por Stefano Fontana
No debe triunfar la idea de que una ley es buena si permite la objeción de conciencia.
Si una ley es injusta y, por ejemplo, admite el asesinato de una persona inocente, no se hace justa por permitir que el médico o el personal sanitario rechacen su colaboración.
Tras la aprobación en Italia de la ley del llamado testamento vital, en el mundo católico se han planteado numerosas amenazas de objeción de conciencia a los puntos en los que la ley abre el camino a la eutanasia, y han surgido abundantes protestas por que la ley no admite ese derecho a la objeción de conciencia. Como recogió La Nuova Bussola Quotidiana, también el secretario de Estado vaticano Pietro Parolin ha dicho que uno de los defectos de la ley es precisamente que no protege ese derecho. Muchas instituciones sanitarias católicas han alzado su voz. El presidente del Foro Nacional que reúne a todas las asociaciones socio-sanitarias católicas, Aldo Bova, ha sido claro: “No dejaremos que nadie muera de hambre y sed”. La ministra de Sanidad, Beatrice Lorenzin, ha dicho que recibirá a los responsables de estas asociaciones. Sobre la posible solución político-jurídica hay discusión. Todo esto es sabido, pero tal vez sobre algunas consecuencias de la situación todavía no se ha reflexionado debidamente.
En primer lugar, los hechos citados evidencian que los parlamentarios católicos que votaron esta ley se equivocaron. Como también se equivocaron las asociaciones católicas, como la Unión de Juristas Católicos, que aconsejaron a los parlamentarios que votasen sí a la ley. Que ahora se amenace con la objeción de conciencia y se proteste porque la ley no la permite, quiere decir que la ley debía y debe considerarse injusta. Si la ley sobre la DAT [Declaración Anticipada de Tratamiento] fuese justa y un católico pudiese votarla, no se entendería la petición de poder objetar. En otras palabras, la afirmación del cardenal Secretario de Estado lamentando que no se reconozca el derecho a la objeción de conciencia en el texto de la ley implica una condena del texto mismo, no solo sobre este punto, sino sobre la totalidad de su sustancia jurídica.
Además, estos hechos nos recuerdan que muchos de los que ahora amenazan con la objeción de conciencia y protestan porque la ley no la contemple, no se dejaron ver mucho en la fase de discusión de la ley diciendo que era injusta y debía ser combatida. La coherencia habría exigido que hablasen claro antes y que movilizasen a la opinión pública, dirigiesen adecuadamente la valoración de los creyentes y empujaran a los parlamentarios a un voto distinto. ¿Por qué gritar “¡Que viene el lobo!” cuando el lobo ya ha entrado en el redil?
Los hechos de los que hablamos nos dicen, finalmente, una tercera cosa aún más importante. Pedir la objeción de conciencia ante una ley injusta es correcto y obligado. Nada, pues, que reprochar a quien hoy lo hace, dejando aparte lo que acabamos de decir. Sin embargo, no debe triunfar la idea de que una ley es buena si permite la objeción de conciencia. Si una ley es injusta y, por ejemplo, admite el asesinato de una persona inocente, no se hace justa por permitir que el médico o el personal sanitario rechacen su colaboración. Quien pide ahora la objeción de conciencia sin haber luchado antes contra su aprobación da que pensar que no le interesa tanto que la ley sea justa o injusta como que permita la posibilidad de objetar. Así todos podrán actuar en conciencia: quien está a favor no objeta, quien está en contra objeta, y todos contentos.
Todo ello remite a un concepto de ley y de objeción de conciencia a la ley que no son católicos. La ley no es buena o mala por la adhesión o rechazo de las conciencias individuales. La ley es buena o mala por respetar o no la ley moral natural, esto es, la estructura finalista y normativa de la realidad. El derecho a la objeción de conciencia, por tanto, no se fundamenta sobre el derecho a tener una opinión propia y a atenerse a ella por coherencia personal en nuestros actos concretos, sino sobre el deber inexcusable de no contradecir “la ley superior de los dioses”, como decía Antígona, esto es, un orden objetivo de verdad que ninguna conciencia tiene derecho a contradecir.
Remite más bien a la visión liberal de la conciencia, entendida no como la adhesión consciente y prudencial a la verdad y al bien, sino como la expresión de una autodeterminación individual cuyo valor procede simplemente del hecho de ser querida.
La ley en cuestión se fundamenta en la aprobación de las conciencias de los parlamentarios que la han votado, lo cual no es garantía de nada: no más que si esos parlamentarios hubiesen dicho que les gusta el helado de pistacho. Se fundamenta luego en la aprobación de las conciencias de los ciudadanos y de los miembros del personal sanitario que la acepten por considerarla conforme a su opinión. Y tampoco esto nos garantiza mucho. No me gustaría pensar que se fundamenta también en aquellos que la aceptan porque les permite plantear la objeción de conciencia.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.
En primer lugar, los hechos citados evidencian que los parlamentarios católicos que votaron esta ley se equivocaron. Como también se equivocaron las asociaciones católicas, como la Unión de Juristas Católicos, que aconsejaron a los parlamentarios que votasen sí a la ley. Que ahora se amenace con la objeción de conciencia y se proteste porque la ley no la permite, quiere decir que la ley debía y debe considerarse injusta. Si la ley sobre la DAT [Declaración Anticipada de Tratamiento] fuese justa y un católico pudiese votarla, no se entendería la petición de poder objetar. En otras palabras, la afirmación del cardenal Secretario de Estado lamentando que no se reconozca el derecho a la objeción de conciencia en el texto de la ley implica una condena del texto mismo, no solo sobre este punto, sino sobre la totalidad de su sustancia jurídica.
Además, estos hechos nos recuerdan que muchos de los que ahora amenazan con la objeción de conciencia y protestan porque la ley no la contemple, no se dejaron ver mucho en la fase de discusión de la ley diciendo que era injusta y debía ser combatida. La coherencia habría exigido que hablasen claro antes y que movilizasen a la opinión pública, dirigiesen adecuadamente la valoración de los creyentes y empujaran a los parlamentarios a un voto distinto. ¿Por qué gritar “¡Que viene el lobo!” cuando el lobo ya ha entrado en el redil?
Los hechos de los que hablamos nos dicen, finalmente, una tercera cosa aún más importante. Pedir la objeción de conciencia ante una ley injusta es correcto y obligado. Nada, pues, que reprochar a quien hoy lo hace, dejando aparte lo que acabamos de decir. Sin embargo, no debe triunfar la idea de que una ley es buena si permite la objeción de conciencia. Si una ley es injusta y, por ejemplo, admite el asesinato de una persona inocente, no se hace justa por permitir que el médico o el personal sanitario rechacen su colaboración. Quien pide ahora la objeción de conciencia sin haber luchado antes contra su aprobación da que pensar que no le interesa tanto que la ley sea justa o injusta como que permita la posibilidad de objetar. Así todos podrán actuar en conciencia: quien está a favor no objeta, quien está en contra objeta, y todos contentos.
Todo ello remite a un concepto de ley y de objeción de conciencia a la ley que no son católicos. La ley no es buena o mala por la adhesión o rechazo de las conciencias individuales. La ley es buena o mala por respetar o no la ley moral natural, esto es, la estructura finalista y normativa de la realidad. El derecho a la objeción de conciencia, por tanto, no se fundamenta sobre el derecho a tener una opinión propia y a atenerse a ella por coherencia personal en nuestros actos concretos, sino sobre el deber inexcusable de no contradecir “la ley superior de los dioses”, como decía Antígona, esto es, un orden objetivo de verdad que ninguna conciencia tiene derecho a contradecir.
Remite más bien a la visión liberal de la conciencia, entendida no como la adhesión consciente y prudencial a la verdad y al bien, sino como la expresión de una autodeterminación individual cuyo valor procede simplemente del hecho de ser querida.
La ley en cuestión se fundamenta en la aprobación de las conciencias de los parlamentarios que la han votado, lo cual no es garantía de nada: no más que si esos parlamentarios hubiesen dicho que les gusta el helado de pistacho. Se fundamenta luego en la aprobación de las conciencias de los ciudadanos y de los miembros del personal sanitario que la acepten por considerarla conforme a su opinión. Y tampoco esto nos garantiza mucho. No me gustaría pensar que se fundamenta también en aquellos que la aceptan porque les permite plantear la objeción de conciencia.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Carmelo López-Arias.
ReL 5 enero 2018
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