por Bruno Moreno
No creo que sorprenda a nadie si digo que el pecado típico de nuestra época es la apostasía. Los católicos han abandonado y siguen abandonando la fe por millones.
Muchos de ellos lo habrán hecho sin culpa propia, por supuesto, como resultado de la mala catequesis y el mal ejemplo recibido, pero eso no quita que el pecado objetivo de nuestra generación sea enorme: nuestro mundo vomita la fe, reniega de Cristo y se arroja en brazos de ídolos menos exigentes, como el bienestar económico, la ecología o la democracia, entre tantos otros.
A esto hay que añadir, como también sabemos todos, que muchos han abandonado la fe pero permanecen en la Iglesia como apóstatas silenciosos, más o menos conscientes de su propia apostasía. Por desgracia, uno también se encuentra con clérigos en esa situación, a menudo amargados por la contradicción en la que viven. El daño que esto hace a la Iglesia es enorme, porque los catequistas, padres, vecinos y clérigos que no tienen fe inevitablemente tienden a destruir la fe por donde pasan, sembrando todo de sal para que no vuelva a crecer nada durante generaciones.
Supongo que esto bastaría para un artículo enjundioso, porque la apostasía masiva es una herida terrible para la Iglesia, pero me temo que va unida a otro problema no sé si más grave, pero sí más básico: la apostasía de la razón.
Esta modalidad natural de la apostasía afecta a la facultad natural de la razón, del mismo modo que la apostasía sobrenatural afecta a la virtud teologal y sobrenatural de la fe. El mundo moderno o, mejor dicho, el mundo posmoderno es el mundo que ha renunciado a conocer la verdad, que es el objeto de la razón, sustituyéndola por el pensamiento débil, el relativismo y la subjetividad exacerbada.
Constantemente escuchamos a nuestro alrededor que el bien y el mal no existen y lo que importa es el consenso “democrático", que no hay verdades absolutas sino que cada uno tiene su verdad, que el único conocimiento posible es el científico o que la metafísica es un conjunto de tonterías y supersticiones. Son afirmaciones propias de personas que han apostatado de la razón humana y resultan equivalentes, en su propio plano, a confundir el amor con la mera sexualidad animal (algo que, no por casualidad, también caracteriza a nuestra época). Es decir, comenzando por la razón se abandona a la carrera todo lo que hace humano al hombre, asimilándolo a un simple animal entre muchos otros, algo más espabilado quizá, pero determinado por sus instintos y separado irremediablemente de cualquier realidad trascendente y duradera.
Por desgracia, cada vez más católicos, incluidos los clérigos, se apuntan a esa apostasía de la razón. Viven la fe católica como algo irracional y no encuentran problema en que un día (o un siglo) la fe diga una cosa y al siguiente la contraria, porque ya no discurren en el plano de la razón y la verdad, sino en el del sentimentalismo. El principio de no contradicción, que es la base de todo pensamiento humano, se desestima en la práctica como una antigualla escolástica sin importancia para la “vida de la gente” y como un obstáculo para un cristianismo moderno, misericordioso, en constante evolución y a tono con los “signos de los tiempos”.
Las polémicas relacionadas con la comunión de los divorciados en una nueva unión y el sínodo de la familia son un ejemplo perfecto de esta apostasía de la razón. Al seguir este tema, tuve que contemplar asombrado y desalentado cómo eclesiásticos de altísimo rango negaban en público el principio de no contradicción en repetidas ocasiones y no tenían reparo en decir que se iba a cambiar la fe católica en puntos esenciales. Monseñor Vesco, obispo de Orán, nos explicó que la nueva unión de un divorciado era “tan indisoluble como la primera” y que por lo tanto la Iglesia no tenía derecho a hablar contra ella. Monseñor Agrelo, arzobispo de Tánger, indicó que el adulterio era un “camino de acercamiento a Dios” y se quedó tan ancho, a la vez que reconocía que él nunca hablaba de la inmoralidad de las parejas del mismo sexo, porque él no se “metía en esas cosas”. Monseñor Cortés, obispo de Sant Feliú, sugirió la posibilidad de abandonar los preceptos de Jesús y volver a la ley de Moisés en relación con el divorcio. El cardenal Sistach, arzobispo de Barcelona, defendió la posibilidad de que “respetando la indisolubilidad”, el “Papa tuviera” la facultad de “disolver un matrimonio que era válido”, sin explicar cómo pretendía lograr el absurdo lógico de disolver lo indisoluble ni por qué pensaba que la Iglesia podía inventar de la nada nuevas prerrogativas papales para dispensar de la ley de Dios. El cardenal Kasper (y luego la relatio final del Sínodo) propuso un “camino penitencial” de conversión para los divorciados en una nueva unión en el que, llamativamente, ni había penitencia, ni conversión, ni se caminaba en absoluto, porque el punto de llegada era el mismo que el de salida, de modo que se seguía adulterando como al principio pero, eso sí, con el premio de recibir la comunión. Los obispos argentinos, que se supone que aceptan la doctrina de la Iglesia sobre que el fin no justifica los medios y sobre los actos intrínsecamente malos que no deben realizarse en ninguna circunstancia, decidieron aun así que aquellos que siguieran realizando esos actos graves podrían comulgar siempre que tuvieran el buen fin de cuidar de sus hijos. En fin, así podríamos seguir durante párrafos y párrafos. Y todo esto sin que el Papa o sus hermanos obispos les corrijan, horrorizados, ni ellos mismos hayan reconocido que habían dicho barbaridades.
¿De verdad piensan que se puede jugar con la fe y que todo vale en Teología? ¿Es que no se dan cuenta unos y otros de que pretender lo que es contradictorio es renunciar a la razón y de que el intento de cambiar la fe y la moral católicas es equivalente a llamar mentiroso a Dios? ¿Es que no son conscientes de que, al renunciar a la razón, renuncian a encontrar la verdad, porque sin razón no hay nada que nos permita distinguir lo verdadero de lo falso? Más aún, ¿es que no se dan cuenta de que al renunciar a la razón están renunciando a Cristo, qué es el Logos eterno y la Verdad reflejada en todas las pequeñas verdades?
Hablando de este tema en los comentarios del artículo anterior, un amable lector me señaló algo que me impresionó, porque ejemplificaba perfectamente el problema. Un reciente twitter del P. Spadaro SJ en el que el portavoz oficioso del Vaticano decía:
“La Teología no es matemáticas. 2+2 en Teología pueden ser 5. Porque tiene que ver con Dios y con la vida real de la gente…”
Al leer estás frases, me quedé un momento sobrecogido y tuve que releerlas para asegurarme de que las había entendido bien. Pretender que para la Teología no valen las leyes de la lógica es un ejemplo brutal de apostasía de la razón… y de inevitable destrucción de la Teología, porque si 2+2 pueden ser 5, también pueden ser 328 o 5.000 o guisantes con jamón, porque ya no hay nada que permita aceptar una respuesta y rechazar otra. Será igualmente “cierto” que Lutero es un heresiarca y un testigo del Evangelio, el adulterio será a la vez un pecado mortal y un camino de santidad. Cualquier cosa será verdad y, al mismo tiempo, nada lo será.
Cualquiera puede ver, además que es una afirmación en contra de todo el pensamiento cristiano de dos milenios. Si Santo Tomás, San Agustín, San Buenaventura o Francisco Suárez escucharan esa frase en labios de un religioso, habrían llorado amargamente al darse cuenta de que la filosofía cristiana había sido olvidada por completo. En cualquier seminario decente, tanto la frase del P. Spadaro como las de los obispos mencionados habrían causado que los interesados fueran enviados de nuevo a primer curso, a aprender lo más básico de la Filosofía y la Teología. ¿Será casualidad que el P. Spadaro sea uno de los partidarios más conocidos de dar la comunión a los divorciados en una nueva unión? ¿Será casualidad que esa propuesta se base, en última instancia, en la idea absurda y sin sentido de que el matrimonio es indisoluble pero se puede disolver?
Por supuesto, nadie puede vivir en la realidad negando las leyes de la lógica, así que no sería descabellado suponer que estas afirmaciones autocontradictorias, aparte de manifestar una formación tan mala que debería impedir el desempeño de cualquier cargo eclesiástico, son más bien excusas que, consciente o inconscientemente, apenas disimulan el deseo de cambiar los elementos del cristianismo que le molestan al mundo de hoy. Como la lógica no lo permite, abandonemos la lógica… pero sólo para conseguir lo que queremos, por supuesto. ¿O es que el P. Spadaro, cuando en vez de recibir cuarenta euros de cambio en una tienda le entregan veinte céntimos lo que hace es aceptar que, en la “vida de la gente”, no rigen las leyes de la lógica? ¿O es que Mons. Agrelo asume que la explotación del inmigrante puede ser un “camino de acercamiento a Dios? ¿O quizá Mons. Cortés cree que podríamos volver a la ley de Moisés en lo de lapidar a las adúlteras o prohibir el jamón? Es muy difícil no darse cuenta de que las excusas se usan única y exclusivamente en una misma dirección: lo que está de moda hoy, lo que desea el mundo, lo que hace el cristianismo más cómodo… la huida del martirio.
Nada bueno puede salir de esto. Dios nos conceda no renunciar nunca a la Fe católica, pero también nos conceda no renunciar a la razón, porque sin ella no se podría tener Fe, ya que uno habría dejado de ser humano.
Blog: espada de doble filo (10/1/17)
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