miércoles, 8 de mayo de 2019

Sobre la certeza en la historia. Veracidad y autenticidad

P. Javier Olivera Ravasi, SE 
«Es de importancia para todo el que quiera alcanzar una certeza en su investigación saber dudar sensatamente a tiempo» (Aristóteles, Metafísica, 2, 3)
 
Saber dudar, y saber hacerlo a tiempo puede ser virtud. No dudar siempre, sino a tiempo, dice El Filósofo. Y no de cualquier modo, no una duda metódica, sino sensatamente. Y es sensata la duda cuando viene provocada por un motivo[1].

En el caso de la historia dudar sensatamente “a tiempo” se traduce en la formulación de una pregunta que podría formularse así “¿cómo sé yo que esto que investigando es verdad?”.

Pues bien, puesto que el objeto de la investigación histórica es la realidad pretérita trascendente, es decir, la realidad pasada digna de ser narrada, ésta tendrá un grado de certeza diverso al del resto de las ciencias, pues su método no será –no podrá ser- el mismo: al no poder examinar o re-crear su objeto de estudio en un “laboratorio” (como se examina una hormiga bajo una microscopio o se re-crea la sanación contra el chagas), el historiador reconstruirá, según su método, los acontecimientos pasados a partir de las pruebas que le proporcionan las fuentes históricas, ya sean primarias o secundarias.

Se denominan en historia “fuentes primarias” a aquellos vestigios del pasado consignados en su propio tiempo, de modo directo e inmediato, a saber, los documentos públicos o privados, las cartas, las narraciones orales, la música, los monumentos, las leyes, pinturas, las monedas, etc.; la clave para identificarlas está en la inmediatez de su elaboración, es decir, que llegan hasta nosotros sin haber sido transformadas por persona alguna.

Por el contrario, las “fuentes secundarias”, serán aquellos textos acerca del pasado que derivada y secundariamente narran lo que de algún modo se conoce a partir de las fuentes primarias (libros, revistas, artículos, etc.).

Las fuentes primarias, principalmente, encierran una noticia del pasado para quien sepa sacarlas, por lo que exige que, además de la cosa, haya una relación entre esa cosa y la capacidad inferente del historiador: la cosa, puesta ante el historiador, le-dice-algo, si éste sabe leerla, pero tal información “sólo se da a quien conozca la clave para entenderla, o sea a quien está en condiciones para descubrirla”[2], o, en otras palabras a quien se le haya formado un hábito histórico, como señala Caponnetto siguiendo a Caturelli: “descubrir es un acto reflexivo, un acto plenamente consciente, eminentemente espiritual. Es dirigirse con inteligencia y voluntad hacia las cosas para desentrañar sus esencias, para develar sus formas interiores, para descifrarlas y entenderlas en su identidad. Descubrir es hacer patente lo que está oculto. Manifestar, alcanzar a ver –no sólo mirar– y transmitir a otros lo visto y contemplado”[3].

El método histórico, por tanto, no es otra cosa que los medios de que se vale el historiador para transformar el frío y mudo testimonio en fuente de información y traer así el hecho pasado a la actualidad.

Sin embargo, para ello, el historiador deberá recordar que el valor de una fuente estará determinado por su autenticidad y veracidad (algunos autores denominan a esto “crítica externa” y “crítica interna” del documento). Por la primera, se asegura el historiador de que el documento no sea falso, o sea que pertenezca realmente al autor y a la época estudiada. Por la segunda, intentará comprobar que el documento no es falaz, vale decir que, perteneciendo auténticamente a su época y a su autor, la información que proporciona no está deformada voluntaria o involuntariamente y, por lo tanto, la noticia que brinda es veraz.

Vale tener en cuenta que porque un dato esté claro y explícitamente consignado en una fuente no es indicativo de que sea necesariamente cierto (el autor pudo haber mentido, pudo haberse equivocado, o simplemente, pudo haber conocido sólo una parte de la verdad). ¿Cómo discernir entonces? Hay un principio que es elemental en el estudio de la historia y es que, en principio, un dato tiene el valor de la fuente que lo proporciona. Es decir: si procede de una fuente des­acreditada o evidentemente apasionada, el dato no merecerá gran confianza para el historiador y deberá ser acogido con reservas; cuando, por el contrario, la fuente de donde se toma resulta fidedigna, entonces aquel dato podrá utilizarse (a no ser que obste algo en contra, ajeno a la fuente de procedencia) con relativa se­guridad.

Pues repetimos: el grado de certeza al que llega la historia no es matemática ni metafísica, sino, valga la redundancia, “histórica” que viene a reducirse a una certeza de credibilidad, de allí que, para que se dé, sea absolutamente imprescindible la buena fe del historiador y su esfuerzo por no falsificar el objeto histórico: “la primera ley de la historia es que no se ose decir nada falso, ni esconder nada de la verdad”, según el decir de Cicerón[4].

Ahora bien: ¿cómo valorar las fuentes? Por medio de su autenticidad y su veracidad.

La autenticidad de una fuente está vinculada principalmente a las fuentes primarias, y viene determinado a partir del estudio serio de las mismas a fin de detectar posibles anacronismos en el lenguaje, referencias datables, y la coherencia con su entorno cultural. Por ejemplo, se podría analizar la autenticidad de un documento, una estatua, o una pintura, a raíz de la comparación con otras de su época y gracias a las ciencias auxiliares de la historia, como son la paleografía, la grafología, la arqueología (por medio, v.gr. del carbono 14), la literatura (el estilo literario), o algo tan simple como la existencia de citas (a veces textuales -intertextualidad-, a veces referencias indirectas) de esa fuente en otra fuente de su época. Una fuente, una vez analizada podrá resultar auténtica o no; sin embargo, ello no querrá decir que, porque lo sea, diga la verdad de las cosas. Un excelente ejemplo de esto es el que Enrique Díaz Araujo narra respecto de San Martín cuando explica cómo el historiador García Hamilton, confiando en Joaquina Alvear y Ward, afirma que el Libertador era hijo de Don Diego de Alvear. Con el tiempo, la historiadora Patricia Pasquali apelando a la autenticidad y veracidad de las fuentes, encontró en Expedientes Judiciales la declaración de insanía de Joaquina Alvear por “megalomanía”, lo que la llevó a afirmar su parentesco con cuanta persona famosa había, entre ellos el Papa… Es decir: la fuente era auténtica, pero no veraz y el error del historiador en este caso fue aceptar como veraz el testimonio de esta fuente porque efectivamente el documento era auténtico.

Esto nos lleva al tema de la veracidad de una fuente, que deberá ser objeto de especial atención, resultando por lo tanto, más complejo su análisis. En efecto, ¿cómo confiar en que se nos está diciendo la verdad? En principio, como en toda relación humana, siempre es conveniente partir de la base de –salvo prueba en contrario- quien transmite un hecho está diciendo la verdad aunque vista desde un prisma personal, claro. Es un principio elemental en todas las ciencias: suponemos que la tierra gira sobre su eje aunque pocos lo hayamos comprobado; creemos que la aspirina alivia el dolor de cabeza, aunque no lo hayamos analizado científicamente. Existe pues una confianza natural.

Pero puede suceder sin embargo, como esta no es una sociedad angélica, que los prejuicios, el partidismo político o ideológico, las diversas cosmovisiones, influyan de tal manera en quien da testimonio de un hecho (fuente primaria) o quien escribe la historia (fuente secundaria o bibliografía histórica) que, sin querer mentir (o queriéndolo), dé una imagen falsa o de­forme de la realidad histórica. También –no hay que descartarlo– podrán  darse casos patológicos (como el de Fray Bartolomé de las Casas); es decir, la historia del historiador, a diferencia de lo que sucede con otras disciplinas, no puede ser ignorada, pues un historiador que es inescrupuloso en su vida personal y que miente por principio, ¿por qué no lo haría en el ámbito de la historia? De allí que deba tenerse presente la veracidad de las narraciones, que no nacen por generación espontánea, sino a partir de un hombre que hace historia.

No se trata de que sólo el santo pueda hacer historia, ni que la historia será mejor cuanto más santa sea una persona, necesariamente, sino que, por ser el objeto de la historia la verdad de los hechos trascendentes del pasado, quien no se maneje en la verdad, difícilmente, al momento de narrar la historia, lo hará. Es parte de los hábitos. El valor de una fuente por lo tanto –y, en cierto modo, de los datos contenidos en ella– dependerá de la credi­bilidad que merezca su autor, es decir, de su información, por un lado, pero también de la veracidad acerca de ella.

Tampoco se trata necesariamente de la cantidad de autores que narren un hecho –una golondrina no hace verano, pero miles tampoco. La verdad de un dato no depende nunca del número de autores que lo incluyan.

Un criterio –quizás de los más importantes– para analizar la veracidad de los hechos pasados es el parecer de los contemporáneos, la personalidad del narrador, la filiación política, su intachabilidad científica, el análisis de sus dichos, sus posibles contradicciones y retractaciones, sus intencionalidades explícitas o implícitas, etc., etc.; así y todo, llevará al historiador a una certeza que, como dijimos, no es matemática ni filosófica, sino simplemente histórica; creyendo que las cosas son como se narran o no. El espíritu crítico del investigador, cuando es rectamente ejercido, se mostrará en el rigor con el que utiliza los datos, lo que también podrá servir de guía para evaluar la veracidad del relato: primero, asentará los datos seguros separándolos de las adherencias que los modifiquen; segundo, evitará suplir con su imaginación la ausencia de nexos o relaciones entre dos datos y tercero, evitará dar por seguro lo que es sólo probable, posible o verosímil. Y algunas veces deberá ser humilde, reconociendo que, sobre ciertos sucesos, es poco lo que se puede afirmar con certeza; con certeza histórica.

P. Javier Olivera Ravasi, SE

 
[1] F. Suárez, Reflexiones sobre la historia y el método de investigación histórica, Rialp, Madrid 1977, 169-187.

[2] J. L. Cassani y A. J. Pérez Amuchástegui, Las fuentes de la historia. Cooperadora de derecho y Ciencias Sociales, Buenos Aires 1969, 14.

[3] A. Caponnetto, Hispanidad y Leyendas Negras; la Teología de la Liberación y la Historia de América, Nueva Hispanidad,Buenos Aires 2002, 180. Cfr. A. Caturelli, América Bifronte, Troquel, Buenos Aires 1961, III parte, Cap. VII.

[4] Cicerón, De oratore 2,15.

 
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