Cuando los gobernantes se dedican a exaltar el mal, a propagar el error, a saquear los bienes morales que constituyen la principal riqueza de un pueblo, es natural que acaben organizándose como bandas de ladrones, mientras el pueblo chapotea en la sentina de los vicios. Juan Manuel de Prada
jueves, 4 de mayo de 2017
Redefinir la naturaleza, nuevo reto de la masonería.
La ley del 9 de diciembre de 1905 sobre la separación de la Iglesia y el Estado todavía hoy constituye el arquitrabe ideológico al que rinden homenaje de forma casi sagrada los exponentes de la Francia republicana.
por Angela Pellicciari
En enero de 2012, siendo candidato a la presidencia de la República, François Hollande visita el Gran Oriente de Francia y afirma: "Si se cree, como es mi caso, en la República, en algún momento hay que pasar por la masonería". El 27 de febrero de 2017, ya presidente de la República, François Hollande volvió a rue Cadet, sede del Gran Oriente, para expresar el reconocimiento que la República debe a los masones: “Mi presencia constituye un reconocimiento de lo que habéis aportado a la República”. Los vínculos ente la República y la masonería son tan estrechos que, según asegura Hollande, una y otra se defenderán mutuamente: “La República sabe cuánto os debe y siempre estaréis ahí para defenderla… Quien ataca a la masonería ataca a la República”.
Hollande establece una relación biunívoca, exclusiva, entre la orden de los albañiles libres [en francés, franc maçons; en inglés, free masons] y la República francesa. No hay una (“en algún momento hay que pasar por la masonería”) sin la otra. En una entrevista aparecida en Le Monde el 28 de febrero de 2017, Pierre Mollier, responsable del Museo de la Masonería y miembro del Gran Oriente, retrocediendo en el tiempo, explica cómo la masonería constituyó el alma de la Tercera República: “Entre 1880 y 1914, la mayor parte de las grandes leyes que establecen las bases de nuestra sociedad democrática moderna (libertad de prensa, libertad de asociación, inicio de la protección social, escuela laica y gratuita) fueron concebidas primero y promovidas después por las logias".
Entre las conquistas legislativas de la Tercera República hay una que las resume todas y que, sin embargo, curiosamente Mollier no menciona: la ley del 9 de diciembre de 1905 sobre la separación de la Iglesia y el Estado, ley que todavía hoy constituye el arquitrabe ideológico al que rinden homenaje de forma casi sagrada los exponentes de la Francia republicana.
A esta ley se llegó por etapas, después de haber visto “la secularización de los hospitales y de las escuelas; la separación de los clérigos de sus estudios y de la disciplina eclesiástica para someterlos al servicio militar; la dispersión y el despojo de las órdenes y congregaciones religiosas y la reducción consiguiente de sus individuos a los extremos de una total indigencia…; la prohibición de todo lo que tuviese un significado religioso en los Tribunales, en las escuelas, en el ejército; en una palabra, en todas las instituciones públicas dependientes de la autoridad política”. Así lo escribe Pío X en la dramática protesta contenida en la encíclica Vehementer Nos, dirigida el 11 de febrero de 2006 a los obispos, clero y población francesa en general.
La ley de separación Iglesia-Estado es fruto del “odio” contra la Iglesia propio de las “sectas impías que os hacen doblar la cerviz bajo su yugo”, en el intento declarado de “borrar el catolicismo en Francia”. El Papa Giuseppe Sarto no nombra a los masones, pero no hay dudas de que se refiere a sus asociaciones.
“La violencia de los enemigos de la religión” abolió el Concordato firmado con Napoleón en 1801 (“cuando el Gobierno francés contrajo, en virtud del Concordato, el compromiso de asignar a los eclesiásticos una subvención que les permitiese atender decorosamente a su propia subsistencia y al sostenimiento del culto público, no lo hizo a título gratuito o por pura cortesía, sino que se obligó a título de indemnización, siquiera parcial, a la Iglesia por los bienes que el Estado arrebató a ésta durante la primera revolución”) con “violación de la fe jurada” y sin tan siquiera informar a la Santa Sede de su intención de hacerlo (“crece de un modo muy particular la magnitud de la ofensa inferida a la Sede Apostólica si se considera la forma con que el Estado ha llevado a cabo la resolución unilateral del Concordato”).
En nombre de la libertad, el gobierno francés no solo priva a la Iglesia “de los recursos humanos, es decir, de los medios necesarios para su existencia y para el cumplimiento de su misión”, sino que, en abierta violación del derecho de propiedad, expropia “todos los edificios que la Iglesia utilizaba con anterioridad al Concordato”, sustrayendo “a la jerarquía divinamente establecida” la tutela y administración del culto público, entregado a una asociación de laicos (“a esta asociación pertenecerá el uso de los templos y de los edificios sagrados y la propiedad de los bienes eclesiásticos, tanto muebles como inmuebles; esta asociación dispondrá, aunque temporalmente, de los palacios episcopales, de las casas rectorales y de los seminarios; finalmente, administrará los bienes, señalará las colectas y recibirá las limosnas y legados que se destinen al culto”).
“Con dolorosa angustia”, el Papa advierte reiteradamente de que tal injusticia perpetrada contra los católicos (“ciudadanos pacíficos, que forman todavía la inmensa mayoría de Francia”) tendrá necesariamente consecuencias desastrosas para la vida de toda la nación: “Esta ley será gravemente dañosa no sólo para la Iglesia, sino también para vuestra nación. Porque es indudable que debilitará poderosamente la unión y la concordia de los espíritus, sin la cual es imposible que pueda prosperar o vivir una nación”.
En mayo de 1940, Francia se desmoronó ante el avance alemán de Hitler, que llegó hasta Bayona en 21 días. La Segunda Guerra Mundial no fue “une drôle de guerre” [“una extraña guerra”: así se denominó el periodo de inacción francesa entre la invasión de Polonia y la declaración de guerra, el 3 de septiembre de 1939, y la invasión alemana], fue una guerra que acabó con la Francia republicana.
¿Dio, pues, buenos frutos el intento de destruir la fe?
En la entrevista a Le Monde, Mollier define así cuál es hoy el principal campo de acción de la masonería: “Hoy la masonería se ocupa sobre todo de los problemas sociales. Por ejemplo, ha estado muy presente en los debates sobre bioética. Gracias a un feliz cúmulo de circunstancias, el Gran Oriente presume de tener entre sus miembros a científicos muy preparados en estos problemas”.
Esperemos que la idolatría de la razón, unida al desprecio por la Revelación, no continúe su marcha destructiva hacia una nueva definición de la naturaleza humana.
Prólogo al último libro de la autora: I Papi e la Massoneria [Los Papas y la masonería].
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción del artículo: Carmelo López-Arias.
ReL (4/5/17)
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