por Juan M. de Prada
Me ha resultado muy instructivo el frenesí dionisíaco con que algunos han celebrado la muerte de Castro, y el ardor censorio que han empleado en la execración de su dictadura.
Muestras de frenesí y ardor que, aparte de lanzadas a moro muerto, no son sino artimañas maniqueas para embaucar a mucha gente ingenua que, por un resto instintivo de una fe cristiana hecha añicos, identifica a Castro y otros diplodocos comunistas con demonios de carne y hueso (tal vez porque sus embaucadores los convencieron previamente de que el demonio auténtico no existe).
Naturalmente, todo este vituperio y execración de Castro es un burdo espantajo que se agita para que pensemos que el mundo en el que nos ha tocado vivir es el mejor de los mundos posibles, o siquiera el menos malo. Y, de este modo, todas las calamidades que aquí padecemos quedan oscurecidas por el cúmulo de remotas calamidades comunistas.
Hace ya un siglo, cuando el comunismo era una calamidad mucho más cierta y amenazante, Chesterton ya nos advertía contra las artimañas de estos embaucadores, que agitando el miedo contra el comunismo logran llevarnos hasta el redil de sus torpes ideologías y de sus aciagas formas de vida: “Nunca se dirá lo suficiente que lo que ha destruido a la familia en el mundo moderno ha sido el capitalismo. Sin duda podría haberlo hecho el comunismo, si hubiera tenido la oportunidad (…). Pero, en cuanto a lo que nos concierne, lo que ha destruido hogares, alentado divorcios y tratado las viejas virtudes domésticas cada vez con mayor desprecio han sido la época y el poder del capitalismo”. A continuación, Chesterton enumeraba una serie de calamidades traídas por el capitalismo, desde la lucha entre los sexos hasta la disolución de la autoridad paterna, pasando por las migraciones económicas o el debilitamiento del patriotismo. Todas estas calamidades descritas por Chesterton siguen presentes en nuestras vidas, agudizadas hasta extremos insoportables; pero a ellas se han sumado otras muchas que Chesterton no podía ni siquiera imaginar, pues a la guerra contra la familia se ha sucedido después una guerra contra la misma naturaleza humana.
Que en medio de esta rebelión que ha convertido los vientres maternos en un campo de exterminio y las escuelas en corruptorios donde nuestros hijos son colonizados ideológicamente, corrompidos moralmente y últimamente aleccionados en las delicias del cambio de sexo nos pongamos a denunciar las calamidades del comunismo se nos antoja, sinceramente, un chiste sin gracia. Pero no se trata tan sólo un chiste sin gracia, ni siquiera de una mera maniobra pauloviana de despiste; pues lo que se pretende con estos vituperios y execraciones del comunismo es que la gente ingenua, atemorizada por espantajos remotos, se abrace fanáticamente a las calamidades que la están destruyendo.
Alguien con más autoridad que estos agitadores de espantajos nos advirtió que no temiésemos a quienes matan el cuerpo pero no pueden matar el alma. El comunismo, que ha demostrado una eficiencia industrial en la mortandad de cuerpos, no puede presumir de matar almas con la habilidad demostrada por las ideologías anticomunistas. Pero, por lo demás, estos aparentes enemigos tienen encomendada una misión común, que no es otra sino reducir a escombros el orden cristiano: el comunismo por las bravas; las ideologías anticomunistas de forma mucho más sibilina, creando un simulacro de bienestar material y un supermercado de libertades excéntricas que propicia la ruina de las almas, a las que entretanto se atemoriza con espantajos comunistas, para que se abracen con mayor denuedo a la causa de su ruina.
(ABC, 3 de diciembre de 2016)
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