Educación y libertad. Observaciones sobre el caso argentino. Exposición en el Instituto de Bioética de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. 6 de noviembre de 2020
El lenguaje que empleamos habitualmente para referirnos a la educación manifiesta las fuentes de nuestra cultura occidental. Hablamos de pedagogía o de proceso pedagógico; pues bien, toda una amplia familia de palabras griegas indica de qué se trata. El verbo paidagogéo significa dirigir o instruir a los niños; el sustantivo correspondiente es paidagogía. Otro término de la misma raíz es paidéia, del verbo paidéuo: educar a un niño (páis - paidós significa niño). Las expresiones originales se extienden en las lenguas romances más allá de la edad infantil, y adquieren el significado general de enseñanza, instrucción o educación.
Platón ha expresado, reiteradamente, en su Diálogo Politéia (República), que el contenido de la formación de un ciudadano es una realidad objetiva: la verdad, el bien, la belleza. Se trata, según el filósofo ateniense, de hacer una opción por la virtud, de mover a ello, a la kalokagathía, lo cual equivale a la comunicación y recepción de una cultura. Podemos completar esta rápida referencia apelando a una fuente cristiana. San Agustín distinguía dos caminos, que no se excluyen sino que se solicitan recíprocamente; son complementarios y responden, en su conjunto, a las diversas dimensiones de la persona humana. La via eruditionis era, en aquel contexto romano cristiano de los siglos IV - V, la instrucción en las ciencias y en las letras, que proporciona el conocimiento del hombre, del mundo y de Dios. La actualización de este dato permitiría evitar la dispersión que puede y suele verificarse en los currículos escolares; se trata de transmitir una Weltanschauung, según se dice en alemán, una cosmovisión o visión del mundo, con diálogo interdisciplinario, y en la búsqueda de una integración del saber. Lamentablemente, este objetivo, con frecuencia, no es comprendido y asumido; de allí la dispersión de los datos transmitidos, y una ignorancia sobre lo fundamental como resultado. El otro camino agustiniano es la via vitae, que expresa la dimensión práctica de la existencia, e incluye el compromiso de la orientación moral y el ejercicio de las virtudes. Por aquí se advierte la diferencia entre educación y mera instrucción; educación es la completa formación de la persona.
El papel de la escuela se asocia al oficio primario de la familia, y tendría que concebirse en continuidad y colaboración con aquel. Santo Tomás de Aquino recordaba que la naturaleza tiende no sólo a la generación de los hijos, sino también a su crianza y educación hasta la madurez perfecta que corresponde al ser humano, que es la formación en la virtud (IV Sent. d.26 a 1c). Esta afirmación vale universalmente, no sólo en un ámbito religioso. Según Tomás, la tarea de educación de los hijos, que es una exigencia de la ley natural, requiere la vida en común de los esposos, la permanencia de la unión matrimonial, y una colaboración total del padre y la madre para cumplir ese empeño; señalaba, además, que el proceso educativo se extiende por largo tiempo. Otra observación interesante, en la que asoma la cultura de la época: Santo Tomás apropia la crianza del hijo al cuidado de la madre; al padre le cabe especialmente la instrucción, la defensa y la promoción integral del niño en el bien (II-II q.154 a 2c). Pero ambas funciones, la del padre y la de la madre, son requeridas como complementarias, para asegurar una correcta educación. Esa distinción medieval podría ser propuesta en otros contextos culturales, psicológicos y pedagógicos, es decir, con la debida adecuación.
Juan Pablo II ha recordado que el amor de los padres es la fuente y el alma de la acción educativa, y por consiguiente la norma que la inspira (Enc. Familiaris consortio, 36). La situación actual de descomposición familiar es empujada arrolladoramente por la decadencia de la cultura, y fomentada por las leyes; se manifiesta en muchas experiencias dolorosas: hijos a quienes esa providencia educativa de la familia les ha faltado; todos conocemos ese saldo tremendo de huérfanos de padres vivos. La desorganización familiar, la precariedad de sus recursos de vida, la fragilidad de los vínculos, se expresan en el desconcierto de padres que no han aprendido a ser tales, y son incapaces de asumir su responsabilidad de alimentar y estimular afectivamente a sus hijos; la falta de un trabajo digno y de la presencia diligente de la madre en el hogar, se hacen evidentes con frecuencia entre los más pobres en una carencia simbólica: en la casa no hay mesa.
El derecho y el deber de los padres debe articularse con la competencia de otras instancias educativas, la escuela concretamente. En general a la escuela le corresponde una función subsidiaria, cooperar con los padres situándose en el mismo espíritu que anima a estos. En la situación desastrosa, económica y social, que se vive en la Argentina de hoy, la escuela hace también de comedor y de reparo afectivo para suplir de algún modo la insuficiencia de la familia, incluso puede extender a los padres de los alumnos esa elemental acción educativa. En otros ambientes, en cambio, se registra incomprensión e intolerancia de los padres que en sus protestas llegan a agredir a los docentes. En estos sectores, en los que reinan condiciones privilegiadas de desarrollo material, es frecuente que falte a los adolescentes la verdadera escucha y la atención afectuosa de los padres. El eclipse de la figura paterna, la confusión de roles en la educación familiar, reflejan la pérdida de sentido de las instituciones formativas y de la tradición cultural.
Considero muy importante en la actualidad comprender la identidad propia de un proceso educativo, que implica la actividad del educador -a lo cual se refiere el concepto de práctica docente, en cuanto que configura esencialmente ese proceso- pero hay un elemento correlativo no menos esencial: la práctica del aprendizaje: es preciso que los alumnos aprendan a aprender. Me permito una nueva incursión en las etimologías. Educar viene del verbo latino educare, que originalmente significa «criar a un niño, darle de mamar, cuidarlo», y de allí «instruir, enseñar, formar». Pero para expresar la crianza y la educación, el mundo clásico nos ofrece también el verbo educere, que en su primera acepción quiere decir: «sacar afuera, levantar, alzar». Esta palabra es un compuesto de duco, que en una amplia gama de usos privilegia el significado de «guiar, conducir». Todos estos términos de acción aluden a rasgos definitorios de la praxis que corresponde profesionalmente al pedagogo, al educador. Subrayo la expresión sacar afuera porque coincide con el sentido de la mayéutica socrática, la tarea propia del maestro -una especie de obstetricia espiritual- ya que mediante su palabra ayudaba a sacar a luz la verdad, de la que estaba grávida el alma del discípulo. Otra alusión valiosa: Platón, en un bello pasaje de La República, en el que habla de la educación -y, concretamente, de la gimnasia y de la música- utiliza el verbo pláttein, que significa «modelar, formar», y dice: En toda obra lo que importa es el comienzo, especialmente si se trata de jóvenes de la más tierna edad, porque es entonces cuando se modela el alma (337 b).
En el proceso educativo el discípulo no es meramente pasivo, no sufre la acción del maestro; le cabe a él, necesariamente, ejercer una tarea: educarse y no solo dejarse educar. Por eso son decisivos los métodos de aprendizaje, en cuanto que ellos deben ser asumidos en plenitud por el que aprende, como instrumentos de un proceso interior.
Se educa en la libertad y para la libertad; por eso, a medida que se crece y se avanza, la educación se va haciendo, cada vez más claramente, autoeducación. La autoridad puede degradarse en su caricatura, el autoritarismo. La autoridad verdadera incluye crédito, estimación, reputación, aprecio; el autoritarismo es un remedo que oculta la falta de autoridad. Recurramos también aquí al étimo, que está en el verbo latino augeo, y que equivale a aumentar, acrecentar, multiplicar, hacer progresar, promover, engrandecer, engendrar. Las raíces de educación y de autoridad se acercan y, en cierto modo, se identifican. La autoridad es un servicio ordenado al crecimiento de aquellos en cuyo favor se ejerce. No hay educación sin autoridad, y la calidad de la educación depende, en buena medida, del valor de la autoridad educativa. Es esta otra cualidad deturpada en el desorden de una pseudodemocracia. Los gobiernos, con sus planteos ideológicos, han agravado la decadencia cultural incurriendo en la sanción de medidas irrisoriamente demagógicas.
A la luz de todo lo dicho se comprende que la educación no puede limitarse a la instrucción, a la sola transmisión de conocimientos, sino que debe concebirse como educación integral, es decir, el desarrollo de todas las dimensiones del hombre: física, intelectual, moral, social y religiosa. Se trata de la plasmación de la personalidad, la educación del hombre según la verdadera forma humana; a eso llamaban los griegos paidéia.
La organización del sistema educativo argentino asumió, de hecho, rasgos fundamentalmente de esa tradición -no podía haber sido de otra manera- aunque filtrados por el enciclopedismo laicista. Alcanzó en su momento logros importantes. Las escuelas estatales eran excelentes desde el punto de vista académico; en la década de 1950 habían incluido, también, la enseñanza religiosa, luego suprimida. Yo he cursado en ellas entre 1949 y 1960, con mucho fruto, por lo cual estoy agradecido a mis maestros y profesores. Actualmente, es bien sabido, la escuela primaria estatal no puede asegurar que los niños concluyan el ciclo sabiendo leer y escribir correctamente; la disciplina ha desaparecido, y las reivindicaciones sindicales determinan numerosos días de huelgas.
El Estado nacional padece una congénita inclinación al estatismo autoritario. El tribuno católico José Manuel Estrada señaló esa inclinación, como un retrato anticipado de la debilidad crónica de nuestra organización social. Lo hizo el 6 de octubre de 1871, en la Convención Constituyente de la Provincia de Buenos Aires: «El Estado es una entidad abstracta que se realiza en el gobierno, o más propiamente en el personal de gobierno. Así, dar al Estado el monopolio de la enseñanza, es exponerla a un peligro que correría infaliblemente según las alternativas de la opinión pública, y las aberraciones de los partidos, que un día pondrían a la cabeza de la enseñanza hombres entendidos en la materia y otro día hombres ajenos a ella. El mal de la República Argentina no está en el gobierno, no está en las personas que lo componen, ni en su organización política, sino en la falta de organización social, que sin aumentar las fuerzas individuales por su aglomeración libre y orgánica, sin crear centros competentes de acción y resistencia, pone toda la actividad en manos de la autoridad política, de la cual los pueblos esperan en vano los bienes que se prometieron al resignarse a su omnipotencia».
Estas palabras proféticas indican cuál es el problema central en la organización educativa: la libertad.
Las escuelas estatales eran excelentes desde el punto de vista académico; en la década de 1950 habían incluido también la enseñanza religiosa, luego suprimida. Ha sido frecuente la confusión entre la realidad institucional y los factores ideológicos. Un caso eximio es la discusión suscitada en 1958 -gobierno del presidente Arturo Frondizi- por el proyecto del diputado oficialista Domingorena, que proponía la facultad de las Universidades Privadas de otorgar títulos habilitantes para el ejercicio de la profesión, lo que finalmente se convirtió en ley. La discusión cobró amplitud popular, y la opinión se dividió en dos bandos que enfrentaban la «enseñanza libre», y la «enseñanza laica»; «la laica», como se decía, cuyos seguidores se identificaban usando una cinta color violeta, y «la libre», con un distintivo verde.
En la década de 1960 comenzaron a multiplicarse las instituciones privadas de enseñanza, primarias y secundarias, sobre todo colegios católicos parroquiales, que se fueron sumando a las tradicionales regenteadas por congregaciones religiosas. Se llegó, con el tiempo, a la organización actual, que debería reconocerse así: existe un único sistema de educación pública, que consta de dos vertientes: la gestión estatal, y la gestión privada. Dentro de la segunda está el Subsistema Educativo de la Iglesia, con su propia organización. Pero persiste la confusión en el lenguaje corriente -la raíz es ideológica- que designa como público solamente lo estatal. Esta confusión se registra en todos los niveles. Un ejemplo patético: la Constitución de la Provincia de Buenos Aires, promulgada en 1994, establece en su artículo 199: «Los escolares bonaerenses deberán recibir una educación integral, de sentido trascendente, según los principios de la moral cristiana, respetando la libertad de conciencia». Este excelente precepto que, obviamente, se refiere a las escuelas estatales, no se ha cumplido nunca, y lo peor es que los mismos funcionarios lo desconocen; he comprobado personalmente que no han leído la Constitución. El estatismo y el laicismo los empantana en el pasado. El Estado brinda un aporte financiero a las instituciones educativas privadas, que cubre el 60, el 80 o el 100 por ciento -según se lo haya podido conseguir- del costo de la planta funcional. Se trata de una simple cuestión de justicia, para asegurar la libertad de enseñanza (los padres de esos alumnos aportan, con sus impuestos, al fisco). A los estatistas les molesta este hecho, y al aporte lo denominan subsidio; este segundo nombre no es elegido con inocencia: un subsidio es una ayuda que se puede brindar o no, según las circunstancias.
Al Estado le corresponde la inspección y el control para que las instituciones de gestión privada cumplan con los lineamientos establecidos para su funcionamiento, pero no tiene derecho a imponer currículos contrarios a la identidad propia de cada una de ellas. Este asunto es fuente de tensiones; muchas veces la presión que ejercen los encargados de las inspecciones vulneran el sereno ejercicio de la libertad de educación. En algunas áreas del currículo las pretensiones estatales tienen como inspiración una ideología de corte totalitario. Es el caso de la filosofía y el estudio de su historia. El diseño que conozco es el establecido en la Provincia de Buenos Aires, que adopta una concepción estrecha, reductiva, de la filosofía, de la que destaca unilateralmente la función crítica del pensamiento filosófico y desconoce el impulso que debe animarlo hacia la comprensión de la totalidad de lo real, que se nos aparece y nos incita a encontrar su última razón y significado. Lo que se busca en la filosofía -ya lo señalaba Aristóteles- es la sabiduría, entendida como la totalidad del saber, en la medida de lo posible, pero sin tener la ciencia de cada objeto en particular, lo cual corresponde a las disciplinas particulares. En este ámbito es notable el desconocimiento de la reflexión filosófica de los cristianos, como si entre los antiguos griegos y Kant nada se hubiera aportado. Es esta una manifestación más del escrúpulo laicista.
En las orientaciones filosóficas del sistema oficial se ha ido imponiendo una corriente constructivista, que niega la realidad y el concepto de naturaleza; todo en el ser humano sería producto de una construcción cultural. Según esta corriente no existen, por tanto, verdades objetivas y comportamientos universalmente válidos; al constructivismo en el plano gnoseológico se une el subjetivismo en el orden ético. No hay auténticas certezas, sino interpretaciones múltiples y provisorias de la realidad, mediante las cuales se va edificando un modelo de ella; tampoco se reconoce, por tanto, la verdad del bien que hay que realizar, los valores objetivos y universales que corresponden a la naturaleza humana, y que al ser asumidos perfeccionan al hombre. El sujeto humano sería autocreador, en un proceso histórico y cultural en el que juega un papel preponderante la libertad. Pero un detenido examen de esos planteos revela que la rápida apelación a la libertad es mendaz; como nunca antes, en el mundo de la información globalizada se impone la unanimidad contagiosa de una opinión manejada a voluntad por poderes anónimos, sospechosamente ocultos. El Estado añade su manía intervencionista, y su inclinación al totalitarismo.
La incidencia de estas ideas en el campo pedagógico puede advertirse en los diseños curriculares elaborados e impuestos en los últimos años. El relativismo, que campea en ellos, tiene consecuencias muy negativas. Cito unas frases del Papa Benedicto XVI, quien refiriéndose a la educación de los jóvenes en la justicia y en la paz, advertía: «En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo, que al no reconocer nada como definitorio, deja como última medida solo el propio yo con sus caprichos; y bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio yo. Por consiguiente, dentro de ese horizonte relativista no es posible una auténtica educación, pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de la misma vida, y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo para construir con los demás algo en común». Estas palabras tan sabias del gran pontífice no se refieren a la dimensión religiosa, sino a la simple realidad de lo humano. Porque describen un hecho real en la cultura actual, se explica el desconcierto de los jóvenes, a quienes se priva del horizonte que permite orientar positivamente la existencia. La dictadura del relativismo les priva del sentido de la verdad, un fin estrechamente ligado al papel vital de la inteligencia, a las potencialidades de la razón humana, y por tanto al pleno desarrollo de la personalidad. La proyección en el orden ético es la cuestión de los valores. En este campo se hace desear un discernimiento perspicaz y sereno, lo más objetivo posible. La escuela debe preparar a los jóvenes para ejercer la justicia y la solidaridad, fundamentales para la ratificación de un modelo auténticamente humano de organización social. El laicismo, que equivale al ateísmo, priva de la referencia al fundamento trascendente, a Dios, en quien finalmente se encuentra la plenitud de sentido de la realidad.
Los elementos negativos señalados se conjugan en lo que se llama perspectiva de género. Ante todo, considero que esa designación no es la que corresponde a tal manera de pensar. La perspectiva es el punto de vista determinado desde el cual los objetos se presentan al espectador, especialmente cuando están lejos. El discurso sobre el género es una ideología; así se llama al conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época, que en este caso aspira a fijar con ambición de totalidad una posición antropológica, en especial la relación de la dimensión biológica del ser humano, y su comportamiento con la cultura que lo envuelve, y en la cual vive. Con todo, cabría hablar de perspectiva de género según la acepción 4 que ofrece el Diccionario de la Real Academia Española: «Apariencia o representación engañosa y falaz de las cosas», ya que la abrumadora e invasiva propaganda para imponer ese discurso induce a tener por cierto lo que no lo es. Por otra parte, el término ideología suele recibir en el uso una connotación negativa, que en el caso se justifica plenamente. Asumo en esta presentación académica aspectos del tema, sobre los que he escrito y publicado oportunamente.
Según esa manera de pensar, claramente expresada por sus autores e impulsores, las diferencias biológicas, psicológicas y espirituales entre varones y mujeres, no cuentan; lo decisivo es lo que cada uno siente y quiere ser. No existiría una naturaleza humana, una naturaleza de la persona varón que establece la condición varonil, y una naturaleza de la persona mujer, de la que se sigue la condición femenina. No hay dos sexos, varones y mujeres, sino diversos géneros según la percepción subjetiva de cada persona; el número de los géneros es variable, y ha ido aumentando en virtud de una inventiva extravagante. El Estado debería reconocer la decisión de cada uno de cambiar su sexo por el género autopercibido, apoyarlo y dotarlo de un nuevo documento de identidad que oficialice una nueva situación en la sociedad. El actual gobierno se ha manifestado orgulloso de esta función de repartir «nuevas identidades». Lo decisivo sería entonces la cultura, que modela y construye el rol a desempeñar según nuevos paradigmas, en los que el sexo y la configuración corporal correspondiente es desplazado por la autopercepción subjetiva, que lleva a cambiar libremente lo recibido de la naturaleza. Cada uno sería no lo que es sino lo que autopercibe que es; además, dispone del recurso a la cirugía o a la ingestión de hormonas.
En la ideología de género se desposan el constructivismo gnoseológico y la dialéctica marxista, presente en la oposición agresiva varón - mujer, propia del feminismo extremo. No puede llamar la atención que los partidos de extrema izquierda adhieran a esa ideología, aunque en su momento hubiera causado horror a los líderes soviéticos. Dentro de la burocracia estatal argentina existe un Ministerio de Mujeres, Géneros y Diversidad, en cuyo ámbito funciona una Secretaría para la Promoción de Masculinidades (¡!). Como si la dicha burocracia no fuera ya frondosa, y de elevadísimo costo, acaba de crearse un Gabinete Nacional para la Transversalización de las Políticas de Género, cuya finalidad es, según se ha anunciado, «garantizar la incorporación de la perspectiva de género en el diseño e implementación de las políticas públicas nacionales, que incluirá tanto el componente presupuestario como de gestión y ejecución». Otras iniciativas inspiradas en la ideología comentada ya están funcionando en organismos del Estado. Todo esto en un país que se encuentra en la ruina, con casi la mitad de su población hundida en la pobreza.
Paso, finalmente, a considerar el problema de la Educación Sexual Integral (ESI), que, según la ideología de género, se reduce a transmitir información parcializada y a instruir sobre el «cuidado» que consiste en el uso de preservativos y anticonceptivos. Se pretende imponer el programa indicado por la Ley Nacional 26.150, un instrumento que ha sido denunciado como inconstitucional. En la Provincia de Buenos Aires rige la Ley 14.744, que la legislatura votó sin discusión, en un «paquete» de proyectos; se impone la llamada Educación Sexual Integral desde el nivel inicial hasta el último año del ciclo secundario. Según esta disposición, se debe asegurar a los educandos una docena de «derechos sexuales», entre ellos el derecho al placer sexual, y se ha de formarlos para que ellos puedan elegir libremente la orientación sexual. Si todo esto no fuera perverso, se podría pensar que los legisladores carecen del sentido del ridículo. Se desplaza la necesaria intervención de los padres de familia; los lobbies LGBT, con la complicidad de políticos y funcionarios judiciales, han impuesto sus convicciones y prácticas en nombre de la no discriminación. En realidad, se discrimina a las instituciones educativas que por su identidad doctrinal no pueden aceptar semejantes programas; y cuentan con los propios, que presentan una educación para el amor, la castidad, el matrimonio y la familia.
Son continuas las presiones sobre el Subsistema Educativo de la Iglesia -así llamo yo a la organización de la enseñanza católica- para que adopte aquellos programas y las publicaciones que los sostienen. La libertad de educación está en juego ante las incursiones totalitarias del Estado. Recientemente, hay que señalar la persecución contra la Fraternidad de Agrupaciones Santo Tomás de Aquino (FASTA), una institución que posee escuelas, colegios y universidades en diversos países. Se hace necesaria la amplia difusión de los principios a los que me he referido, que cuentan en su apoyo con los derechos y garantías establecidos por nuestra Constitución Nacional.
Es de justicia reconocer, por último, en este tiempo de crisis eclesial, las debilidades internas. No resulta fácil encontrar maestras y profesores formados con coherencia doctrinal, que no estén inficionados por el relativismo que encuentra amparo en la Iglesia, en el silencio o la reacción tardía y débil de los pastores en todos los niveles. Las excepciones no son bien vistas; un cambio de obispo puede implicar el derrumbe de mucho, ¡o todo!, lo que había costado un esfuerzo de años para edificar. El Cardenal Robert Sarah, en su libro «Le soir approche et déjà le jour baisse», ha escrito: «En cuanto a los obispos, su oficio de derecho divino es en parte obstaculizado por la burocracia de las conferencias episcopales; ellos corren el riesgo de perder su responsabilidad inalienable y personal de maestros de la fe». Los problemas son muy profundos, y tocan lo más íntimo: la identidad de la fe. Sobre esta tragedia habría copioso material para abundar. La situación cultural y política, y la eclesial, hacen deseable lo que proponía en 1871, José Manuel Estrada: la creación de centros competentes de acción y resistencia. Los seglares católicos, y los hombres y mujeres de buena voluntad pueden y deben hacerse cargo de la defensa de la libertad.
+ Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata.
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas. Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro. Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).
InfoCatólica – 10/11/20 5:41 AM
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