Con motivo de uno de los comentarios a la entrada sobre el bien común posible parece oportuno decir algo sobre la libertas Ecclesiae. No diremos nada que no pueda encontrarse en autores tradicionales como Alfredo Ottaviani.
Sintetizando mucho, es posible reducir a dos los principios que deben regir las relaciones Iglesia-Estado. El primero, la libertad de la Iglesia de poder ejercitar sin obstáculos su propia misión. Los estados deben abstenerse de interferir en el campo de acción propio de la Iglesia. La libertas Ecclesiae no se restringe a la Jerarquía para que pueda cumplir sin interferencias sus funciones, sino que comprende igualmente la libertad de los católicos de vivir como tales en el ámbito civil.
El segundo principio es el de cooperación, en virtud del cual los estados, sin dejar de ser tales ni perder su legítima autonomía, deben cooperar a que la Iglesia logre su fin. Ambos principios admiten diversos grados de perfección en su historicidad. Cuando la libertad de la Iglesia se reconoce por su fundamento divino-positivo y la cooperación se realiza de modo pleno en razón de ser la Iglesia la única religión verdadera (=subordinación indirecta y teleológica del Estado a la Iglesia), se llega a la confesionalidad en sentido estricto. Tal es el fin, que no siempre puede alcanzarse, razón por la cual se distingue entre tesis e hipótesis. En la actualidad se han generalizado las situaciones de hipótesis con diverso grado de imperfección/perfección.
Los dos principios, aunque distintos, son complementarios. No se trata de un aut-aut, sino de un et-et; no es cuestión de contraponer libertad a cooperación; sino de buscar, en concreto, la mejor realización de los dos, llegando a la confesionalidad donde sea posible. Esta es la doctrina católica tradicional.
Pero durante la primera mitad del siglo XX se aceleró un proceso por el cual el principio de cooperación se oscurecería en la conciencia católica. Se cayó en la trampa del aut-aut: libertad o cooperación. Ciertamente a lo largo de la historia la colaboración estatal tuvo imperfecciones. No pocas veces los estados católicos se creyeron legitimados para recortar la libertad de la Iglesia; y también se dio el fenómeno de la intrusión clerical en asuntos meramente temporales. La reacción de los católicos liberales fue confundir el uso con el abuso. Porque con la buena intención de ver a la Iglesia libre de contaminación política, los liberales proponen que el Estado no coopere con la Iglesia, para que no la ensucie. Lo cual es semejante al donatismo político, aunque cambiando los sujetos: que los católicos no cooperen con la polis para no contaminarse. Las dos posturas, "puristas", tienen en común, además, una concepción deficiente de la acción humana, en virtud de la cual la inmoralidad se da casi por contagio u ósmosis. De este modo, así como la ayuda estatal "ensucia" a la Iglesia, con independencia de la bondad objetiva de las conductas, la cooperación del católico en su comunidad política lo "contamina" moralmente con abstracción de lo que su voluntad tenga por objeto.
A fuerza de radicalizar este "purismo" liberal, durante el Vaticano II se llegó al extremo de decir que la libertad de la Iglesia es el único principio de validez perenne en materia de relaciones Iglesia-Estado. La cooperación subordinada quedó reducida a una circunstancia histórica. Terminado el Concilio, comenzaría un proceso de "eutanasia" para los pocos estados católicos existentes. Todo esto provocó la denuncia profética de Monseñor Lefebvre. Pero el arzobispo no cayó en la trampa de una reacción pendular: renunciar o minusvalorar la libertas Ecclesiae por defender el principio de cooperación.
La neutralidad religiosa del Estado es hoy un dogma político establecido. La cooperación estatal está difuminada en la teoría y reducida al mínimo o suprimida de hecho (en la Argentina existe un cuestionado sistema de remuneraciones estatales para los obispos, que algunos confunden con la sana confesionalidad). Ante esta lamentable situación, hay quien no logra ver la importancia del principio de libertad en un contexto social no cristiano. En efecto, aunque falte la cooperación (lo cual es un mal social, porque es carencia de un bien debido) la libertad de la Iglesia sigue siendo un importante bien común que se debe preservar y perfeccionar. Y esto lo constituye en causa proporcionada de notable importancia al momento de ponderar acciones de doble efecto en el campo político.
La forzosa dicotomía, el aut-aut, condujo a un eclipse del principio de cooperación. Pero la claridad no podrá restablecerse radicalizando la dicotomía hacia un nihilismo destructivo, en virtud del cual si el Estado no quiere ya colaborar, hay que renunciar también a la libertad o abandonar la lucha por preservarla.
No fue Cristo quien dijo “cuanto peor, mejor”.
InfoCaótica (19/8/16)
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