por Javier Olivera Ravasi
Hace años, en tiempos de formación clásica, leímos el precioso ”Virgilio, padre de occidente“, del gran Theodor Haecker junto con “La ciudad antigua” de Fustel de Coulanges. Dos perlas.
Hace años, en tiempos de formación clásica, leímos el precioso ”Virgilio, padre de occidente“, del gran Theodor Haecker junto con “La ciudad antigua” de Fustel de Coulanges. Dos perlas.
Europa, más allá de la vida sobrenatural que nos legó la Iglesia Católica, tuvo su origen en la realidad jerarquizada, no en la ideología igualitaria y resentida. Por ello su destrucción no puede venir desde lo racional verticalista que se adecua a lo real jerarquizado, sino desde lo ideológico igualitario que desea construir una utópica realidad democrática.
Este artículo de Sertorio que compendia muchas verdades históricas y que ahora resumimos, puede servir para,
Que no te la cuenten…P. Javier Olivera Ravasi
Odiar la igualdad. Por Sertorio
Como era previsible, la corrección política la ha tomado ahora con Cristóbal Colón. Hay que reconocer que con más justicia que con el caballeroso y ejemplar general Lee, de quien el corrupto, antisemita y fracasado Jesse Jackson declaró que era “peor que Hitler“. Que se sepa, Robert E. Lee cometió el pecado de luchar con honor por su patria y no se le conocen genocidios, noches de los cuchillos largos ni invasiones de países neutrales. En fin, algo tendrá esa agua cuando la bendicen eminencias como la egregia intelectual Chelsea Clinton. Ahora le ha tocado a Cristóbal Colón, mañana a Jefferson, pasado a Buffalo Bill, y luego a Edgar Allan Poe o a Faulkner o al pintor Remington o a Elvis…, cualquiera sabe. Desde luego, lo que la corrección política está desencadenando —desde la asunción en las universidades americanas de la French Theory de Foucault, Derrida y adláteres— es una tormenta de odio contra el hombre blanco (…).
La fobia a la tradición europea es una característica de intelectualidad progresista del siglo XXI, su verdadera nota original. El ejemplo más claro lo vemos, no en América, sino en Europa: cuando los islamistas cometen un atentado, la razón última que justifica la salvajada es el colonialismo, la discriminación en las sociedades de acogida, el choque cultural que nuestro maligno Occidente les ocasiona, la opresión económica y un largo etcétera de excusas que siempre buscan exonerar de responsabilidad a los culpables, no vayamos a caer en la islamofobia, que es la verdadera amenaza. Si los yihadistas matan, son las víctimas las que deben hacer examen de conciencia.
El odio a toda la tradición europea no es nuevo: nace con el progresismo y se desarrolla a lo largo de más de dos siglos, pero jamás su poder y su estupidez habían sido tan grandes. Aparece con los inocentes y pacíficos aztecas y caribes del abbé Raynal, continúa con el bon sauvage de Bernardin de Saint-Pierre y los discursos de Jean-Jacques Rousseau y va unido a la idea de la igualdad que alimentó el momento germinal de la decadencia de Occidente: 1789. El 14 de julio, toda Francia celebra el comienzo de una serie de linchamientos y masacres de la morralla gabacha, que empiezan por el infeliz caballero De Launay y llegarán hasta Monsieur de Charette, pasando por Luis XVI y miles de campesinos vendeanos. Unas muy democráticas carnicerías que no pararon el despiece hasta 1796 y cuyo fin era igualar cada vez más a ras de suelo a los supervivientes. El afán nivelador aniquiló personas y también catedrales, palacios y monasterios. Cuando la igualdad domina las calles, el vandalismo adquiere carta de naturaleza; nadie ha destrozado más patrimonio histórico que las izquierdas: véanse todos los tesoros perdidos en España bajo la dominación roja, en Rusia bajo la égida de Stalin (el demoledor de las iglesias moscovitas que ha restaurado Putin), en el Tíbet y en China con la Revolución “Cultural” (…).
Las dos instituciones que han forjado Occidente, la monarquía y la Iglesia, fueron aniquiladas y humilladas por una chusma que no tardó en escapar del control de la cobarde burguesía y que protagonizó las escenas atroces de las noyades de Nantes o del diez de agosto parisino. Los verdaderos ilustrados, los que habían favorecido el progreso de las ciencias y la difusión del conocimiento, como Malesherbes o Lavoisier, cayeron víctimas del salvajismo de la plebe, azuzada por los antepasados de los progresistas de hoy, los Hébert, Marat, Robespierre y Danton; no en vano, el primer monumento público inaugurado por Lenin tras su llegada al poder fue una estatua dedicada a Robespierre. Él sí era consciente de la herencia antitradicional que encarnaba. El principio democrático de la igualdad absoluta lleva inevitablemente a la dictadura colectivista. No hay mejor símbolo de ello que la guillotina, una máquina que rebana los pescuezos en serie y sin acepción de personas.
El igualitarismo es precisamente eso: cercenar las cabezas que destacan y borrar los atributos que distinguen a unos hombres de otros. Todo queda reducido a la tosca filosofía del mínimo común divisor: el traje mao, el tuteo, el duque de Orléans rebajándose a Luis Felipe Igualdad, la abolición del sexo, la proscripción de la virilidad, la bastardización del linaje y de la patria, el discurso chabacano, los grandes bloques grises de viviendas colectivas… Quizá por eso, cuando yo era un crío, se decía de la gente maleducada que tenía modales “democráticos”. La buena crianza siempre distinguía y en las sociedades no degeneradas era un ideal a imitar, tanto por los que vivían en palacios como por los que pescaban en ruin barca (…).
Pero dejando la Historia aparte, cabe preguntarse cuál es el origen de este odio a una civilización que desde Homero hasta Borges han creado los hombres de Occidente. La respuesta nos la dio Nietzsche: por resentimiento de lo feo y vil contra todo lo que es sano y bello.
Las ideologías democráticas, marxistas y anarquistas no son sino racionalizaciones de un resentimiento patológico que requiere más las explicaciones de un buen psiquiatra que las de un historiador o un filósofo, porque las razones del odio, al igual que afirmaba Tolstoi de la infelicidad de las familias, son todas muy peculiares. Engels odiaba a su padre empresario, Lenin al zar que colgó a su hermano, el feo y maloliente Marat a los aristócratas guapos y afortunados con las damas, y así hasta completar un larguísimo etcétera de resentidos y traidores que forman el santoral de las izquierdas. Quien tenga la inmensa paciencia de dedicarse a ello, que lo haga. No le faltará el trabajo (…).
Para nuestra desgracia, no vivimos en la Rusia regenerada de Putin o en Hungría y Polonia, últimos refugios de la decencia en Europa, sino en el corazón corrompido de Occidente. Aquí reinan los sans culottes y la oligarquía económica al alimón, pues comparten el empeño común de homogeneizar el mundo, de extinguir las identidades europeas y de sustituir a los nativos por una masa de población flotante sin identidad ni arraigo. La ideología del odio, la verdadera eurofobia, forma parte de su táctica. La mejor forma de desarticular una reacción popular y nacional contra la tiranía del capitalismo globalista es que los europeos sientan vergüenza de ser lo que son, de su pasado. Para ello, debe surgir un sentimiento de culpa que les inhiba a la hora de defender su patria, su hogar y su tradición. Hay que presentar todo lo que conformó durante siglos la Europa cristiana y que edificó una civilización admirable como criminal, vergonzoso y discriminatorio (…).
La táctica, en principio, ha funcionado, tanto aquí como en EE. UU.: la familia tradicional está en proceso de extinción, las generaciones futuras pierden la conciencia de su linaje gracias a la degradación de la paternidad, y la aculturación llevada a cabo por los mass media ha convertido a la juventud europea en una mala imitación de la peor América. Unamos a esto la islamización galopante impuesta, financiada y protegida por las élites en nuestro continente.
Para tapar las bocas de quienes protestan, otra de las útiles invenciones que han aparecido en los últimos años es el llamado delito de odio, que paradójicamente blanden los radicales de izquierdas contra quienes osan oponerse a su tiranía callejera y académica.
Al acabar con el inocente Columbus Day en los Los Ángeles y muy probablemente en Nueva York, se está demonizando la llegada del hombre blanco a América, la única criatura en el mundo que, por lo visto, no tiene derecho a celebrar sus logros (pronto nos pasará lo mismo aquí con el Día de la Hispanidad… ¡Uy! Perdón… Día del Pilar…. ¡Ay, no! Perdón otra vez: Fiesta… ¿Nacional? ¿Se puede decir esa palabra todavía en la UE?). Si esta ofensiva contra Colón no es odio, que venga Dios y lo vea. Y preparémonos, que seguirán cayendo chuzos de punta.
Fuente: El Manifiesto.
Que no te la cuenten (el 18.09.17 )
Este artículo de Sertorio que compendia muchas verdades históricas y que ahora resumimos, puede servir para,
Que no te la cuenten…P. Javier Olivera Ravasi
Odiar la igualdad. Por Sertorio
Como era previsible, la corrección política la ha tomado ahora con Cristóbal Colón. Hay que reconocer que con más justicia que con el caballeroso y ejemplar general Lee, de quien el corrupto, antisemita y fracasado Jesse Jackson declaró que era “peor que Hitler“. Que se sepa, Robert E. Lee cometió el pecado de luchar con honor por su patria y no se le conocen genocidios, noches de los cuchillos largos ni invasiones de países neutrales. En fin, algo tendrá esa agua cuando la bendicen eminencias como la egregia intelectual Chelsea Clinton. Ahora le ha tocado a Cristóbal Colón, mañana a Jefferson, pasado a Buffalo Bill, y luego a Edgar Allan Poe o a Faulkner o al pintor Remington o a Elvis…, cualquiera sabe. Desde luego, lo que la corrección política está desencadenando —desde la asunción en las universidades americanas de la French Theory de Foucault, Derrida y adláteres— es una tormenta de odio contra el hombre blanco (…).
La fobia a la tradición europea es una característica de intelectualidad progresista del siglo XXI, su verdadera nota original. El ejemplo más claro lo vemos, no en América, sino en Europa: cuando los islamistas cometen un atentado, la razón última que justifica la salvajada es el colonialismo, la discriminación en las sociedades de acogida, el choque cultural que nuestro maligno Occidente les ocasiona, la opresión económica y un largo etcétera de excusas que siempre buscan exonerar de responsabilidad a los culpables, no vayamos a caer en la islamofobia, que es la verdadera amenaza. Si los yihadistas matan, son las víctimas las que deben hacer examen de conciencia.
El odio a toda la tradición europea no es nuevo: nace con el progresismo y se desarrolla a lo largo de más de dos siglos, pero jamás su poder y su estupidez habían sido tan grandes. Aparece con los inocentes y pacíficos aztecas y caribes del abbé Raynal, continúa con el bon sauvage de Bernardin de Saint-Pierre y los discursos de Jean-Jacques Rousseau y va unido a la idea de la igualdad que alimentó el momento germinal de la decadencia de Occidente: 1789. El 14 de julio, toda Francia celebra el comienzo de una serie de linchamientos y masacres de la morralla gabacha, que empiezan por el infeliz caballero De Launay y llegarán hasta Monsieur de Charette, pasando por Luis XVI y miles de campesinos vendeanos. Unas muy democráticas carnicerías que no pararon el despiece hasta 1796 y cuyo fin era igualar cada vez más a ras de suelo a los supervivientes. El afán nivelador aniquiló personas y también catedrales, palacios y monasterios. Cuando la igualdad domina las calles, el vandalismo adquiere carta de naturaleza; nadie ha destrozado más patrimonio histórico que las izquierdas: véanse todos los tesoros perdidos en España bajo la dominación roja, en Rusia bajo la égida de Stalin (el demoledor de las iglesias moscovitas que ha restaurado Putin), en el Tíbet y en China con la Revolución “Cultural” (…).
Las dos instituciones que han forjado Occidente, la monarquía y la Iglesia, fueron aniquiladas y humilladas por una chusma que no tardó en escapar del control de la cobarde burguesía y que protagonizó las escenas atroces de las noyades de Nantes o del diez de agosto parisino. Los verdaderos ilustrados, los que habían favorecido el progreso de las ciencias y la difusión del conocimiento, como Malesherbes o Lavoisier, cayeron víctimas del salvajismo de la plebe, azuzada por los antepasados de los progresistas de hoy, los Hébert, Marat, Robespierre y Danton; no en vano, el primer monumento público inaugurado por Lenin tras su llegada al poder fue una estatua dedicada a Robespierre. Él sí era consciente de la herencia antitradicional que encarnaba. El principio democrático de la igualdad absoluta lleva inevitablemente a la dictadura colectivista. No hay mejor símbolo de ello que la guillotina, una máquina que rebana los pescuezos en serie y sin acepción de personas.
El igualitarismo es precisamente eso: cercenar las cabezas que destacan y borrar los atributos que distinguen a unos hombres de otros. Todo queda reducido a la tosca filosofía del mínimo común divisor: el traje mao, el tuteo, el duque de Orléans rebajándose a Luis Felipe Igualdad, la abolición del sexo, la proscripción de la virilidad, la bastardización del linaje y de la patria, el discurso chabacano, los grandes bloques grises de viviendas colectivas… Quizá por eso, cuando yo era un crío, se decía de la gente maleducada que tenía modales “democráticos”. La buena crianza siempre distinguía y en las sociedades no degeneradas era un ideal a imitar, tanto por los que vivían en palacios como por los que pescaban en ruin barca (…).
Pero dejando la Historia aparte, cabe preguntarse cuál es el origen de este odio a una civilización que desde Homero hasta Borges han creado los hombres de Occidente. La respuesta nos la dio Nietzsche: por resentimiento de lo feo y vil contra todo lo que es sano y bello.
Las ideologías democráticas, marxistas y anarquistas no son sino racionalizaciones de un resentimiento patológico que requiere más las explicaciones de un buen psiquiatra que las de un historiador o un filósofo, porque las razones del odio, al igual que afirmaba Tolstoi de la infelicidad de las familias, son todas muy peculiares. Engels odiaba a su padre empresario, Lenin al zar que colgó a su hermano, el feo y maloliente Marat a los aristócratas guapos y afortunados con las damas, y así hasta completar un larguísimo etcétera de resentidos y traidores que forman el santoral de las izquierdas. Quien tenga la inmensa paciencia de dedicarse a ello, que lo haga. No le faltará el trabajo (…).
Para nuestra desgracia, no vivimos en la Rusia regenerada de Putin o en Hungría y Polonia, últimos refugios de la decencia en Europa, sino en el corazón corrompido de Occidente. Aquí reinan los sans culottes y la oligarquía económica al alimón, pues comparten el empeño común de homogeneizar el mundo, de extinguir las identidades europeas y de sustituir a los nativos por una masa de población flotante sin identidad ni arraigo. La ideología del odio, la verdadera eurofobia, forma parte de su táctica. La mejor forma de desarticular una reacción popular y nacional contra la tiranía del capitalismo globalista es que los europeos sientan vergüenza de ser lo que son, de su pasado. Para ello, debe surgir un sentimiento de culpa que les inhiba a la hora de defender su patria, su hogar y su tradición. Hay que presentar todo lo que conformó durante siglos la Europa cristiana y que edificó una civilización admirable como criminal, vergonzoso y discriminatorio (…).
La táctica, en principio, ha funcionado, tanto aquí como en EE. UU.: la familia tradicional está en proceso de extinción, las generaciones futuras pierden la conciencia de su linaje gracias a la degradación de la paternidad, y la aculturación llevada a cabo por los mass media ha convertido a la juventud europea en una mala imitación de la peor América. Unamos a esto la islamización galopante impuesta, financiada y protegida por las élites en nuestro continente.
Para tapar las bocas de quienes protestan, otra de las útiles invenciones que han aparecido en los últimos años es el llamado delito de odio, que paradójicamente blanden los radicales de izquierdas contra quienes osan oponerse a su tiranía callejera y académica.
Al acabar con el inocente Columbus Day en los Los Ángeles y muy probablemente en Nueva York, se está demonizando la llegada del hombre blanco a América, la única criatura en el mundo que, por lo visto, no tiene derecho a celebrar sus logros (pronto nos pasará lo mismo aquí con el Día de la Hispanidad… ¡Uy! Perdón… Día del Pilar…. ¡Ay, no! Perdón otra vez: Fiesta… ¿Nacional? ¿Se puede decir esa palabra todavía en la UE?). Si esta ofensiva contra Colón no es odio, que venga Dios y lo vea. Y preparémonos, que seguirán cayendo chuzos de punta.
Fuente: El Manifiesto.
Que no te la cuenten (el 18.09.17 )
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