por Esther Sánchez Medina
La década de los años cuarenta fue extremadamente convulsa en la mayor parte de los grandes puertos y ciudades de todo el Mediterráneo: Roma, Cartago, Alejandría, Jerusalén, Antioquía o la propia Constantinopla vieron arribar a sus tierras un inesperado enemigo: la peste. Testimonios contemporáneos como los ofrecidos por el historiador de corte Procopio de Cesarea (c. 500-565), el eclesiástico Juan de Éfeso (c. 507-588) o el prefecto Evagrio de Epifanía (536-594) nos lo confirman. La enfermedad había llegado y lo hacía para quedarse durante décadas, siglos incluso, al menos hasta el último brote identificado en el año 767 en la bahía de Nápoles; varios millones de muertos y un importante descalabro económico, del que el Mare Nostrum no habrá ya de recuperarse, serán sus consecuencias más graves.
El emperador Justiniano, el cual da nombre a este largo episodio de peste -gracias a la leyenda negra creada por Procopio-, se había convertido en soberano único del Imperio romano en el 533 d.C. Durante sus primeros años de gobierno, de incansable actividad, lanzó un programa político de indudable influencia para la difusión de la peste, la llamada renovatio imperii, a través de la cual, territorios occidentales pertenecientes a la vieja nómina imperial volverían a estar bajo el control de Constantinopla durante décadas, creando así una nueva e intensificada red de contactos que recuperaba el reino vándalo de África, parte de las posesiones del reino ostrogodo en Italia o del visigodo en el extremo más occidental del Mediterráneo, Hispania.
La propagación de esta peste no pudo ser considerada de forma diferente a como lo habían sido el resto de las enfermedades en la Antigüedad, en la cual, estas eran siempre concebidas como castigos de la divinidad. En la Historia secreta, Procopio afirmaba del emperador que no era un hombre sino un demonio con apariencia humana, Príncipe de los demonios, llega a llamarle incluso. La interpretación estaba, por tanto, servida… La falta de conocimiento científico sobre el funcionamiento de la enfermedad y sobre su origen, la bacteria Yersinia pestis, responsable de la versión bubónica de la infección, llevaron a Procopio a considerar a Justiniano el causante de dicho mal, pues se había mostrado caprichoso, injusto, controlado por sus pasiones y por las de su esposa Teodora. Durante la plaga, el emperador se había atrevido incluso a elevar los impuestos para compensar la falta de pago de los tributantes fallecidos, pretendiendo con ello llevar a cabo una ambiciosa política edilicia destinada, ironías de la Historia, a la creación de iglesias que alejasen la Ira de Dios.
Las descripciones de los síntomas de la peste en los diversos testimonios conservados son escalofriantes: abscesos -bubones, tumores en las ingles y axilas, en las orejas y en varias partes de los muslos-, ojos ensangrentados, fiebre, pústulas, confusión mental, coma profundo, delirio agudo, insomnio extremo, alucinaciones, vómitos sanguinolentos, etc. Algunos supervivientes vieron su lengua dañada, quedando tartamudos o hablando sin que fuera comprensible su habla.
Los muertos se contaban por miles a diario, especialmente en ciudades como Constantinopla donde los cadáveres abarrotaban cada centímetro de la urbe. Pero no solo la capital se vio afectada. Juan de Éfeso afirma que la peste dejó asoladas y sin población diversas partes del Imperio, atacando por igual a ricos y pobres, y dejando villas, pueblos y ciudades sin habitantes. La fatal mortandad de la epidemia hizo que los cadáveres fueran abandonados en las calles, sepultados en improvisadas fosas comunes, quemados, o incluso arrojados al mar. Los niños, según el de Éfeso, merodeaban entre las tumbas, gritándose y mordiéndose unos a otros, profiriendo gemidos que sonaban como trompetas y no recordaban el camino de vuelta a casa, si es que alguien los esperaba allí. Los desesperados habitantes gritaban que sólo la intervención de los Apóstoles podía salvar la ciudad, mientras se refugiaban en las iglesias, donde morían igualmente, postrados por la enfermedad. No había parte en la que estar a salvo, pues todos los lugares (islas, cuevas, montañas, etc.), antes o después, experimentaban la calamidad de la infestación, alcanzando similar número de víctimas. Quizá esté apuntando el autor, sin saberlo, a la actualmente tan traída tasa de contagio. De igual manera, Procopio parece que nos esté hablando de inmunidad adquirida, pues narra que aquellos que habían estado especialmente expuestos a la enfermedad: médicos, cuidadores, enterradores, etc., si bien completamente agotados -como nuestros sanitarios- parecían, sin embargo, inmunes a un padecimiento que, sin duda, habrían ya superado sin saberlo -asintomáticos-.
La situación descrita no dista mucho de la que desgraciadamente hemos conocido en los últimos meses: confinamiento obligatorio de enfermos, falta de medios para la curación, aislamiento voluntario -incluso éxodo a propiedades rurales-, crisis de abastecimiento de determinados productos, refuerzo de las medidas de seguridad, etc. En este difícil contexto, y como remedio a los apremiantes males de la ciudad de Constantinopla, se desarrolló una mayor devoción a María. Basta recordar el cambio de fecha de celebración de la Presentación del Señor (Hypapante) del 14 al 2 de febrero justo en el 542, año de llegada de la plaga a la ciudad. La fiesta original, ofrecida a Cristo, pasaba ahora a convertirse en una fiesta de carácter penitencial dedicada a la Virgen, nueva intermediaria entre los hombres y la divinidad. Esta misma fórmula sería más tarde utilizada por Gregorio I en Roma, cuando la epidemia ataque nuevamente la Ciudad Eterna a finales del siglo VI.
Sin duda, la necesidad de penitencia estuvo presente en la interpretación de los hombres de la época. Así lo refiere también Procopio, quien llega a afirmar que incluso aquellos entregados a acciones bajas y malvadas se dedicaron con todo cuidado a la piedad, asustados por lo que les rodeaba y convencidos de que morirían de un momento a otro, inmersos, como el resto de la sociedad de la época, en un profundo pensamiento escatológico que venía acompañando a los habitantes del Imperio durante toda la Antigüedad tardía.
Es probable que la visión teologal de lo ocurrido fuera errónea y el hombre no estuviera cercano a su fin, sin embargo, sí lo estaba el mundo tal y como lo había conocido hasta el momento. El fracaso en la consolidación del recién restaurado imperio guardó estrecha relación con la disminución de recursos que la plaga había provocado. Así mismo, la falta de respuesta a la llegada de ejércitos arabo-musulmanes a las provincias de Siria, Egipto y África (siglo VII) puede relacionarse también con el desastre demográfico que la plaga había supuesto para el conjunto de las fuerzas imperiales. En definitiva, la “ruptura” del Mediterráneo tendrá como consecuencia la creación de nuevos espacios de poder disgregados y, por qué no decirlo, el paso hacia una nueva época.
Publicado en el portal de la Universidad San Dámaso.
Esther Sánchez Medina es profesora de Historia Medieval y Paleografía y Diplomática en la Universidad Autónoma de Madrid.
ReL 07 noviembre 2020
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