Por Vicente Massot
Como era de prever, el debate de los presidenciables no arrojó nada que ya no supiéramos.
Como era de prever, el debate de los presidenciables no arrojó nada que ya no supiéramos.
Con base en monólogos de apenas 30 segundos, los candidatos esquivaron las propuestas y cruzaron acusaciones y chicanas, sin que ninguno de los seis presentes fuese capaz de sacar claras ventajas respecto del resto. Si acaso correspondiese definir la pulseada verbal de Mauricio Macri, Alberto Fernández, Roberto Lavagna, Juan José Gómez Centurión, José Luis Espert y Nicolás del Caño, habría que calificarla de incolora, inodora e insípida. Si alguien pensaba sacar algo en limpio acerca de lo que piensan hacer cada uno de ellos —en el caso de llegar a la Casa Rosada en el próximo mes de diciembre— sobre la deuda externa, los salarios, la inflación, el tipo de cambio y las reformas estructurales pendientes, se quedó con las ganas.
Estas maratones de palabras son parecidas a las PASO en punto a su inutilidad, aunque institucionalmente luzcan bien. No sirven para nada importante, si bien legitiman la idea de que la Argentina es una república democrática. En eso de copiar costumbres ajenas y vaciarlas de todo contenido, somos mandados a hacer. Nos conformamos sólo con las formas y declamamos la existencia de un fondo al que nadie le presta demasiada atención. De lo contrario, las instituciones de las cuales tanto nos gusta perorar serían algo más que cascarones vacíos de substancia.
Como a la cita no podía faltar ninguno, cumplieron con el ejercicio sabiendo —de antemano— que nada de lo que dijeran cambiaria demasiado la intención de voto de la gente. A esta altura de la campaña electoral existen dos fuerzas excluyentes, y las demás hacen las veces de comparsas. En las tiendas oficialistas hay quienes —comenzando por su jefe— se entusiasman con los actos multitudinarios que, sin solución de continuidad, se han dado alo largo y ancho del país. Mientras Macri, Pichetto, Peña y Carrió alientan esperanzas de llegar al ballotage, en otros pliegues del frente que los agrupa no son tan optimistas. Sospechan que —a impulsos del miedo al kirchnerismo— es probable que crezcan electoralmente el último domingo del mes en curso, sin que ello alcance para forzar una segunda vuelta.
En realidad, no hay nada de nuevo en el hecho de que las masas macristas hayan decidido testimoniarle su apoyo al jefe de la manera como lo han hecho. Al fin y al cabo se trata de una alianza que cuenta, al menos, con 30 % de los votos a nivel nacional. Lo ilógico sería que sus mitines fuesen un fracaso y que no suscitasen entusiasmo alguno de parte de sus simpatizantes. Pero no se trata de llenar estadios o congregar —como seguramente ocurrirá el sábado 19— a cientos de miles de personas en derredor del Obelisco de la Capital Federal. El desafío, en todo caso, es conseguir que el kirchnerismo no supere la cota de 45 % el próximo 27 de octubre, y eso es harto difícil.
Los dilemas de Alberto Fernández, a diferencia de los de su principal rival, tienen que ver no tanto con la puja en las urnas —que da por ganada— como con la herencia que recibirá sin beneficio de inventario cuando se siente en el sillón de Rivadavia. Contra lo que se escucha en los mentideros políticos, la presencia de Cristina Fernández no lo inquieta. Está claro que han definido con precisión sus respectivos campos de acción y los límites que uno y otro no deben traspasar. El libreto, hasta aquí, ha sido acatado al pie de la letra. No ha habido entre ellos ni cortocircuitos ni zancadillas ni malos entendidos. Todo es miel sobre hojuelas.
En una de las últimas reuniones que mantuvieron los integrantes de la fórmula, la viuda de Kirchner le repitió a quien encabezará la boleta partidaria algo que le había adelantado antes, de modo tal que no hubo sorpresas. Por un lado, hizo mención a la necesidad urgente de crear en torno de su hija Florencia, radicada en Cuba, una malla de contención para que no tenga que desfilar por los tribunales. Como se comprenderá, para una madre los padecimientos de su hija nunca son indiferentes. Mucho más si se toma en cuenta la delicada situación que aquélla atraviesa. Por el otro lado, Cristina Fernández le pidió a su interlocutor que la provincia de Buenos Aires —al margen de la subordinación que es dable exigirle a Axel Kicillof respecto del gobierno nacional— sea la plataforma de lanzamiento de su hijo Máximo, de cara al 2023. Nada —en una palabra— que suene desatinado o que preanuncie, de parte suya, un anhelo de interferir en el manejo diario de la administración pública.
Suponer que desde el día anterior al cambio de autoridades La Cámpora y su jefa pudieran haberse fijado el propósito de ponerle palos en la rueda a quien fuera elegido como candidato presidencial, es no entender la lógica de la jugada política que latió en la decisión de catapultarlo a Alberto Fernández al lugar que ocupa hoy. Lo que hizo la Señora no arrastraba la secreta ambición de desprenderse de él, una vez que hubiera conseguido aquello que ella imaginó imposible si encabezaba la dupla presidencial.
La idea es no interferir con sus planes y apoyarlo, en la convicción de que los problemas que se recortan en el horizonte del gobierno que viene son de tal gravedad que no dan lugar para substanciar luchas intestinas. Crearle una complicación en la retaguardia a su presidente sería como suicidarse en conjunto. Porque, de resultas de una pelea entre los Fernández, no habría ganadores y perdedores. De tal evento, los dos bandos saldrían maltrechos. Eso lo entienden uno y otro, sin que resulte menester jurarse lealtad a diario. Entre ellos existen diferencias, es cierto, pero no al extremo de que las mismas se conviertan en irreconciliables.
Si hubiese que ponerle nombre y apellido al fantasma que desvela a Alberto en los tramos finales de la campaña, sería Juan Grabois y no Cristina Fernandez. Entiéndase bien que —al hacer mención al líder de uno de los principales movimientos sociales— el comentario no apunta a un enemigo en particular sino a eso que —a falta de mejor término— cabría definir como la calle.
Dejando de lado las compadradas y el fulbito para la tribuna, el candidato que se perfila con inmejorables posibilidades de ocupar Balcarce 50 en menos de dos meses, sabe bien que los datos estructurales de la decadencia argentina no desaparecerán de un día para otro. Y que, contrariamente a la experiencia que a él le toco vivir junto a Néstor Kirchner a partir de mayo del año 2003, ahora no hay soja a U$ 600, ni tampoco una ANSES a la cual comerle la billetera.
A medida que pasan los días y se acerca el momento del cambio de gobierno, se nota con mayor claridad que no serán los enemigos acérrimos de la nueva administración o sus adversarios ocasionales —hoy devaluados— quienes pisarán fuerte y le crearán complicaciones difíciles de atender a Alberto Fernández. Serán —aun cuando resulte paradójico— algunos de sus aliados, simpatizantes u acólitos que han alentado expectativas que sólo con arreglo a la magia podrían ser satisfechas. Claro que la magia es una pura ilusión.
Estas maratones de palabras son parecidas a las PASO en punto a su inutilidad, aunque institucionalmente luzcan bien. No sirven para nada importante, si bien legitiman la idea de que la Argentina es una república democrática. En eso de copiar costumbres ajenas y vaciarlas de todo contenido, somos mandados a hacer. Nos conformamos sólo con las formas y declamamos la existencia de un fondo al que nadie le presta demasiada atención. De lo contrario, las instituciones de las cuales tanto nos gusta perorar serían algo más que cascarones vacíos de substancia.
Como a la cita no podía faltar ninguno, cumplieron con el ejercicio sabiendo —de antemano— que nada de lo que dijeran cambiaria demasiado la intención de voto de la gente. A esta altura de la campaña electoral existen dos fuerzas excluyentes, y las demás hacen las veces de comparsas. En las tiendas oficialistas hay quienes —comenzando por su jefe— se entusiasman con los actos multitudinarios que, sin solución de continuidad, se han dado alo largo y ancho del país. Mientras Macri, Pichetto, Peña y Carrió alientan esperanzas de llegar al ballotage, en otros pliegues del frente que los agrupa no son tan optimistas. Sospechan que —a impulsos del miedo al kirchnerismo— es probable que crezcan electoralmente el último domingo del mes en curso, sin que ello alcance para forzar una segunda vuelta.
En realidad, no hay nada de nuevo en el hecho de que las masas macristas hayan decidido testimoniarle su apoyo al jefe de la manera como lo han hecho. Al fin y al cabo se trata de una alianza que cuenta, al menos, con 30 % de los votos a nivel nacional. Lo ilógico sería que sus mitines fuesen un fracaso y que no suscitasen entusiasmo alguno de parte de sus simpatizantes. Pero no se trata de llenar estadios o congregar —como seguramente ocurrirá el sábado 19— a cientos de miles de personas en derredor del Obelisco de la Capital Federal. El desafío, en todo caso, es conseguir que el kirchnerismo no supere la cota de 45 % el próximo 27 de octubre, y eso es harto difícil.
Los dilemas de Alberto Fernández, a diferencia de los de su principal rival, tienen que ver no tanto con la puja en las urnas —que da por ganada— como con la herencia que recibirá sin beneficio de inventario cuando se siente en el sillón de Rivadavia. Contra lo que se escucha en los mentideros políticos, la presencia de Cristina Fernández no lo inquieta. Está claro que han definido con precisión sus respectivos campos de acción y los límites que uno y otro no deben traspasar. El libreto, hasta aquí, ha sido acatado al pie de la letra. No ha habido entre ellos ni cortocircuitos ni zancadillas ni malos entendidos. Todo es miel sobre hojuelas.
En una de las últimas reuniones que mantuvieron los integrantes de la fórmula, la viuda de Kirchner le repitió a quien encabezará la boleta partidaria algo que le había adelantado antes, de modo tal que no hubo sorpresas. Por un lado, hizo mención a la necesidad urgente de crear en torno de su hija Florencia, radicada en Cuba, una malla de contención para que no tenga que desfilar por los tribunales. Como se comprenderá, para una madre los padecimientos de su hija nunca son indiferentes. Mucho más si se toma en cuenta la delicada situación que aquélla atraviesa. Por el otro lado, Cristina Fernández le pidió a su interlocutor que la provincia de Buenos Aires —al margen de la subordinación que es dable exigirle a Axel Kicillof respecto del gobierno nacional— sea la plataforma de lanzamiento de su hijo Máximo, de cara al 2023. Nada —en una palabra— que suene desatinado o que preanuncie, de parte suya, un anhelo de interferir en el manejo diario de la administración pública.
Suponer que desde el día anterior al cambio de autoridades La Cámpora y su jefa pudieran haberse fijado el propósito de ponerle palos en la rueda a quien fuera elegido como candidato presidencial, es no entender la lógica de la jugada política que latió en la decisión de catapultarlo a Alberto Fernández al lugar que ocupa hoy. Lo que hizo la Señora no arrastraba la secreta ambición de desprenderse de él, una vez que hubiera conseguido aquello que ella imaginó imposible si encabezaba la dupla presidencial.
La idea es no interferir con sus planes y apoyarlo, en la convicción de que los problemas que se recortan en el horizonte del gobierno que viene son de tal gravedad que no dan lugar para substanciar luchas intestinas. Crearle una complicación en la retaguardia a su presidente sería como suicidarse en conjunto. Porque, de resultas de una pelea entre los Fernández, no habría ganadores y perdedores. De tal evento, los dos bandos saldrían maltrechos. Eso lo entienden uno y otro, sin que resulte menester jurarse lealtad a diario. Entre ellos existen diferencias, es cierto, pero no al extremo de que las mismas se conviertan en irreconciliables.
Si hubiese que ponerle nombre y apellido al fantasma que desvela a Alberto en los tramos finales de la campaña, sería Juan Grabois y no Cristina Fernandez. Entiéndase bien que —al hacer mención al líder de uno de los principales movimientos sociales— el comentario no apunta a un enemigo en particular sino a eso que —a falta de mejor término— cabría definir como la calle.
Dejando de lado las compadradas y el fulbito para la tribuna, el candidato que se perfila con inmejorables posibilidades de ocupar Balcarce 50 en menos de dos meses, sabe bien que los datos estructurales de la decadencia argentina no desaparecerán de un día para otro. Y que, contrariamente a la experiencia que a él le toco vivir junto a Néstor Kirchner a partir de mayo del año 2003, ahora no hay soja a U$ 600, ni tampoco una ANSES a la cual comerle la billetera.
A medida que pasan los días y se acerca el momento del cambio de gobierno, se nota con mayor claridad que no serán los enemigos acérrimos de la nueva administración o sus adversarios ocasionales —hoy devaluados— quienes pisarán fuerte y le crearán complicaciones difíciles de atender a Alberto Fernández. Serán —aun cuando resulte paradójico— algunos de sus aliados, simpatizantes u acólitos que han alentado expectativas que sólo con arreglo a la magia podrían ser satisfechas. Claro que la magia es una pura ilusión.
Prensa Republicana 17 octubre, 2019
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