autobiografía) de su presidencia.
Aunque su legado presidencial es muy debatido, la ciencia ya ha justificado su decisión de acabar con la destrucción de embriones y buscar métodos alternativos para el avance médico.
Una pequeña introducción científica: a pesar de la confusión pública, las células madre no son embriones; son tipos de células que pueden diferenciarse en uno o varios tipos de células del cuerpo de un organismo. Por esa virtud, los investigadores médicos ansiaron durante mucho tiempo utilizar células madre para permitir que células nuevas sanas sustituyesen o reparasen tejidos dañados y, en consecuencia, resultasen muy prometedores para personas que padecen enfermedades cardiovasculares, diabetes, enfermedad de Parkinson, lesiones de la médula espinal y un amplio abanico de otras patologías.
El debate sobre las células madre se refiere a su procedencia, es decir, si exige o no la destrucción de embriones humanos o si provienen de otra parte (como células madre adultas) y en qué medida pueden o no ser utilizadas por la medicina regenerativa.
Aunque los críticos con la política de Bush se enardecieron etiquetándole como “anti-científico” y sordo y antipático ante personajes como Christopher Reeve (de quien decían que podría volver a andar con la ayuda de las células madre embrionarias), otras figuras prominentes, entre ellas científicos de primer nivel y moralistas, pedían cautela en la destrucción de la vida en sus primeras etapas e impulsaban la búsqueda de otros medios que creían podrían ser igualmente eficaces.
Por ese motivo, cuando Bush tomó su decisión, anunció también que multiplicaría por dos el presupuesto federal en investigación de métodos alternativos. En noviembre de 2007, James A. Thomson (junto a Shinya Yamanaka), el mismo científico que había sido el primero en aislar células madre embrionarias -encendiendo así este debate- anunció que había descubierto “una forma de producir, sin embriones, células madre genéticamente correspondientes”.
En un artículo de aquella época en el Washington Post, el doctor Charles Krauthammer, que padece una discapacidad (y que podría tener mucho que ganar con cualquier avance en terapias con células madre embrionarias) y que en tiempos había sido crítico con la política de Bush, proclamó: “El veredicto es claro: pocas veces un presidente tan vilipendiado por una postura moral ha quedado tan absolutamente justificado”.
Desde entonces, las células madre adultas han sido utilizadas para desarrollar un corazón activo, para curar las cataratas y revertir la ceguera y para tratar a numerosos pacientes de cáncer y ayudar a personas con enfermedades autoinmunes. Hasta hoy, más de un millón y medio de personas han sido tratadas usando terapias con células madre adultas.
Pero, como también señaló Krauthammer, Bush no fue reivindicado simplemente por impulsar alternativas científicas, sino por su determinación de plantear una posición moral. “En lo que Bush tenía razón, haciendo frente a una enorme oposición popular y científica, era en insistir en que se pusiera un límite, en exigir que el imperativo científico fuese equilibrado por consideraciones morales”, concluía.
Pensando retrospectivamente sobre el gran debate de las células madre, deberíamos detenernos y considerar el hecho de que, con demasiada frecuencia, nos movemos a toda velocidad hacia delante porque podemos hacer ciertas cosas, antes de preguntarnos en primer lugar si debemos hacerlas.
Ya sea en la producción deliberada de niños arrancados de sus padres mediante la donación anónima de óvulos o esperma, o en la creciente industria de la subrogación, donde las mujeres son reducidas a sus vientres y la maternidad se convierte en un mercado, o en los esfuerzos por utilizar el poder de la medicina para matar a quienes sufren intensamente... los debates sobre estos asuntos, apremiantes en el ámbito de la bioética, tocan el corazón de lo que significa ser humano.
En 2001 Bush no zanjó el tema con una aproximación política buscando un mínimo común denominador, sino que, por el contrario, pidió a la nación que pensase fundamentalmente sobre la cuestión –y el misterio– de la vida humana, incluso en sus estadios iniciales.
En su determinación de hacer una pausa y estudiar la complejidad del debate, el presidente Bush nos recordó que algo más profundo está en juego más allá de las células madre: nuestras propias almas. Nuestros líderes nacionales harían bien en preguntarse estas arduas cuestiones más a menudo y hacer que nosotros hagamos lo mismo.
Christopher White es el director de Catholic Voices en Estados Unidos.
Artículo publicado en Crux.
Traducción de Carmelo López-Arias.
ReL 2 septiembre 2016
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