por Fernando Pascual, Hay análisis fríos que revelan verdades crueles, injusticias del pasado y del presente que nos inquietan.
Para un historiador de economía la esclavitud de siglos pasados habrá ayudado a promover parte del desarrollo económico en tal o cual lugar del planeta. Para un estudioso de medicina, aquel experimento practicado en los campos de concentración nazi habrá servido para encontrar una terapia para cientos de enfermos antes desahuciados. Y para más de algún experto de estrategia militar fue mejor matar a miles de civiles por medio de dos bombas atómicas que no correr el riesgo de ver morir a muchos más soldados en interminables batallas para conquistar una isla detrás de otra.
Pero estos análisis nos dejan inquietos. Si una vacuna es descubierta al precio de cientos de niños usados como conejos de indias, ¿no sentiríamos una rebelión interna? Si mi bienestar económico de hoy fuese el resultado de la esclavitud de otros, a miles de kilómetros de distancia o al lado de mi casa, ¿puedo sentirme tranquilo? Y si un día llegasen a ser curados enfermos graves gracias a la destrucción de cientos de embriones congelados, a abortos o incluso a infanticidios, ¿no sentiríamos rabia al ver violados los derechos de los más débiles?
Por desgracia, y como si se tratase de un tema discutible, se oyen una y otra vez voces que piden que se permita la experimentación con embriones “destinados” a la destrucción.
La fecundación in vitro, tal y como es practicada en muchos laboratorios, implica injusticias y peligros sumamente graves. Por ejemplo, los “técnicos” crean una gran cantidad de embriones, muchos de los cuales, cuando se ha logrado un embarazo, son declarados “sobrantes”. Y, cuando “sobran”, quedan congelados hasta que alguien decida qué hacer con ellos. Algo no debe ir muy bien en una técnica que permita que a los padres les “sobren” hijos. Porque ningún ser humano, por muy pequeño que sea, puede ser declarado “sobrante”, puede ser visto como “material excedente”.
Como, según dicen, “sobran” embriones, algunos piden que esos embriones sean “aprovechados” por los laboratorios para la investigación. ¿No se podría lograr con esos embriones resultados “magníficos” para la medicina, progresos importantes para el mundo científico?
En otras palabras, para algunos científicos y para algunos expertos en bioética, un fin bueno justifica usar como conejillos de indias a embriones “condenados” (¿por quién? ¿con permiso de quién?) a desaparecer.
La ética occidental y los derechos humanos han ido precisamente en la dirección contraria: jamás un fin bueno puede justificar una agresión contra seres humanos. Mucho menos cuando se trata de eliminar a miles de embriones que son el resultado de una técnica injusta que los ha tratado como se tratan a algunas plantas de cultivo: se tiran muchas semillas en un espacio de terreno para luego matar los retoños que sobren y quedarnos sólo con el que interese y parezca de más calidad. El hombre no puede ser tratado bajo esta lógica del número y del éxito al precio de la vida de otros hombres, hermanos del niño que nace, hermanos que tal vez nunca nacerán...
Uno pensaría que después de haber dejado atrás las experiencias de la esclavitud, del nacismo, del comunismo, las cosas iban a ir mejor. ¿Por qué hemos vuelto a ver a algunos pequeños seres humanos como menos dignos, como material de experimentación? Quizá porque no tenemos claro lo que es ser hombre, lo que es nuestra historia personal. Porque aunque para la biología mi vida, como unidad biológica particular, empezó con la unión de un óvulo y un espermatozoide, para otros, sin embargo, yo no merecía ser respetado hasta que otros, los fuertes, los adultos, dieran su permiso.
Una de las grandes glorias del derecho occidental es que muchos débiles y algunos fuertes generosos se unieron para defender a los débiles. Poco a poco categorías enteras de personas fueron rescatadas de su condición “subhumana” y defendidas como seres dignos e iguales, se tratase de hombres o mujeres, adultos o niños, blancos, negros o amarillos.
La fe cristiana ha puesto a la luz esa común dignidad de cada ser humano, si bien algunos bautizados tardaron mucho en descubrir el amor de Dios presente en los que eran distintos, incluso en los enemigos. Hoy esa misma fe cristiana puede ser el camino para que también la ciencia no cierre los ojos a verdades biológicas fundamentales: cada cigoto es ya un individuo de la especie humana, y, en lo que esté de nuestra parte, merece nuestro respeto y nuestro cuidado.
Se trata de una verdad que, también sin fe, es asequible a cualquier hombre de buena voluntad. Usar al cigoto o embrión como material para la investigación, aunque luego pueda servir para curar a miles de personas, es algo que va contra la justicia y la dignidad, no sólo de la víctima, sino también del “verdugo”.
Resulta urgente rescatar del precipicio hacia el que avanza la tecnología reproductiva a los miles de embriones que son usados como “número” y a los médicos y científicos que juegan con ellos como si fuesen “aprendices de brujo”. También esos médicos y científicos tienen una dignidad y un valor que va más allá de los premios o reconocimientos que puedan recibir. Y no pueden perderla por desde la pretensión de lograr una conquista médica a costa de destruir la vida de inocentes.
El mundo será mejor no sólo si buscamos resultados. Lo más importante es preocuparse de verdad por defender y promover la dignidad de cada ser humano, aunque sea pequeño como un puñado de células encerradas en un congelador. Ese es el gran reto de la medicina de todos los tiempos, y no deja de serlo para nuestra época.
La sociedad hoy, como lo hizo cuando luchó contra la esclavitud, puede hacer mucho para que no se repita un nuevo “holocausto” silencioso en nuestros laboratorios o en las clínicas de ayuda a la reproducción. Basta con tomar una decisión valiente y decidida para prohibir cualquier técnica que ponga en peligro la salud y la vida de los seres humanos más débiles e indefensos, los embriones.
AutoresCatolicos.org
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