domingo, 12 de febrero de 2017

El concubinato, el adulterio y… otras yerbas


Mons. Héctor Aguer 
Como pastor de la Iglesia no juzgo ni condeno a nadie (no soy ni escriba ni fariseo); quisiera llegar a cada uno de mis contemporáneos y hablarles con las palabras mismas de Jesús, que ya he citado. Los Apóstoles hicieron lo mismo, y con absoluta claridad alertaron a las primeras comunidades sobre el paganismo circundante que se infiltraba en ellas.
Alentado por el suceso obtenido con mi artículo sobre la fornicación (El Día 23-8-16) me extiendo hoy a materias colindantes. Quienes deseen seguir el ritmo cotidiano de la fornicación en el mundo de la farándula, que actualmente incorpora como protagonistas sensacionales a deportistas famosos y a algunos políticos, puede remitirse a la Sección Espectáculos de este matutino. En ese mismo espacio encontrarán el regodeo jocoso en diversas obscenidades conducido por Irene Bianchi, que parece una persona muy adelantada. Son vulgaridades aptas para satisfacer la curiosidad de una cierta burguesía.
Abriendo el paraguas antes de que llueva, declaro que no soy un obseso por las cuestiones sexuales, sino que me refiero a la enseñanza bíblica y a la Gran Tradición de la Iglesia, asumida en el Catecismo de la Iglesia Católica promulgado por San Juan Pablo II, donde aquellas cuestiones tienen su lugar. La misión de la Iglesia es, desde los tiempos apostólicos, anunciar el misterio de Cristo y sus consecuencias de vida. Hoy se aprecia si la Iglesia, a través de sus pastores, se empeña en promover la justicia y la paz, si acicatea a los gobiernos para que los pobres tengan tierra, techo y trabajo; pero no es bien recibida si recuerda alguno de los preceptos del Decálogo que contradice las opciones de una cultura descristianizada, y el «establishment» se enfurece o se burla si un obispo reivindica realidades elementales del orden natural o si califica de inicuas ciertas leyes que violan la justicia rectamente entendida, la justicia según la «ratio» propia de la naturaleza humana. Para decirlo con una formulación simplota, popular: la misión de la Iglesia es conducir a los hombres al cielo. Debe, por tanto, señalar el camino que trazó Jesús. Así lo hicieron los Apóstoles, los Santos Padres, los Doctores y los mártires. Estos lo hicieron al precio de su sangre. Después de este prólogo paso a las materias anunciadas en el título.
La definición de concubinato, según el Diccionario, es: «relación marital de un hombre con una mujer sin estar casado». Como se puede apreciar, este concepto remite al de matrimonio: «unión de hombre y mujer concertada mediante determinados ritos o formalidades legales». Esta es la primera acepción; en la segunda se recoge la noción católica del sacramento. La etnología demuestra que existió en las sociedades humanas una evolución desde las formas originarias hacia la constitución de la familia, de la cual el matrimonio es la base; fue un proceso de civilización, de humanización. Además, la fenomenología de la religión comprueba que el matrimonio posee una dimensión sagrada, porque la palabra que en él se dan el varón y la mujer tiene poder; esa unión es una comunidad sacramental, como aparecía ya en el «hierós gámos» de los misterios eleusinos. El matrimonio y el consiguiente nacimiento del hijo eran señal de redención.
En su diálogo aéreo con los periodistas en el viaje de retorno de Lesbos, el Papa Francisco indicó que el problema pastoral principal para la Iglesia no es la comunión de los divorciados, sino que «la gente no se casa». La generalización pertenece al lenguaje coloquial, pero refleja una realidad innegable. Algunos se casan, pero en todo caso muchísimos menos que antes. Las razones son varias, múltiples quizá, y no viene al caso investigarlas. Es verdad que el matrimonio ha sido devaluado en la legislación argentina, desde la ley de divorcio, obra del gobierno de Alfonsín, hasta el mamarracho de su figura en el nuevo Código Civil. ¿Para qué casarse? En el orden religioso cuenta la descatolización de la sociedad argentina. La mayoría de los casamientos que celebramos en nuestras parroquias son lo que antes llamábamos «regularizaciones» ¡Bienvenidas! Yo también generalizo: la gente primero convive (eso es el concubinato) y tiene hijos; después se casa. Una cuestión interesante es la duración de los concubinatos, desde unos pocos meses –como ocurre con los ricos y famosos cuyos amoríos se publican en «los medios»- hasta años y años, más de 20, por ejemplo, entre los pobres. Éstos están siempre más cerca de la naturaleza, de la verdad. Algo singular que he observado en La Plata: la convivencia de muchachos y chicas del interior, que vienen a estudiar; si saben que existe la palabra concubinato, no se les ocurre pensar que esa es su situación, y además no les pasa por la cabeza la idea de casarse.
La legislación veterotestamentaria sobre el adulterio es severísima. Se refiere a lo que nosotros llamamos vulgarmente «meter los cuernos» Baste citar este solo pasaje del Levítico, tomado de un capítulo en el que se determinan las penas de diversas faltas sexuales: «Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, los dos serán castigados con la muerte» (Lev. 20, 10). En el Sermón de la Montaña Jesús interioriza y amplía la gravedad del adulterio, en una antítesis con el viejo precepto: «Pero yo les digo: el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt. 5, 28). El exegeta protestante Ulrich Luz, al comentar este pasaje, afirma que «Jesús considera tan importante, para el Reino de Dios, la integridad de la mujer y la santidad del matrimonio instituido por Dios, que ya la mirada concupiscente de un hombre a una mujer casada constituye un adulterio». La tradición de la Iglesia destaca la injusticia de ese pecado en el que se quebranta el derecho del otro cónyuge y se atenta contra la institución del matrimonio y contra el bien de los hijos, que necesitan la unión estable y el amor sin fingimiento de los padres. Esa tradición y el consiguiente magisterio han entendido la formulación originaria del sexto mandamiento del Decálogo, «No cometerás adulterio» (Ex, 20, 14; Dt. 5, 17) como referida a la totalidad del comportamiento sexual humano. Uno de los pasajes más conmovedores de los Evangelios es el que presenta a Jesús y a una mujer adúltera que va a ser apedreada, según correspondía conforme a la legislación judía entonces vigente. Los escribas y fariseos tienden una trampa al Señor: si propone la clemencia actuará en conflicto con la ley; si aprueba la sentencia estaría contradiciendo su propia predicación que anuncia la misericordia de Dios para con los pecadores arrepentidos. «El que de ustedes esté sin pecado, que tire la primera piedra», es la sentencia del Salvador, ante la cual los acusadores se van retirando avergonzados. En esa escena concisa y extraordinariamente descrita (Jn. 7, 53-8, 11) se anuncia un paso de la muerte a la vida por obra de la gracia divina del perdón. «¡En adelante no peques más!»; las palabras finales abren camino a la esperanza, a un futuro que se encamina al Reino de Dios. Da mucha pena comprobar cómo un suceso de vida dramático, trágico, como el adulterio es objeto de sorna y considerado frívolamente, por ejemplo en los comentarios sobre los devaneos eróticos transitorios de personajes que no merecen la fama que se les atribuye.
Finalmente, una mención de las «otras yerbas», hierbas malas, por cierto. En primer lugar, las facilidades y el relativo anonimato que ofrece la informática. No faltan los sitios en los que «como una distracción no muy onerosa» según observa un empresario que obviamente vive de eso, la gente que tiene una pareja estable puede conseguir una aventura. Se ha creado, entonces, una nueva figura: el adulterio de quienes en realidad no están casados. «Second love» se llama un sitio que al parecer hace furor en la Argentina y en La Plata; ya contamos con estadísticas del marketing de la «infidelidad on line». Y existen a disposición propuestas llamativas: el primer sitio de encuentros extraconyugales pensado por mujeres. El feminismo avanza triunfante. Hace un par de meses la periodista Clara Gualano presentó con elogio en Clarín una nueva versión del «ménage à trois»: dos varones para una mujer; «quería a otro más en la cama» confiesa una joven de 27 años, Anabella, una de las entrevistadas. El «levante» de hoy, según he leído en el mismo matutino, tiene a su disposición el uso de Happn y Tinder; el boom de las apps de citas ha creado un nuevo vocabulario de lo que el periodista llama equivocadamente amor. Castañeda, con su habitual ironía, ha comentado recientemente en El Día el uso de muñecas y muñecos inflables, aptos para obtener satisfacción a falta de un acompañante de carne y hueso. En países más desarrollados que el nuestro se ensaya la actuación de parejas «transhumanas», esto es, robots que no dejan nada que envidiar. Parece que estarán dispuestos al uso dentro de unos años. ¡Pobres los viciosos de siglos pasados, constreñidos a un laborioso primitivismo!.
Ya ven, un yerbatal de procacidades. Como pastor de la Iglesia no juzgo ni condeno a nadie (no soy ni escriba ni fariseo); quisiera llegar a cada uno de mis contemporáneos y hablarles con las palabras mismas de Jesús, que ya he citado. Los Apóstoles hicieron lo mismo, y con absoluta claridad alertaron a las primeras comunidades sobre el paganismo circundante que se infiltraba en ellas; lean ustedes en sus Biblias, por ejemplo, Romanos 1, 24-32; 1 Corintios 6, 9-11; 1 Timoteo 1, 8-11. Concluyo con una anotación poco conocida sobre el feminismo, ya que lo he mencionado de paso: «El nuestro será el siglo del feminismo victorioso (se refería al XX); la victoria del feminismo está en la indisolubilidad de matrimonio y en la presencia de la mujer en el hogar». Lo dijo Eva Perón.



+ Héctor Aguer, Arzobispo de La Plata. Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas

InfoCatólica (7/2/17)

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