A nadie se le escapa que la plaga del coronavirus está facilitando la instauración de lo que Michel Foucault llamaba ‘biopolítica’, una nueva forma de tiranía que no se impone con cachiporras, sino con instrumentos mucho más sofisticados que alcanzan el dominio sobre las personas mediante el control de los espacios que habitan, de sus relaciones personales, de sus conductas y afectos y hasta de sus pensamientos y anhelos más secretos. Los ‘estados de alarma’, ‘toques de queda’ y demás ‘restricciones de la movilidad’ que tanto inquietan a los espíritus más toscos sólo son maniobras de despiste. Mucho más sutiles (y eficaces) son, por ejemplo, las tecnologías de vigilancia masiva que rastrean nuestros movimientos y manipulan nuestras decisiones, llegando incluso a predecirlas; tecnologías que una mayoría social acata mansamente, mientras trastea con sus teléfonos móviles, convencida de que el poder las utiliza para garantizar nuestra seguridad personal y proteger nuestra salud.
Pero, paralelamente, se produce otro fenómeno no menos evidente, que casi nadie detecta, pues nuestra generación, ahíta de ideologías a la greña, ha sido amputada por completo de inquietudes espirituales. Y tal fenómeno es la supresión de la inquietud religiosa, que desde que estallase la plaga del coronavirus se ha mostrado en todo su apabullante esplendor. Cuando leemos cualquier crónica sobre las plagas que en épocas pasadas han diezmado a la humanidad descubrimos que la inquietud religiosa de las sociedades que las han padecido se agudizaba enormemente; pues, confrontadas con la omnipresencia de la muerte, volvían a hacerse las preguntas que la bonanza y el disfrute de los placeres materiales tienden a silenciar. Pero esta plaga se está distinguiendo, precisamente, por una orgullosa falta de inquietud religiosa, que se palpa incluso en las situaciones más extremas (la tranquilidad con que hemos aceptado que nuestros viejos mueran abandonados, sin atención espiritual de ningún tipo), pero sobre todo en el clima social imperante, en los medios de comunicación, en el debate intelectual, en la expresión artística, que lejos de confrontarse con el misterio de la muerte, lo soslayan u ocultan, empleando las más diversas triquiñuelas escapistas.
Y, aunque nadie se atreva a decirlo, ambos fenómenos están íntimamente ligados. En su Discurso sobre la dictadura, Donoso Cortés explica una ley de la Historia infalible, que vincula el descenso de la religiosidad con el ascenso de la tiranía. La religión brinda a los hombres una «represión interior» que ordena su vida moral; y, a medida que esa ‘represión interior’ desciende, aumenta inevitablemente la «represión exterior» o política. Donoso repasa las distintas fases de la Humanidad, desde una sociedad plenamente religiosa –la que formaban Jesús y sus discípulos– en la que la libertad era completa (pues no existía otra ley que la del amor), hasta las formas cada vez más evolucionadas de represión política, que permiten a los gobiernos dotarse de un millón de brazos –los ejércitos–, de un millón de ojos –la policía–, de un millón de oídos –la burocracia administrativa–, hasta llegar a un punto en que necesitan también «hallarse a un mismo tiempo en todas partes». Un apetito de ubicuidad que Donoso ejemplifica –pronuncia su discurso en 1849– en la invención del telégrafo; pero que los avances de la tecnología han perfeccionado hasta extremos vertiginosos. Donoso hace aquí una pausa temblorosa, amedrentado ante la expectativa de una sociedad en la que el termómetro religioso continúe bajando hasta situarse «por bajo de cero»; pero finalmente se atreve a augurar el surgimiento de «un tirano gigantesco, colosal, universal, inmenso» que ya no se enfrentará a resistencias físicas ni morales, porque para entonces todos los ánimos estarán divididos y todos los patriotismos, muertos.
Y contra esta nueva forma de tiranía que entonces se empezaba a consolidar, Donoso considera que no hay otro antídoto que una «reacción religiosa». Pero, a continuación, lanza esta perturbadora reflexión que el paso del tiempo no ha hecho sino confirmar: «¿Es posible esta reacción? Posible lo es; pero, ¿es probable? Señores, aquí hablo con la más profunda tristeza: no la creo probable. Yo he visto, señores, y conocido a muchos individuos que salieron de la fe y han vuelto a ella; por desgracia, señores, no he visto jamás a ningún pueblo que haya vuelto a la fe después de haberla perdido». Lo que está sucediendo ante nuestros ojos, con la plaga del coronavirus al fondo, no hace sino confirmar los augurios funestos de Donoso. Los nuevos tiranos ya pueden hacer con nosotros albóndigas.
Publicado en XLSemanal.
ReL 12 noviembre 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario