Lo del izado o arriada de banderas no es, en fin, sino la cáscara vacía de una tradición, acorde con un país en el que, a la vez que se vacían las iglesias, se multiplican los semanasanteros.
por Juan Manuel de Prada
Hemos tenido un escandalete esta Semana Santa con las banderas arriadas o izadas a media asta en señal de duelo (o duelecito) por la muerte de Cristo. A nadie se le escapa que este izar o arriar de banderas es un aspaviento farisaico, pues el Gobierno que lo ha decretado mata a Cristo cada día con leyes inicuas que han convertido en virtudes democráticas todos los pecados que claman al cielo. Pero arriar o izar banderas a media asta por la muerte de Cristo es una gallofa muy rentable (a la par que barata) que adula al catolicismo pompier, a la vez que permite sacar musculito comecuras a la izquierda genuflexa ante el mundialismo. Además, cuando la izquierda saca musculito comecuras, la incauta parroquia de la derecha se pone en guardia, según el principio de acción y reacción que rige la demogresca. Y así unos y otros sacan tajada.
Que izar o arriar banderas a media asta en señal de duelo (o duelecito) por la muerte de Cristo es un aspaviento farisaico lo prueba una sentencia del Tribunal Constitucional, donde se aclara que estas tradiciones «no pretenden transmitir un respaldo o adherencia del Estado a postulados religiosos». Y se trata, desde luego, de una aclaración perogrullesca, pues sólo un rematado imbécil podría llegar a pensar que un Estado que ha elevado los pecados que claman al cielo al rango de virtudes democráticas pueda someterse a ningún postulado religioso. Lo del izado o arriada de banderas no es, en fin, sino la cáscara vacía de una tradición, acorde con un país en el que, a la vez que se vacían las iglesias, se multiplican los semanasanteros.
Pero resulta, en verdad, llamativo que un aspaviento farisaico suscite tantos espumarajos en ciertos sectores de la izquierda. Pues, aunque no se crea en la divinidad de Cristo (¡aunque ni siquiera se crea en su existencia puramente humana!), no existe historia verídica o fabulada que ilustre mejor el escarnio y desfiguración de la Justicia que la Pasión. Allí se nos habla de la rabiosa conjura de unos poderes inicuos contra un inocente; allí se nos habla de la condena de un hombre que dio testimonio de la verdad, a manos de criminales, embusteros y prevaricadores que no vacilaron en recurrir a las tretas jurídicas más arteras y monstruosas. Una izquierda que no hubiese traicionado sus ideales para conformarse con sacar musculito comecuras habría aprovechado estas señales de duelo seguramente farisaico para convertirlas en una sincera denuncia de los atropellos que los poderosos perpetran, para acallar la voz del inocente que denuncia sus crímenes. Se puede ser aristotélico furibundo y rememorar con duelo la condena inicua de Sócrates (que, desde luego, no fue Dios y podría haber sido un personaje inventado por Platón y otros pocos). ¿Por qué, entonces, ciertos sectores de la izquierda, por muy ateos que sean, se soliviantan cuando se recuerda la condena inicua de Cristo?
Por una razón a la vez muy sencilla y muy misteriosa. Saben que en la condena inicua de Cristo nos confrontamos, en último extremo, con una pregunta definitiva: "¿Es Cristo lo que dijo que era ante el Sanedrín y ante Pilatos?". Quienes tanto se soliviantan con las banderas izadas o arriadas a media asta conocen la respuesta, porque creen y tiemblan; la conocen mucho mejor que los fariseos aspaventeros, que sólo tiemblan. Si pensasen que Cristo fue un mero hombre como Sócrates, o incluso una bella ficción, nada tendrían que oponer a que se rememorase su condena inicua.
El odio teológico es tan desvelado y ardoroso que no transige ni siquiera con los aspavientos farisaicos. Y es, en fin, una tenebrosa prueba de la luminosa verdad que en estos días se ha paseado por nuestras calles, hecha talla de imaginero.
Publicado en ABC el 2 de abril de 2018.
ReL 3 abril 2018
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