por Mariana Cantón - Mendoza
Estamos en pleno año electoral, y todo el mundo está hablando de partidos políticos. Entre los católicos hay una polémica bastante fuerte, y, por eso, no tenía pensado tocar este tema, además de que no hay realmente nada muy novedoso para aportar.
Estamos en pleno año electoral, y todo el mundo está hablando de partidos políticos. Entre los católicos hay una polémica bastante fuerte, y, por eso, no tenía pensado tocar este tema, además de que no hay realmente nada muy novedoso para aportar.
Sin embargo, algunas conversaciones recientes me hicieron notar ciertas cosas sobre las que creí útil escribir. Después de todo, los engaños nos son inoculados a fuerza de incansable repetición, así que no hay motivos para no hacer lo mismo con la Verdad. Vamos entonces allá.
No es que el mal haya estado ausente en épocas moralmente prósperas, sino que el mal y el bien, entonces, eran fáciles de identificar, tanto de forma particular como entre sí. Al igual que el agua y el aceite: podía haber algunas gotas “infiltradas” por nuestra naturaleza caída, pero a uno no le resultaba tan difícil reconocer el mal, mantenerse alejado de él y ser un católico considerablemente íntegro. La batalla contra las propias debilidades estaba, mas todo era mucho más claro.
En tiempos revueltos como el nuestro, en cambio, pareciera que se han mezclado un médano de arena con una montaña de sal. Prácticamente son iguales y separarlas es casi imposible. El mal ha invadido e impregnado todo, se ha homogeneizado con lo bueno, y el Príncipe de las Tinieblas se divierte incluso con muchos que están bien formados en la Doctrina. Remarco esto para que tengamos en cuenta dos cosas: 1) hoy, hay que hilar fino en todas las posturas que tomemos y ser en extremo específicos para estar en el punto correcto, de modo que lograrlo significa haber recibido una gracia que no abunda, y 2) si hemos sido bendecidos con ella, debemos preservar la humildad y la gratitud. La posmodernidad es realmente malvada, hemos de cuidar que no se pierda nuestra fortaleza, mediante la oración y los Sacramentos, ni que se enfríe nuestra caridad.
No tengo especial interés por enfocarme en aquellos católicos que ya aceptaron como cierto que el sistema es moralmente “neutro” y que su bondad o su maldad dependen de cómo se lo utilice, sino más bien en aquellos que, aun sabiendo que posee una perversidad intrínseca, insisten –convencidos–en que “hay que participar de todos modos para hacer la diferencia”. Puede que haya una buena intención detrás de esto, pero también hay varios errores.
En primer lugar, la confusión que se ha generado alrededor del tema “aborto”. A quienes consideran como bien la satisfacción de sus propios deseos, el Enemigo les ofrece placeres, poder, dinero. A quienes buscamos, a pesar de nuestra enorme miseria, cumplir con la Divina Voluntad, nos tienta en cambio con falsas –y repito: falsas– dicotomías morales; juega mucho con los escrúpulos. Hay católicos que saben que la democracia es nefasta. ¿Cómo hacer que también ellos agachen la cabeza y participen? Muy sencillo. Primero se les hace creer que el aborto y el sistema son dos males diferentes y luego que el más grave de ambos es el aborto.
Cuando nosotros decimos “el aborto es lo más importante”, nos referimos a que prioritariamente no puede estar por debajo de asuntos como sacar adelante la economía del país, pero no es una afirmación absoluta. El asesinato de hijos en el vientre materno es un acto sumamente aberrante, antinatural y demoníaco que clama al Cielo y no debe ser minimizado, pero no confundamos “no minimizar” con afirmar que “no hay absolutamente ningún crimen peor ni cosa de mayor relevancia”, porque esto último no es cierto. Si lo fuese, con toda tranquilidad podríamos tomar otras medidas. Salimos con una ametralladora por las calles a fusilar a todo médico abortista que encontremos, así como a las mismas mujeres que se los practican y a todo aquel que quiera detenernos, por si acaso. Quemamos las clínicas y a cada nuevo “defensor” que aparezca lo matamos también. Dejarían de morir inocentes y sólo lo harían los culpables directos e indirectos del filicidio prenatal. Si éste en verdad estuviese por encima de todo, lo antes descrito nos sería lícito, pero sucede que, como dijimos, hay algo más importante (que Cristo reine) y algo más grave (que Cristo no reine).
Existe una verdad indiscutible, y es que no podemos pecar, aún si haciéndolo evitásemos la condenación de todas las almas del mundo. Va de nuevo: el peor de los crímenes es el pecado, y si ése es nuestro único medio para evitar algo, entonces es ilusorio; no tenemos realmente un modo de evitar ese algo. No cargamos con culpa ni somos responsables si sucede. Sentir remordimientos por algo que se encontraba fuera de nuestro alcance es señal de escrúpulos, de soberbia y de falta de confianza en Dios. El aborto nos parece más grave que la democracia porque su perversión puede (y no sé hasta dónde, pero supongamos) ser más evidente a nivel humano, mas, por sagradas que sean las vidas inocentes, lo es aún más el derecho de nuestro Señor a que su Realeza sea reconocida y proclamada. Recordemos que, aunque podría haberlo hecho, el Padre no evitó que la orden de Herodes se cumpliese, sino que se limitó a dar aviso a José para que el Niño Jesús se salvara.
Hasta acá hemos hablado haciendo de cuenta que en efecto son dos males distintos. No lo son. Puede que algunos hayan entendido que el mal sufragista es peor que el mal abortista,pero de todas maneras quieran colaborar con el primero porque les pesa no hacer nada para evitar esas injustas muertes. Les cuento un secreto: no lo van a lograr a través de este sistema podrido. No lo lograrán porque el Mal es uno solo. No es uno u otro partido el instrumento del que se vale el Enemigo para esparcir sus venenos (ideología de género, eutanasia, transexualismo, corrupción de menores, pedofilia, aborto). Es el sistema. Es este virus infecto que bien podría llamarse naufragio universal y que tanta perdición causa a nuestra Madre, la Iglesia. La democracia es abortista y no tan sólo los partidos. Meterse en ella siendo lo opuesto no deja opción sino a tres resultados posibles: 1) convertirse en pro-aborto, 2) mantenerse firme pero calladito la boca, actuando y/o dejando actuar a los demás como proaborto, o 3) salirse del sistema. Algo tan tóxico jamás permitirá que la sanidad subsista dentro suyo. Solamente hará creer que lo permite para así arrastrar a gente bien intencionada a las urnas. El Mal es uno solo.
¿Qué es el aborto sino la consecuencia de que Cristo no reine? ¿Qué es, sino la creencia de que “Dios no me manda, me mando yo”? ¿Qué es, sino el tristemente célebre grito “non serviam”? Es un absurdo pensar que apoyando a algo que transmite estas ideas a escala masiva impediremos que las mismas existan. Todo lo contrario. El único método efectivo para no ser cómplices del aborto es oponernos con todas nuestras fuerzas a ese liberalismo satánico (si cabe el pleonasmo) que lo provoca. No existen ni existirán partidos anti-abortistas, porque defender la vida inocente por la vida inocente misma, separada, en lugar de bajo y como efecto del reinado social de Jesucristo, necesariamente nos llevará a acabar despreciándola.
Ahora volvamos sobre lo mencionado al inicio. Hay ideas muy propias de este tiempo. Una es que las verdades son o dejan de ser según se las dice o deja de decir (un ejemplo es el caso de los transexuales, que pierden su mágico superpoder de cambiar de sexo a voluntad si nosotros hablamos y lo recuperan si callamos). Dicha idea ha calado incluso entre los católicos, y entonces aquellos que han decidido naufragar o participar en listas, actúan y hablan como si alguna que otra figura pública, en pleno siglo XXI y por puro gusto de fastidiar, se hubiera sacado de la galera que la democracia es intrínsecamente mala y contraria a nuestra Doctrina. Como si nadie lo hubiese dicho antes y como si no fuese igual de cierto aunque nadie lo dijera. Como si se tratase de “la teoría de Fulano” y no de la Verdad que sabemos inmutable y eterna. Nos acusan de ser los culpables de la perversión democrática por mencionarla y denunciarla. Y aquí entra la segunda idea infiltrada: el practicismo. Esa tendencia a la desesperación y a la necesidad de resultados rápidos y visibles. Nos increpan y nos exigen que propongamos diferentes alternativas. Parecen decirnos, “si según ustedes la moral dice que todas las opciones son moralmente ilícitas, entonces sugieran/hagan algo nuevo (tomar las armas y hacer un golpe de Estado es la más frecuentemente mencionada), y si no lo hacen, pues vean cómo modifican o solucionan lo de la moral, porque sí o sí debemos elegir algo y actuar”. Error.
No es que el mal haya estado ausente en épocas moralmente prósperas, sino que el mal y el bien, entonces, eran fáciles de identificar, tanto de forma particular como entre sí. Al igual que el agua y el aceite: podía haber algunas gotas “infiltradas” por nuestra naturaleza caída, pero a uno no le resultaba tan difícil reconocer el mal, mantenerse alejado de él y ser un católico considerablemente íntegro. La batalla contra las propias debilidades estaba, mas todo era mucho más claro.
En tiempos revueltos como el nuestro, en cambio, pareciera que se han mezclado un médano de arena con una montaña de sal. Prácticamente son iguales y separarlas es casi imposible. El mal ha invadido e impregnado todo, se ha homogeneizado con lo bueno, y el Príncipe de las Tinieblas se divierte incluso con muchos que están bien formados en la Doctrina. Remarco esto para que tengamos en cuenta dos cosas: 1) hoy, hay que hilar fino en todas las posturas que tomemos y ser en extremo específicos para estar en el punto correcto, de modo que lograrlo significa haber recibido una gracia que no abunda, y 2) si hemos sido bendecidos con ella, debemos preservar la humildad y la gratitud. La posmodernidad es realmente malvada, hemos de cuidar que no se pierda nuestra fortaleza, mediante la oración y los Sacramentos, ni que se enfríe nuestra caridad.
No tengo especial interés por enfocarme en aquellos católicos que ya aceptaron como cierto que el sistema es moralmente “neutro” y que su bondad o su maldad dependen de cómo se lo utilice, sino más bien en aquellos que, aun sabiendo que posee una perversidad intrínseca, insisten –convencidos–en que “hay que participar de todos modos para hacer la diferencia”. Puede que haya una buena intención detrás de esto, pero también hay varios errores.
En primer lugar, la confusión que se ha generado alrededor del tema “aborto”. A quienes consideran como bien la satisfacción de sus propios deseos, el Enemigo les ofrece placeres, poder, dinero. A quienes buscamos, a pesar de nuestra enorme miseria, cumplir con la Divina Voluntad, nos tienta en cambio con falsas –y repito: falsas– dicotomías morales; juega mucho con los escrúpulos. Hay católicos que saben que la democracia es nefasta. ¿Cómo hacer que también ellos agachen la cabeza y participen? Muy sencillo. Primero se les hace creer que el aborto y el sistema son dos males diferentes y luego que el más grave de ambos es el aborto.
Cuando nosotros decimos “el aborto es lo más importante”, nos referimos a que prioritariamente no puede estar por debajo de asuntos como sacar adelante la economía del país, pero no es una afirmación absoluta. El asesinato de hijos en el vientre materno es un acto sumamente aberrante, antinatural y demoníaco que clama al Cielo y no debe ser minimizado, pero no confundamos “no minimizar” con afirmar que “no hay absolutamente ningún crimen peor ni cosa de mayor relevancia”, porque esto último no es cierto. Si lo fuese, con toda tranquilidad podríamos tomar otras medidas. Salimos con una ametralladora por las calles a fusilar a todo médico abortista que encontremos, así como a las mismas mujeres que se los practican y a todo aquel que quiera detenernos, por si acaso. Quemamos las clínicas y a cada nuevo “defensor” que aparezca lo matamos también. Dejarían de morir inocentes y sólo lo harían los culpables directos e indirectos del filicidio prenatal. Si éste en verdad estuviese por encima de todo, lo antes descrito nos sería lícito, pero sucede que, como dijimos, hay algo más importante (que Cristo reine) y algo más grave (que Cristo no reine).
Existe una verdad indiscutible, y es que no podemos pecar, aún si haciéndolo evitásemos la condenación de todas las almas del mundo. Va de nuevo: el peor de los crímenes es el pecado, y si ése es nuestro único medio para evitar algo, entonces es ilusorio; no tenemos realmente un modo de evitar ese algo. No cargamos con culpa ni somos responsables si sucede. Sentir remordimientos por algo que se encontraba fuera de nuestro alcance es señal de escrúpulos, de soberbia y de falta de confianza en Dios. El aborto nos parece más grave que la democracia porque su perversión puede (y no sé hasta dónde, pero supongamos) ser más evidente a nivel humano, mas, por sagradas que sean las vidas inocentes, lo es aún más el derecho de nuestro Señor a que su Realeza sea reconocida y proclamada. Recordemos que, aunque podría haberlo hecho, el Padre no evitó que la orden de Herodes se cumpliese, sino que se limitó a dar aviso a José para que el Niño Jesús se salvara.
Hasta acá hemos hablado haciendo de cuenta que en efecto son dos males distintos. No lo son. Puede que algunos hayan entendido que el mal sufragista es peor que el mal abortista,pero de todas maneras quieran colaborar con el primero porque les pesa no hacer nada para evitar esas injustas muertes. Les cuento un secreto: no lo van a lograr a través de este sistema podrido. No lo lograrán porque el Mal es uno solo. No es uno u otro partido el instrumento del que se vale el Enemigo para esparcir sus venenos (ideología de género, eutanasia, transexualismo, corrupción de menores, pedofilia, aborto). Es el sistema. Es este virus infecto que bien podría llamarse naufragio universal y que tanta perdición causa a nuestra Madre, la Iglesia. La democracia es abortista y no tan sólo los partidos. Meterse en ella siendo lo opuesto no deja opción sino a tres resultados posibles: 1) convertirse en pro-aborto, 2) mantenerse firme pero calladito la boca, actuando y/o dejando actuar a los demás como proaborto, o 3) salirse del sistema. Algo tan tóxico jamás permitirá que la sanidad subsista dentro suyo. Solamente hará creer que lo permite para así arrastrar a gente bien intencionada a las urnas. El Mal es uno solo.
¿Qué es el aborto sino la consecuencia de que Cristo no reine? ¿Qué es, sino la creencia de que “Dios no me manda, me mando yo”? ¿Qué es, sino el tristemente célebre grito “non serviam”? Es un absurdo pensar que apoyando a algo que transmite estas ideas a escala masiva impediremos que las mismas existan. Todo lo contrario. El único método efectivo para no ser cómplices del aborto es oponernos con todas nuestras fuerzas a ese liberalismo satánico (si cabe el pleonasmo) que lo provoca. No existen ni existirán partidos anti-abortistas, porque defender la vida inocente por la vida inocente misma, separada, en lugar de bajo y como efecto del reinado social de Jesucristo, necesariamente nos llevará a acabar despreciándola.
Ahora volvamos sobre lo mencionado al inicio. Hay ideas muy propias de este tiempo. Una es que las verdades son o dejan de ser según se las dice o deja de decir (un ejemplo es el caso de los transexuales, que pierden su mágico superpoder de cambiar de sexo a voluntad si nosotros hablamos y lo recuperan si callamos). Dicha idea ha calado incluso entre los católicos, y entonces aquellos que han decidido naufragar o participar en listas, actúan y hablan como si alguna que otra figura pública, en pleno siglo XXI y por puro gusto de fastidiar, se hubiera sacado de la galera que la democracia es intrínsecamente mala y contraria a nuestra Doctrina. Como si nadie lo hubiese dicho antes y como si no fuese igual de cierto aunque nadie lo dijera. Como si se tratase de “la teoría de Fulano” y no de la Verdad que sabemos inmutable y eterna. Nos acusan de ser los culpables de la perversión democrática por mencionarla y denunciarla. Y aquí entra la segunda idea infiltrada: el practicismo. Esa tendencia a la desesperación y a la necesidad de resultados rápidos y visibles. Nos increpan y nos exigen que propongamos diferentes alternativas. Parecen decirnos, “si según ustedes la moral dice que todas las opciones son moralmente ilícitas, entonces sugieran/hagan algo nuevo (tomar las armas y hacer un golpe de Estado es la más frecuentemente mencionada), y si no lo hacen, pues vean cómo modifican o solucionan lo de la moral, porque sí o sí debemos elegir algo y actuar”. Error.
1) No tenemos tal obligación. En ocasiones no se puede elegir entre lo que hay ni proponer nada nuevo porque las circunstancias no lo permiten. Sólo queda entonces mantenernos fieles a la Moral íntegra, resistiendo los ataques de forma pasiva, que tiene no poco mérito en medio de semejante caos. No hay poco heroísmo o actividad –aunque sea interior– en no faltar a lo que se nos manda a pesar de tanto obstáculo y complot maligno empeñado en hacernos caer.
2) Tampoco es cierto que la única vía de participación política sea la maldita democracia. La política rectamente entendida tiene por objetivo dar gloria a Dios cumpliendo con su fin, que es lograr el bien común. Es por esto que contribuye más a la Iglesia y a la Patria (por lo tanto, hace más política) un joven que se esmera en ser un probo hijo del Padre Celestial y de sus padres naturales, que alguien que figura en una boleta o introduce un sobre a la urna. Alternativas sí que hay, aunque no den la clase de resultados que se nos exige con una autoridad salida vaya a saber uno de dónde. Formar una familia que tenga por cimientos la Fe y la Tradición, es hacer política. Criar hijos virtuosos que el día de mañana lleguen a ser hombres y mujeres justos y piadosos, es hacer política. Rezar el Santo Rosario unidos en la calidez de un hogar fecundo y maternal, es hacer política. Compartir una tarde de mates con una hermana querida, disfrutando de uno de los vínculos más bellos y profundos que hay, es hacer política. Esperar en las mejores condiciones posibles la Segunda Venida del Mesías, es hacer política. Negarse a ser un número más en un recuento maquinal que no es más que una farsa porque no reconoce al Rey de reyes, también es hacer política. Todos son actos políticos, y no por eso democráticos, aunque ambos conceptos se hayan fusionado irreversiblemente en la mente de la mayoría. La recta, la verdadera política, es algo santo y hermoso. No requiere que estemos pensando en ella todo el tiempo, solamente esperanza, integridad y mansedumbre, el ser conscientes de que, al cumplir con nuestro deber a cada momento, aportamos mucho más que cediendo a jugar bajo reglas enemigas a cambio de posponer ilusoriamente lo inminente. Fallamos porque somos pecadores, siempre podríamos hacer más y mejor, mas no somos meros críticos ni estamos de brazos cruzados, aunque no nos vean correr a reuniones con candidatos o algo por el estilo. Tampoco esperamos que San Miguel y los 12 Apóstoles bajen del Cielo a formar un partido para entonces ir a votarlo, porque por más San Miguel y los Apóstoles que sean, bueno… lean Gálatas 1, 8.
No es mi propósito con esto el debatir con nadie. La Verdad no se debate y yo no la poseo sino que recibí la inmerecida gracia de que Ella me posea a mí en este y algún que otro tema. Soy un simple instrumento. Lo que busco es transmitir gratuitamente lo que del mismo modo recibo, con la esperanza de que sea esclarecedor para una persona al menos. De ser así, ya me daría por más que bien pagada. Nuestro Señor anunció que seguirlo sería un “todo o nada”, que quienes quisiéramos hacerlo habríamos de soportar duros tormentos y presenciar arduas pruebas de fe. No tendremos la victoria en este mundo. Seremos derrotados y humillados primero, y sólo entonces nos llegará, tal y como nos dejó ejemplo Él mismo. Así ha sido en otros momentos históricos difíciles para los católicos y éste no será la excepción. Nuestro deber no es cargar sobre nuestros hombros con males que sólo pecando “solucionaríamos”. Están fuera de nuestro alcance y sólo Él sabe por qué los permite. Nuestro deber es obedecer los mandamientos fielmente en lo poco y en lo mucho, confiando no en nuestras fuerzas sino en la Providencia y el Amor del Padre, que no exige nada sin dar la gracia necesaria y que se encarga de aquello que excede nuestra limitación sin que se le escape el menor detalle.
Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat.
¡Viva Nuestra Señora de Luján! ¡Viva la Patria! ¡Viva la Contrarrevolución!
2) Tampoco es cierto que la única vía de participación política sea la maldita democracia. La política rectamente entendida tiene por objetivo dar gloria a Dios cumpliendo con su fin, que es lograr el bien común. Es por esto que contribuye más a la Iglesia y a la Patria (por lo tanto, hace más política) un joven que se esmera en ser un probo hijo del Padre Celestial y de sus padres naturales, que alguien que figura en una boleta o introduce un sobre a la urna. Alternativas sí que hay, aunque no den la clase de resultados que se nos exige con una autoridad salida vaya a saber uno de dónde. Formar una familia que tenga por cimientos la Fe y la Tradición, es hacer política. Criar hijos virtuosos que el día de mañana lleguen a ser hombres y mujeres justos y piadosos, es hacer política. Rezar el Santo Rosario unidos en la calidez de un hogar fecundo y maternal, es hacer política. Compartir una tarde de mates con una hermana querida, disfrutando de uno de los vínculos más bellos y profundos que hay, es hacer política. Esperar en las mejores condiciones posibles la Segunda Venida del Mesías, es hacer política. Negarse a ser un número más en un recuento maquinal que no es más que una farsa porque no reconoce al Rey de reyes, también es hacer política. Todos son actos políticos, y no por eso democráticos, aunque ambos conceptos se hayan fusionado irreversiblemente en la mente de la mayoría. La recta, la verdadera política, es algo santo y hermoso. No requiere que estemos pensando en ella todo el tiempo, solamente esperanza, integridad y mansedumbre, el ser conscientes de que, al cumplir con nuestro deber a cada momento, aportamos mucho más que cediendo a jugar bajo reglas enemigas a cambio de posponer ilusoriamente lo inminente. Fallamos porque somos pecadores, siempre podríamos hacer más y mejor, mas no somos meros críticos ni estamos de brazos cruzados, aunque no nos vean correr a reuniones con candidatos o algo por el estilo. Tampoco esperamos que San Miguel y los 12 Apóstoles bajen del Cielo a formar un partido para entonces ir a votarlo, porque por más San Miguel y los Apóstoles que sean, bueno… lean Gálatas 1, 8.
No es mi propósito con esto el debatir con nadie. La Verdad no se debate y yo no la poseo sino que recibí la inmerecida gracia de que Ella me posea a mí en este y algún que otro tema. Soy un simple instrumento. Lo que busco es transmitir gratuitamente lo que del mismo modo recibo, con la esperanza de que sea esclarecedor para una persona al menos. De ser así, ya me daría por más que bien pagada. Nuestro Señor anunció que seguirlo sería un “todo o nada”, que quienes quisiéramos hacerlo habríamos de soportar duros tormentos y presenciar arduas pruebas de fe. No tendremos la victoria en este mundo. Seremos derrotados y humillados primero, y sólo entonces nos llegará, tal y como nos dejó ejemplo Él mismo. Así ha sido en otros momentos históricos difíciles para los católicos y éste no será la excepción. Nuestro deber no es cargar sobre nuestros hombros con males que sólo pecando “solucionaríamos”. Están fuera de nuestro alcance y sólo Él sabe por qué los permite. Nuestro deber es obedecer los mandamientos fielmente en lo poco y en lo mucho, confiando no en nuestras fuerzas sino en la Providencia y el Amor del Padre, que no exige nada sin dar la gracia necesaria y que se encarga de aquello que excede nuestra limitación sin que se le escape el menor detalle.
Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat.
¡Viva Nuestra Señora de Luján! ¡Viva la Patria! ¡Viva la Contrarrevolución!
Fidelitas Catholica. Año 1. N° 3. Septiembre/Octubre 2019.
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