por Alberto Royo Mejía.
"el Pontífice, además de hablar sin tapujos, trabajó
seriamente durante la guerra en el campo de la caridad: Organizó a
través de obispados y nunciaturas la ayuda a los soldados en el frente y
a las familias de las víctimas"
Un pontífice más fuerte de lo que se esperaba.
En el cónclave que comenzó el 1 de septiembre de 1914 para elegir al sucesor de San Pío X participaron 57 cardenales de los 65 que entonces formaban parte del Colegio Cardenalicio e hicieron falta 10 votaciones en tres días para llegar a un resultado. Había que elegir entre la línea más progresista de León XIII y aquella más conservadora del Papa Sarto y no faltaron tampoco intentos de influenciar la votación por parte de algunas naciones, como fue el caso del imperio austro-húngaro a través de una nota enviada por el ministro austriaco a su embajador en el Vaticano, aunque el difunto Pontífice había amenazado con excomunión al que aceptase dichas influencias.
De hecho, Pío X, que había sido elegido quizá gracias al veto austríaco al cardenal Rampolla, para evitar que en sucesivos cónclaves se hiciera uso del derecho de veto, había promulgado la constitución Commissum nobis, de 20 de enero de 1904, en la que se declaraba nulo y absolutamente prohibido el derecho de exclusiva o veto, aun cuando fuera expresado como deseo o mera indicación de la voluntad de cualquier potestad civil.
En dicha constitución, Pío X dispuso bajo pena de pecado mortal y de excomunión latae sententiae reservada al Papa, que ningún cardenal, ni el secretario del cónclave, ni ninguno de cuántos intervienen en el mismo: 1º, aceptaran de ningún poder civil el encargo de proponer el veto o exclusiva, aunque se presentara en forma de simple deseo; 2º, que, de cualquier manera que llegara a su conocimiento, lo dieran a conocer de palabra, o por escrito, directa ni indirectamente, a todo el Sacro Colegio reunido, ni a los cardenales en particular; 3º, que cooperaran de alguno de esos modos o cualesquiera otros con las intercesiones que las potestades civiles ejercitaran con la pretensión de inmiscuirse en la elección del Romano Pontífice.
Llegase o no la nota del ministro de exteriores austriaco a los cardenales reunidos en cónclave, no parece que influyera en los votantes. Lo cierto es que en la mente de todos ellos estaba el clima de guerra que ya reinaba en Europa y se procuró llegar a una conclusión rápida de la sede vacante. Sin embargo, la elección del Espíritu Santo no dejó de sorprender a muchos, que después de ver a un Papa lleno de energía como Giuseppe Sarto, vieron al recién elegido, Giacomo della Chiesa, no solamente de poca presencia -“il piccoleto” lo llamaban en la Curia- sino también de poca salud, pues tenía escoliosis, era pálido de rostro y en general tenía aspecto de poca salud.
Parece ser que algunos votaron por él precisamente por su aspecto y salud que hacían pensar en un pontificado breve y de transición, pero pronto se dieron cuenta que el recién elegido tenía mucha más energía de lo que parecía. Así, cuando pocos días después de comenzar su pontificado sustituyó a Merry del Val como Secretario de Estado nombrando al Cardenal Domenico Ferrata, filo-francés y de muy diferente estilo, no faltó quien en la Curia dijo aquella frase que se ha hecho famosa” “Abbiamo un Papa già ‘professo’, non un Papa ‘novizio’”.
Giacomo Della Chiesa había nacido en Génova el 21 de noviembre de 1854, en el seno de una familia de la alta nobleza: El padre, marqués, descendía de Berengario II y Calixto II; la madre era de una familia muy conocida del lugar, los Migliorati, y entre sus antepasados estaba Inocencio VII. Giacomo se licenció en leyes en su ciudad natal en 1875 y ese mismo año ingresó en el Colegio Capranica de Roma. Ordenado sacerdote en 1878, estudió en la Academia Eclesiástica (entonces Academia de Nobles), para pasar desde ella a ser secretario del Cardenal Rampolla, del que aprendió los intríngulis de la política vaticana. Cuando Rampolla fue nombrado nuncio en Madrid en 1883, se lo llevó con él, y, cuando como secretario de Estado fue llamado a Roma en 1887, de nuevo se lo llevó consigo a la Curia como minutante. Della Chiesa cumplió fielmente este cargo durante mucho tiempo.
En 1901, fue nombrado sustituto de la Secretaría de Estado y era a la vez profesor de la Academia de Nobles en la que se había formado como diplomático y todo parecían indicar que iba a ser Nuncio en Madrid, cuando Pío X le “bloqueó” la carrera enviándolo de arzobispo a Bologna. No faltaban voces malintencionadas que lo presentaban como no demasiado contundente en la condena del modernismo y de hecho, como explica Lorenzo Capelletti, en un magnífico artículo sobre Benedicto XV en 30Días, “sin duda se le dio aquel destino por la estima que se tenía de él, pero quizá también para ver cómo se movía en una diócesis dirigida hasta aquel momento por el arzobispo Domenico Svampa, a quien se le atribuían simpatías modernistas y democrático-cristianas por haber protegido entre otros a don Giulio Belvederi y don Alfonso Manaresi.”
El hábil diplomático se mostró también un sabio pastor de almas. Fue nombrado Cardenal, pero tarde, en el último consistorio convocado por Pío X. Cappelleti explica que “quizá no es casualidad que el capelo cardenalicio le llegara solo tras la muerte de Rampolla, ocurrida en el mes de diciembre precedente. Probablemente no se quería que en el Sagrado Colegio se reconstruyera y tuviera peso la buena relación entre ambos”. El caso es que le duró poco el cardenalato, pues poco más de tres meses después ya era Papa. No le sirvió ninguna de las sotanas preparadas para el futuro Papa por el sastre pontificio, que tuvo que usar la más pequeña y adaptarla con alfileres. El nuevo Papa demostró una línea diferente ya desde su ceremonia de coronación, que no quiso celebrar el la basílica de San Pedro sino en la capilla Sixtina, sin solemnidades.
La primera guerra mundial condicionó su pontificado, y contra ella habló con una fuerza inusitada: Ya el 8 de septiembre de 1914 la denominó “flagelo de la ira de Dios”, y en 1915 la calificó de “horrible carnicería que deshonra a Europa”, continente del que dijo que se había convertido en “hospital y osario”. Llamó también a la guerra en 1916 “suicidio de la Europa civilizada” y “la tragedia más oscura del odio humano y de la demencia humana”. Se declaró imparcial, como “un padre común que ama con igual afecto a todos los hijos”, lo cual le conllevó durante la guerra no pocas críticas de una y otra parte. En el campo francés se le trató con desprecio llamándolo “pape boche”, adjetivo que usaban para los soldados alemanes. Realmente, dichas críticas tenían una cierta explicación, pues históricamente no era normal que el Papa fuese neutral ante una guerra en Europa. Eran tiempos nuevos y la Iglesia optaba por un estilo nuevo, lo cual algunos tardaron tiempo en entender.
Era una nueva línea de actuación consagrada por sus sucesores, que incluyó esfuerzos serios de mediar entre las partes, y que en aquel momento hizo sufrir no poco a Benedicto XV, al cual, finalizada la guerra, le llovieron las alabanzas por su actuación serena y valiente durante la contienda. Pues, de hecho, el Pontífice, además de hablar sin tapujos, trabajó seriamente durante la guerra en el campo de la caridad: Organizó a través de obispados y nunciaturas la ayuda a los soldados en el frente y a las familias de las víctimas, usando toda una red de información que hizo llegar noticias de sus seres queridos a más de 700.000 personas. A través del nuevo Secretario de Estado, el cardenal Gasparri, organizó ayudas económicas que llegaron a damnificados de ambos bandos.
Acabada la guerra, el Papa, cuya salud le acompañaba más de lo que se había esperado, trabajó por la inserción de los católicos en la vida pública de Italia, que en tiempos de León XIII habían recibido un “non expedit” que les impedía por parte de la Iglesia participar en muchos sectores de la vida pública italiana. Eliminada dicha prohibición en 1919, se abría una nueva etapa para la Iglesia italiana, que culminaría 10 años después con la firma, por parte de su sucesor y de Mussolini, de los Pactos Lateranenses. Pero Benedicto XV no llegó tan lejos, una pulmonía se lo llevó en solo cuatro días el 22 de enero de 1922. Fue enterrado en las grutas vaticanas justo enfrente de su predecesor, que tan diferente fue, hasta que se le trasladó a la Capilla de la Presentación, en la Basílica de San Pedro.
Temas de Historia de la Iglesia (14/11/10)
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