por Juan Manuel de Prada
La derrota de la bruja Hilaria en las elecciones americanas es un duro revés para el mundialismo que desde esta tribuna celebramos con alborozo.
También resultan esperanzadoras algunas de las promesas electorales lanzadas por el vencedor durante la campaña. Trump ha anunciado su propósito de combatir la globalización económica y ha arremetido contra los sarcásticamente denominados “tratados de libre comercio” que han arruinado las economías nacionales, favorecido las deslocalizaciones y fomentado las formas más depravadas de producción y comercio. También ha propuesto una reforma del sistema financiero que separe la banca tradicional y la banca de inversiones, imponiendo a ésta última cargas tributarias muy gravosas. Asimismo, ha anunciado su intención de acabar con el intervencionismo militar de sus predecesores y su deseo de combatir al Estado Islámico en alianza con Rusia. Y, en fin, ha prometido que nombrará jueces en el Tribunal Supremo que no se sometan a las consignas de la agenda mundialista. Si Trump cumpliera estas promesas, el alborozo que la derrota de la bruja Hilaria nos ha provocado se multiplicaría; pues, aunque sean medidas que Trump ejecutase por puro pragmatismo y en beneficio de su patria, redundarían pronto en beneficio de las demás naciones. Pero no nos chupamos el dedo ni nos hacemos ilusiones bobaliconas; pues no se nos escapa que el mundialismo, tras la derrota de su hija predilecta, ha hecho de la necesidad virtud y aceptado, como el personaje de Lampedusa, que tal vez todo deba adoptar una apariencia de cambio, para seguir como estaba. Por otro lado, basta ver el júbilo con que los supremacistas blancos, las derechas “alternativas” y el paganismo identitario han saludado el triunfo de Trump para que nos echemos a temblar.
En un artículo anterior nos servíamos del ejemplo del mongol Tamerlán, que no era precisamente un santo varón pero le zurró la badana al turco, permitiendo que las naciones cristianas sometidas a su pillaje se recompusiesen. En la lucha contra el turco de hogaño, que es el mundialismo, no creemos que Trump pueda ser un nuevo don Juan de Austria; pero tal vez pueda ser un Tamerlán que desbarate sus planes o los entorpezca. Y, aunque ni siquiera alcanzase a ser el Tamerlán que nos gustaría que fuese, su victoria nos ha brindado un motivo de inequívoca esperanza: pues ha sido una victoria lograda contra el poder mediático, una victoria conseguida a pesar de las intoxicaciones de las grandes empresas de comunicación, encargadas de difundir los más burdos montajes y de urdir constantes campañas de desprestigio. Nunca, que yo recuerde, los medios de comunicación han sido tan unánimes en la execración de un personaje como lo han sido con Trump; y, pese a ello, Trump ha salido vencedor.
O tal vez, para expresarlo más precisamente, habría que decir que Trump ha salido vencedor gracias a esta unánime execración. Muchos millones de personas han advertido que estas grandes empresas de comunicación no sirven a la verdad, muchos millones de personas no están dispuestas a tragarse el adoctrinamiento cultural que el mundialismo perpetra a través de sus apéndices mediáticos. No están dispuestas a tragarse su alfalfa, no están dispuestas a aceptar las costumbres degeneradas que tratan de imponerles, no están dispuestas a obedecer sus consignas.
Trump ganó porque muchos millones de americanos convirtieron las consignas que recibían a través de los grandes emporios mediáticos en una prescripción a la inversa. He aquí un motivo de esperanza para francotiradores con agallas.
(ABC, 14 de noviembre de 2016)
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